¿A quien le gusta el G8?
La reunión de los jefes de Estado y de Gobierno de los ocho países más industrializados parece fruto de una mente perversa. No se puede reunir a los ocho hombres y mujeres (una sola en este caso) con mayor capacidad de decisión del planeta en balde. Si una reunión así no tiene resultados, o mejor dicho, muy buenos resultados, es inevitable que se generen frustraciones y enconamientos. Y ésta es la condena que pesa sobre este tipo de reuniones anuales en la cumbre: la incapacidad para resolver los múltiples problemas del planeta que ellos mismos se proponen resolver. De ahí que, al final, sea una excusa perfecta para quienes protestan o incluso quieren comportarse violentamente.
En su origen, la primera reunión del entonces G7, sin Rusia porque entonces era la Unión Soviética, se celebró en 1975 en el castillo de Rambouillet, a instancias del presidente francés, Valéry Giscard d‘Estaing y del canciller alemán, Helmut Schmidt, con Gerald Ford en la Casa Blanca, un auténtico presidente accidental. Se trataba de coordinar las políticas monetarias de los grandes tras la crisis del sistema de Breton Woods y de salir de la crisis del petróleo. Fue por tanto una cumbre económica, y la reunión prácticamente una tertulia de los siete grandes en solitario, bien lejos del actual despliegue de asesores y de delegaciones, acompañados por millares de periodistas y manifestantes y rodeados de una medidas de seguridad escalofriantes.
Con el tiempo el formato de estas reuniones se ha ido complicando. En cuanto a asistentes, que han crecido de forma exponencial, y en cuanto a temas sobre los que tomar algún tipo de decisión, que se han ampliado hasta abarcar todo lo imaginable y transmitir la idea, falsa, de que es una especie de gobierno del mundo. La verdad es que el objetivo fundamental de la reunión se centra en dos cuestiones muy protocolarias: la foto de familia y la declaración final. Esta última se está elaborando desde hace semanas, si no meses, por parte de los sherpas que preparan la reunión, especialmente los de la presidencia, que en este caso es alemana. (Los sherpas, como sucede en la escalada del Himalaya, son los porteadores que ayudan a los alpinistas, los jefes de Estado y de Gobierno, a escalar las cumbres. La metáfora de las cumbres es tan intensa y eficaz que el dicharachero Hugo Chávez, ahora tan expeditivo con los medios de comunicación, consiguió hace unos años su minuto de gloria a propósito de una reunión de este tipo pero en el ámbito latinoamericano: “los políticos de cumbre en cumbre y los pueblos de abismo en abismo”).
Lo que es evidente es que los ocho grandes se han construido a sí mismos una trampa del tamaño de sus ambiciones. Si alguien teme y detesta la idea de un gobierno mundial, que decida a espaldas de los pueblos y de sus representantes, ahí está el G8 para ofrecer esta imagen del divorcio y de la distancia entre gobernantes y gobernados. Si alguien desea fervientemente que finalmente este mundo caótico esté gobernado, ahí está la ineficacia de este tipo de reuniones, pensadas para lucimiento de los dirigentes políticos. No gustan a los enemigos de la globalización, pero tampoco gustan a quienes quieren una globalización gobernada. Y encima, si alguien busca responsables de la marcha del planeta, desde la pobreza hasta la contaminación pasando por las epidemias y las guerras, ahí están esos ocho políticos que se ofrecen gentilmente como responsables y cabezas de turco para suscitar todas las críticas y levantar todas las iras. Lo único que no cabe contestar, al fin, es que se trata al menos de grandes operaciones de publicidad y de relaciones públicas para el país y la ciudad que las realiza y de un elemento más en la política de imagen de cada uno de los participantes.
Este G8 de Heiligendamm coincide además con el final de la presidencia alemana de la UE, y cuenta como tema central la búsqueda de un compromiso sobre el calentamiento global entre los países firmantes del protocolo de Kyoto y Estados Unidos, que ha venido negándose hasta ahora a corroborar cifra alguna que signifique un tope a sus emisiones de gases de efecto invernadero. Angela Merkel, la canciller alemana, se la juega políticamente en esta cumbre como también se la juega en la que celebrará la UE los días 21 y 22 de junio en Bruselas, en la que tiene que arrancar de los otros 26 socios un compromiso para la reforma institucional de los tratados que sustituya a la descarrilada Constitución Europea. No está mal eso de jugarse el futuro político en dos envites en apenas quince días de diferencia.
El peligro de estas cumbres es que se vayan de las manos de quienes las organizan. De momento Alemania ha conseguido establecer un cordón de seguridad de tal envergadura que ha suscitado todo tipo de críticas por parte de sus propios medios de comunicación e incluso recursos ante los tribunales por restringir el derecho a manifestarse. Situados a diez kilómetros de donde se celebra la reunión, los periodistas acreditados son tratados como meras correas de transmisión de las imágenes, declaraciones y ruedas de prensa, por lo que no es de extrañar que terminen dedicando más tiempo a quienes protestan o critican a la cumbre que a quienes la organizan y les mantienen acuartelados a tanta distancia de los protagonistas. El principal temor es que pueda llegar a desbordarse la violencia de los manifestantes hasta tapar los resultados y las conclusiones o, como en Gleneagles hace dos años, que acontecimientos en principio ajenos, como fueron entonces los sangrientos atentados terroristas de Londres del 7-J, terminen minimizando la reunión de los dirigentes políticos.
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