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Escuchar las señales que vienen de Italia

El historiador francés Patrick Boucheron nos invita a estar pendientes de la implantación de la extrema derecha italiana para saber lo que puede suceder en otros países de Europa

Marine Le Pen junto a su padre Jean-Marie Le Pen en una fotografía de 2012.
Marine Le Pen junto a su padre Jean-Marie Le Pen en una fotografía de 2012.JOEL SAGET (AFP/GETTY IMAGES)

Yo no tenía ni 20 años cuando el partido de Jean-Marie Le Pen emprendió su larga escalada electoral (con el famoso 11% en las elecciones europeas de 1984); y tendré más de 60 cuando su hija parta entre los favoritos para ganar las elecciones de 2027. Toda una vida política intimidado o narcotizado o estafado —ya no sé cómo llamarlo— por la misma cantinela: “El ascenso del Frente Nacional”. No es como para estar orgulloso, la verdad. El 21 de abril de 2002, la eliminación de la izquierda en la primera vuelta de las elecciones presidenciales francesas me dejó estupefacto, como a tantos paisanos míos. Antes de recuperarme del shock, escribí un texto que acabó en la sección de Cartas al Director de Libération, enterrado entre un sinfín de jeremiadas por el estilo. Ya no lo puedo abrir en mi ordenador, que me hace saber ahora sin la menor compasión que está en un formato digital antiguo y ya no es compatible. No es una gran pérdida. Creo recordar que me agarraba entonces, como suelo hacer en los momentos de peligro, a ese pensamiento fundamental de Walter Benjamin: la verdadera catástrofe no está en el suceso inesperado, sino en que todo siga igual de mal, porque nadie encuentra el modo de evitarlo.

Aquel fue el discreto comienzo de mi brevísima carrera como articulista de opinión. Es un papel que siempre me ha resultado incómodo, reacio como soy a blandir posturas y firmas. Hasta la fecha solo he escrito uno, en 2018, para denunciar la indignidad de la política gubernamental ante la crisis migratoria. Afirmaba ya entonces que había llegado la hora de la verdad, la hora de decidir si queríamos seguir rodando por esa pendiente implacable que, en nombre de una gestión realista, nos aleja de las realidades de este país, puesto que a un poder injusto no se le puede oponer la belleza de los ideales, sino la realidad práctica: “Ese momento ha llegado; y quizá no vuelva a presentarse”, decía. El peligro de los artículos de opinión no es solo el de caer en lo pomposo; también se corre el riesgo de que los hechos, sobre todo cuando son desagradables, acaben por darle a uno la razón. Como todos los profetas de mal agüero, uno preferiría lógicamente que los hechos lo contradijeran y lo tranquilizaran.

¿Qué es lo que está sucediendo? Por ceñirnos a lo que Michel Foucault llamaba un “caso crítico” —en este caso, el de la crisis de acogida de los refugiados, producto de una instrumentalización continua, sistemática y pertinaz del racismo y la xenofobia, que solía ser prerrogativa de la extrema derecha y hoy es la base ideológica que comparte con ella la derecha del Gobierno, sin el menor remordimiento o compunción—, estamos asistiendo efectivamente a esa clase de catástrofe que tarda en consumarse y que no es un suceso inesperado sino una prolongación. Los sutiles artífices del “arco republicano” [como se conoce en Francia a la coalición de varios partidos centristas, socialdemócratas y de la derecha moderada que propuso un gobierno “republicano” o “demócrata” para hacer frente al “populismo” de la izquierda y la derecha], conscientes de que ningún partido puede aspirar a ganar unas elecciones en Francia a menos que se enfrente a la Agrupación Nacional, nos venderán una vez más el cuento de la democracia en peligro, pero lo que hacen en realidad es designar a sus sucesores eligiendo a sus adversarios. Si estos últimos llegaran al poder, podrían servirse tranquilamente de todos los instrumentos políticos, legislativos y policiales que les habrán preparado quienes fingen combatirlos. Basta con haber participado en alguna manifestación de estos últimos años para entenderlo: poco a poco, nos están habituando a ello.

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¿Significa esto que la llegada al poder de Marine Le Pen no cambiaría nada? Por supuesto que no. Todo cambiará, solo que no como esperamos. Para un historiador de la Italia medieval enfrentado a la idea común —simplona, aunque no va del todo desencaminada— de que la península itálica es un laboratorio en el que se ponen a prueba formas políticas con vistas a implantarlas luego a escala continental —Europa es, desde esta perspectiva, una especie de Italia de grandes dimensiones—, es fascinante constatar la poca atención que se presta, sobre todo en Francia, al precedente italiano. No hay el menor riesgo de contaminación, por supuesto. Igual que en febrero de 2020, cuando la violenta epidemia que se abatió sobre Bérgamo y la Lombardía no nos mereció más que un aspaviento de asombro incrédulo: ¡Pero si eso queda lejísimos, al otro lado de los Alpes! ¡Nunca llegará hasta aquí!

Y eso que contamos con precedentes de sobra para que salten las alarmas: ya en 2015, el farol que se marcó Matteo Renzi prefiguraba el de Emmanuel Macron, y la calamitosa aventura del movimiento Cinque Stelle de Beppe Grillo debería habernos prevenido contra la tentación del populismo pretendidamente de izquierdas. Por no hablar del precedente primero, matricial, el berlusconismo, que ha legado a sus continuadores una receta infalible: para provocar el colapso veloz y duradero del espíritu público, hay que empezar por la destrucción televisiva de la diversidad cultural. No hace falta invocar ninguna teoría sofisticada de predicción política para reconocer la eficacia de ese gran precursor: basta observar la influencia que ha tenido, a escala europea y sin duda mundial, en la noción misma de la experiencia política, que no deja de mostrarles a los poderosos hasta dónde pueden llegar. Y no creamos que esa estrategia, que consiste en poner a prueba de continuo los límites del adversario, solo es aplicable a los grandes tiranos de nuestro tiempo, a Vladímir Putin o a Recep Tayyip Erdoğan.

Pensemos por ejemplo en la primera de las Veinte lecciones del siglo XX que el historiador norteamericano Timothy Snyder, especialista en la historia del nazismo y el estalinismo, reunió a toda prisa en la vorágine del año 2017 bajo el título de Sobre la tiranía. No se trata aquí de contar historias del siglo XX, sino de extraer lecciones del siglo XX: aunque la historia no se repita, sí nos instruye sobre las posibilidades de la conducta humana, por poco que esa historia sea, como decía Hannah Arendt, el arte de recordar de qué son capaces los hombres en sociedad. Timothy Snyder nos pone en guardia, por ejemplo, contra lo que él llama la “obediencia anticipada”, recordando que en 1938 “la obediencia anticipada de los austriacos les abrió a los dirigentes nazis todo un espectro de posibilidades”. El historiador extrae, pues, esta lección (que yo prefiero llamar advertencia, en la lengua clásica) para nuestros días: “Por lo general, el poder del totalitarismo se consiente libremente. En épocas como esta, los individuos discurren por anticipado qué querrá un Gobierno más represivo y luego se lo ofrecen sin mediar consulta ni petición. Un ciudadano que se adapta de tal modo le está mostrando al poder hasta dónde puede llegar”.

Creo que es ahí donde nos encontramos, o puede que un poco más allá, si hemos de prestar oído a las cose d’Italia, como diría Maquiavelo, esas cosas políticas que se han ido deteriorando en la Italia de Giorgia Meloni desde finales de 2022.

Patrick Boucheron (París, 1965) es historiador. Este extracto es un adelanto editorial de El tiempo que nos queda, de Anagrama, que se publica el 28 de agosto.

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