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Trabajar cansa
Columna
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La única cola que me gusta es la de votar

Todos nos creemos muy especiales, libres e individualistas, pero en realidad nos movemos en masa por raíles

Íñigo Domínguez
Cola para votar en las Elecciones catalanas del pasado 12 de mayo a las afueras de la Universidad de Barcelona.MANAURE QUINTERO (AFP/GETTY IMAGES)
Íñigo Domínguez

Yo creo que a Sigmund Freud hoy le daría algo si tuviera que formular su famosa tesis sobre el principio de placer y el principio de realidad, dado que la realidad es algo cada vez más resbaladizo. Yo soy un cuñado de libro en esto y mis conocimientos no van mucho más allá, pero era algo así: el impulso de satisfacción inmediata se contrapone al choque más reflexivo con la realidad, que obliga a posponer el placer y a buscar una forma distinta y más equilibrada de llegar a él. Ahora bien, si no chocas con la realidad, porque te la fabricas o te la fabrican a tu medida y te da la razón todo el rato creo que este esquema se va a la porra.

En este entorno tan maleable es muy curioso lo que está ocurriendo en nuestra relación con las reglas y las obligaciones. No se me vayan a la amnistía y cosas tan serias, hablo de situaciones de andar por casa. Me ha pasado bastante últimamente observar cómo leyes, normativas, protocolos se convierten en argumento irrebatible para eludir la propia responsabilidad. Ejemplo normalísimo: el otro día un conductor de autobús fue incapaz de esperar 30 segundos a un señor mayor que caminaba despacio hacia la parada porque él tenía que salir a su hora y lo demás le daba todo igual. Era cosa de verse su seguridad en que las normas le disculpaban de toda posibilidad de humanidad. Creo que el español se esconde cada vez más en las reglas y esto es algo que antes no pasaba. Para renunciar a su propia iniciativa, esto es, con un desinterés por el otro y sus problemas. Porque no son asunto suyo y además las reglas le salvan. No quiere líos. Dimite de pensar por sí mismo, o más bien, solo piensa en sí mismo.

Se combina paradójica, pero perfectamente, con ese énfasis en la libertad, en que nadie me puede impedir hacer lo que quiera. Por ejemplo, llevado al extremo, puedo llegar a pensar por qué demonios el Estado tiene que quitarme el dinero de mi nómina o mis beneficios, que es mío, que lo he ganado yo, y a saber dónde va, a pagar a vagos y sinvergüenzas. Es así como se ve a los demás, potenciales maleantes y aprovechados de los que defenderse. La idea de comunidad se diluye, más bien se refuerzan grupos de interés. Más que chocar con la realidad, chocamos unos contra otros, entre la codicia y la supervivencia. El denominador común de todo esto tan aparentemente contradictorio es la indiferencia hacia el otro. Refugiarse en las reglas cuando me permiten desinteresarme del otro, y renegar de ellas cuando me obligan a interesarme por su suerte.

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Pero luego, redondeando la paradoja, lo cierto es que te topas con un borreguismo creciente. Todos nos creemos muy especiales, libres e individualistas, pero en realidad nos movemos en masa por raíles. ¿No ven cada vez más colas en todas partes? A la gente ya no le cuesta nada hacerlas. Antes, ibas a un restaurante, veías más de tres personas esperando en la puerta y te ibas. Ahora los que llegan se unen mansamente a la fila y demuestran una paciencia sorprendente, sobre todo si tienen la convicción de que merece la pena porque es un sitio de moda o es algo que hay que hacer, que no te puedes perder. Casi obligado, vamos.

Quizá pensarán que todo esto no tiene nada que ver con las elecciones europeas, pero la urna es puro principio de realidad, donde uno decide por sí solo qué quiere para todos, tiene que pensarlo bien, y yo no tendré problema en hacer cola para votar, una de las pocas colas que me gustan.

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Sobre la firma

Íñigo Domínguez
Es periodista en EL PAÍS desde 2015. Antes fue corresponsal en Roma para El Correo y Vocento durante casi 15 años. Es autor de Crónicas de la Mafia; su segunda parte, Paletos Salvajes; y otros dos libros de viajes y reportajes.
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