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ÍÑIGO DOMÍNGUEZ
Columna
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Efectos de internet en la apacible vida de los marubo

La conexión de alta velocidad llegó a la vida de una tribu remota del Amazonas y dos periodistas han ido nueve meses después a ver cómo les va: se han hecho más vagos, no hablan, no trabajan y la comunidad se ha dividido

íñigo Domínguez
Un hombre de la tribu marubo en Brasil junto a una antena del satélite Starlink, el pasado 6 de abril.VICTOR MORIYAMA (New York Times/ContactoPhoto)
Íñigo Domínguez

El pueblo marubo vivía más o menos bien en el profundo Amazonas de Brasil hasta que en septiembre llegó algo nuevo: internet de alta velocidad. Elon Musk desplegó sus satélites Starlink y de un día para otro se conectaron con el mundo. Había cosas buenísimas: comunicarse con familiares lejanos, avisar de emergencias. Pero también otras más insidiosas que han ido cambiando su modo de vida. Nueve meses después, dos periodistas de The New York Times viajaron hasta allí a ver qué tal les iba (quizá ya no es una obviedad recordar que el periodismo es ir a los sitios y hablar con gente, así como que eso cuesta un dinero y por eso hay que pagar para leerlo). En fin, si se preguntan cómo les va a los marubo, según ese reportaje se han hecho más vagos, no hablan, no trabajan y la comunidad se ha dividido. Se pasan el día viendo vídeos, intercambiando chorradas, cotilleando los unos de los otros, hablando con desconocidos de Ulan Bator. Por supuesto, ha irrumpido el porno, en una cultura donde incluso besarse en público es tabú. Como para no, si es que ya de pequeño con tu primer diccionario lo primero que buscabas era sexo.

Es ley de vida, supongo, pero como hombre blanco etnocéntrico que soy, y con mi sentido de superioridad característico, me pregunto cuántas etapas van a quemar, y a qué velocidad, para volverse tan gilipollas como nosotros. Es una curiosa combinación de superioridad e inferioridad, ya ven. Lo salvaje es internet, no ellos. Se me ocurren las siguientes fases.

Dentro de un año. Circulan memes de los líderes de la comunidad, objeto de burla, igual que el chamán, del que se desenmascaran sus trucos con alucinógenos; surgen influencers que van a Rio y se hacen fotos en locales de moda con tías y tíos mazaos; apertura de gimnasios en rincones de la selva; no hay explosión de tatuajes porque ya tenían de antes, pero los de siempre se consideran cutres y triunfan los de futbolistas de iconografía céltica. Todo empieza a ser antisistema, hasta en recetas que explican todo lo que hacen mal cuando hacen sopa de mono araña. Se obsesionan con la gastronomía y cocinan cosas raras.

Dentro de dos años. Los nuevos líderes de opinión en redes ya insultan abiertamente a los jefes tradicionales; surgen teorías sobre qué es esa tontería de que en el Amazonas no se puede construir, y que el cambio climático es un invento occidental para impedir el desarrollo de todos los pueblos; mientras, la mitad de la comunidad es estafada en tramas de criptomonedas.

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Tres años. Empiezan a llegar turistas. Abre una empresa de segway, se exige un aeropuerto. Un día pasa por allí un youtuber, cuelga vídeos diciendo que es el último lugar auténtico (y que lo ha descubierto él), y se disparan las visitas. Artesanos, cazadores y campesinos locales dejan sus labores y comienzan a alquilar sus chozas porque les renta más (empiezan todos a usar así el verbo rentar). Descubren el concepto de especulación inmobiliaria. Tiarrones de toda la vida empiezan a salir del armario, se aterran los viejos del lugar y los más apegados a las tradiciones. Apoteosis de mensajes anónimos de odio contra ellos, así como contra las tribus de al lado, con bulos sobre sus depravadas costumbres. Porque además llegan atraídos por el progreso marubo, es como una invasión. Se abre paso también la idea de que el Gobierno les roba, se ensalzan las esencias identitarias marubo, superiores a las demás. En definitiva, ya están todos enfadados con todos. Ya se parece a cualquier otro sitio. The New York Times deja de ir. Un día llega Elon Musk y les vende viajes para irse a vivir a la luna. Se lo empiezan a plantear.

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Sobre la firma

Íñigo Domínguez
Es periodista en EL PAÍS desde 2015. Antes fue corresponsal en Roma para El Correo y Vocento durante casi 15 años. Es autor de Crónicas de la Mafia; su segunda parte, Paletos Salvajes; y otros dos libros de viajes y reportajes.
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