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ENSAYOS DE PERSUASIÓN
Columna
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Vértigo y veneno

PSOE y PP inventan cantares de gesta: pero la pregunta es cuánto puede aguantar una economía sin visión política

La comparecencia de Pedro Sánchez desde una tienda de televisores en El Masnou, al norte de Barcelona, este 29 de abril.
La comparecencia de Pedro Sánchez desde una tienda de televisores en El Masnou, al norte de Barcelona, este 29 de abril.Albert Gea (REUTERS)
Claudi Pérez

El ritmo: lo primero es el ritmo. Un político debe pilotar a ojo para intentar hacerse con una opinión pública fluida e inasible, y para ello la nueva política se ha instalado en un estado de excepción permanente que busca captar la atención con mecanismos narrativos propios de la novela, del cine, de las series: para esa folletinización lo esencial es el ritmo, a juicio del escritor Christian Salmon. Lo segundo es evitar un tono de plaga de úlceras. Ritmo y tono son fundamentales para contar historias con hechizo en la política contemporánea; muy de vez en cuando, los más dotados se permiten incluso la tentación del vértigo. Paul Auster contaba en una novela una historia sobre el vértigo en el discurso de investidura de Kennedy, un día borrascoso de enero de 1961. Justo antes de Kennedy, el poeta Robert Frost estaba listo para hablar ante la multitud. El viento arremetió con una súbita embestida cuando llegaba al atril y le arrebató sus hojas manuscritas. Frost se rehízo y recitó de memoria, convirtiendo lo que podía haber sido un desastre en un triunfo. Ahí asoma el vértigo: Kennedy aprovechó ese arrebato para cuajar un discurso formidable. Después vendría la crisis de los misiles, Vietnam, el magnicidio. Auster lo relata con maestría: “Parecía que el mundo estaba a punto de acabarse, pero no se acabó”.

Pensaba en esa historia tras la pájara de Pedro Sánchez, esos cinco días de ejercicios espirituales rematados en un vaporoso discurso en el que apenas dijo que no dimitía y aludió a la “regeneración”, concepto de tintes noventayochistas. El presidente ha hecho del vértigo una forma de vida, pero aquí le fallan las formas. Yerra en el estilo, con un hiperliderazgo que apela a la ciudadanía sin la intermediación de las instituciones. Deja la sensación de estar en completa soledad. No hay ritmo, no hay tono: se le ha visto desgastado. No hay vértigo: no sale de este capítulo con todas las plumas, ni internamente ni en su imagen internacional.

Y aun así, Sánchez aborda un debate fundamental, sobre la calidad de la democracia. Eisenhower advertía de los riesgos del complejo militar-industrial para la democracia; el equivalente actual es ese complejo político-mediático que nos deja un rumbo de horizontes enfermos, con los grandes partidos contaminados por el discurso ultra y ese enjambre de pseudomedios que recuerda a las comadres que hacían calceta viendo caer cabezas en la guillotina. Sánchez acierta en el diagnóstico. Pero eso no basta: la política está para resolver, y ni siquiera hemos visto un esbozo de sus planes para rebajar la toxicidad.

En el otro gran discurso de la semana vimos la enésima moralina de Feijóo, metido en una espiral hiperbólica en la que España es una república bolivariana, Sánchez un autócrata y vamos de cabeza a la catástrofe. Si ese apocalipsis fuera cierto no haría falta la virulencia contra Sánchez. No hay ritmo ni tono ni vértigo: solo veneno. No hay otro partido de oposición en Europa que pisotee como el PP los intereses nacionales en Bruselas, o que bloquee una institución fundamental como el Poder Judicial. Feijóo tuvo la oportunidad de ser un líder sensato y ha traspasado todas las líneas, incumpliendo la Constitución y sumiendo a la justicia en el desprestigio. Algo de culpa tiene también el PSOE. Pero el nudo del CGPJ es responsabilidad, sobre todo, del PP.

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Contra la tentación de escribir a gritos cabe mirar a Europa. Bruselas ve con sorpresa cómo han aparecido dos Españas. Por un lado, una economía pujante que bate las expectativas, que mejora su frágil posición fiscal, que crece más que la media. Por otro, una política en combustión que ha entrado en un escenario de hostilidad gloriosamente turulato. En lugar de explorar ese relato económico luminoso y de buscar consensos, PSOE y PP se empeñan en inventar cantares de gesta: la pregunta es cuánto tiempo puede aguantar una economía sin una visión política de largo plazo. Pero siempre nos quedará Paul Auster: “Parecía que el mundo estaba a punto de acabarse, pero no se acabó”.

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Sobre la firma

Claudi Pérez
Director adjunto de EL PAÍS. Excorresponsal político y económico, exredactor jefe de política nacional, excorresponsal en Bruselas durante toda la crisis del euro y anteriormente especialista en asuntos económicos internacionales. Premio Salvador de Madariaga. Madrid, y antes Bruselas, y aún antes Barcelona.
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