El embuste del seudonimato: una cuenta con nombre falso es ya una mentira
El anonimato digital está en el origen de la mayoría de los usos perversos de la actualidad, escribe el periodista Álex Grijelmo en su nuevo ensayo. “Son nombres fantasmagóricos que avanzan cada día en la oscuridad”, escribe
Podemos deducir en líneas generales que el anonimato en el mundo analógico no es bueno ni malo por sí mismo, sino que depende del fin con el que se use. Incluso existen anonimatos benéficos. Con todo y con eso, el anonimato digital se halla en el origen de la mayoría de los usos perversos de la actualidad. Entre los más leves, el abandono de la cortesía; y entre los graves, muchos delitos que han abocado incluso al suicidio de las víctimas de un acoso.
Vamos a dar cuenta a continuación de la peor cara de esta realidad. Las manipulaciones, los abusos y las tragedias que se derivan del anonimato en internet y en las redes sociales no dejan de sucederse, y eso habrá de conducir a que las personas empáticas dispuestas a mejorar la convivencia pidan soluciones que acaben con estas vilezas.
Las fechorías mediante el anonimato y el seudonimato en el mundo analógico se podrían analizar de una en una, adquieren un cierto carácter individual, episódico incluso; y son abrumadoramente vencidas en las estadísticas por su vertiente benigna. En cambio, los actos que describiremos en adelante constituyen avalanchas masivas, se cuentan por millones, producen enorme repercusión social y sus efectos favorables constituyen excepcional excepción.
Como ha escrito el filósofo surcoreano Byung-Chul Han, “el respeto va unido al nombre” (al nombre, a la representación de nuestro ser). Eso entronca con la historia que abrió el contable Kushim hace más de 5 000 años al respaldar con su respetada firma las cantidades de cebada que había registrado en el almacén sumerio del que era administrador. “Anonimato y respeto”, añade Byung-Chul Han, “se excluyen entre sí. La comunicación anónima, que es fomentada por el medio digital, destruye masivamente el respeto. Es, en parte, responsable de la creciente cultura de la indiscreción y de la falta de respeto”.
El escritor y editor Basilio Baltasar ha recordado que internet y las redes sociales se presentaron en sociedad como un decisivo salto evolutivo, con un prestigio arrollador: “Nadie hubiera dicho entonces que propiciarían el hostigamiento de los individuos molestos y ejecutarían su linchamiento digital, envenenando con una insólita furia tóxica el debate”. Mientras se perpetraban esos ataques, los expertos en innovación evitaban mencionar los efectos nocivos de las nuevas tecnologías, desarrolladas en connivencia con “la mansedumbre de los intelectuales que han renunciado a su escepticismo crítico y han consentido a su manera el triunfo de la maquinaria de la enajenación”.
Mentes preclaras del periodismo, la comunicación y la empresa se fascinaron con el fenómeno sobrevenido y solamente le encontraron ventajas. Pero ya entonces existían antecedentes llamativos. Antes de que nacieran Facebook o Twitter circulaban por internet textos anónimos, amparados por lo que entonces se llamaban en España “los confidenciales digitales”, algunos de los cuales (hay excepciones) difundían informaciones sin firma y sin contraste, recogían rumores malintencionados y albergaban sin reparo comentarios insultantes. Deberíamos haber visto venir lo que se avecinaba.
Con el incremento exponencial de los habituales de las redes y de internet fue creciendo también la figura colectiva del “agresor motivado”, según la denominación del profesor Javier García González: “Los usuarios terminan por identificar la falta de norma o la ausencia de regulación coherente con la permisividad/legalidad de las conductas”, como ya sucedió con la piratería intelectual en internet, especialmente la musical.
La profesora Julia Sanmartín, de la Universidad de Valencia, cree en el mismo sentido que “el anonimato, la ocultación de la verdadera identidad y la falta de adscripción de una comunidad virtual llevan al sujeto a la agresión verbal, al flaming [’mensajes incendiarios’], a la ciberdescortesía en los continuos desacuerdos”. Resulta llamativo, añade, cómo el anonimato favorece que se escriban textos digitales con un elevado grado de violencia verbal. La identidad ficticia hace posible destruir la amabilidad comunicativa, y de ese modo “los ataques forman parte ya de una especie de estilo agresivo habitual de este género”.
El delincuente cibernético se ve cómodo en el anonimato, mucho más difícil en la vida real; porque no aprecia riesgos reales contra su modus operandi. Además, apenas transcurren segundos entre su impulso agresor, la inmediata plasmación de la bilis en un texto y su envío a los potenciales destinatarios. Por el contrario, un anónimo en papel, los insultos en un artículo o una falsa denuncia ante la policía requieren tiempo de elaboración y de maduración, así como tomarse la molestia de cursarlos o tramitarlos, siempre con posibilidad de marcha atrás a lo largo del proceso, algo que no se suele dar en los vertiginosos mensajes de las redes sociales. Algunos se borran, sí, pero cuando la ofensa ya se ha hecho y circula por mil caminos: bajar el arco no cambia la trayectoria de la flecha que acaba de lanzar.
Este panorama llevaría a deducir a un extraterrestre recién llegado que en el mundo digital rigen unas leyes y normas de comportamiento distintas de las que se cumplen en el mundo físico. Las cartas al director en los periódicos impresos tradicionales (que se reproducen también en la versión digital) se publican tras verificar los datos de quienes las envían: para empezar, hacen falta un DNI y una dirección. Sin embargo, los comentarios que se insertan al final de los artículos de esos mismos diarios en su versión electrónica carecen generalmente de comprobaciones. Dos mundos aparte.
Vamos a adentrarnos ahora, pues, en lo peor del anonimato (o de su equivalente el seudonimato opaco: el utilizado masivamente para agredir, para acosar, para abusar de alguien, para engañar a un menor de edad.
El seudonimato opaco (es decir, el modo de anonimato más general en las redes) constituye en sí mismo un embuste. Quien se expresa mediante una cuenta de nombre falso comienza por mentir acerca de su propia identidad; lo que a menudo no impide que a partir de ahí intente exigir la justicia universal.
No hay millones de anónimos ni de seudónimos en el mundo analógico, en los anonimatos de papel. Pero millones de perfiles de cualquier red se muestran con nombres inventados para la ocasión, bien se trate de seudónimos o bien de suplantaciones, o de robots movidos por programadores a sueldo de la manipulación. Son nombres fantasmagóricos que avanzan cada día en la oscuridad.
Así, los lanzadores de piedras y proyectiles quedan ocultos. Su dirección IP (Internet Protocole, la matrícula de cada ordenador) solamente la ve el prestador del servicio, nunca los demás usuarios; y, por si fuera poco, se considera un dato personal que no puede mostrarse sin consentimiento. Eso imposibilita en la práctica saber con rapidez a qué computadora corresponde un determinado perfil cuando lo pide un juez, sobre todo si la cuenta ha desaparecido por la huida del perpetrador, que la canceló o cambió. Las burocracias del mundo analógico delatan su anacronía ante la urgencia en el mundo digital, porque las cuentas delictivas se pueden abrir y cerrar en cuestión de minutos, lo que contrasta con la lenta maquinaria judicial que persigue clausurarlas cuando se comete delito. Tortugas analógicas contra liebres digitales.
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