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ENSAYO
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La erótica del dato conduce a la robotización de las personas

El predominio de lo cuantitativo sobre lo cualitativo uniformiza el pensamiento y convierte a los individuos singulares en prescindibles

Juan Arnau
Una persona mira aplicaciones en la pantalla de un móvil.
Una persona mira aplicaciones en la pantalla de un móvil. Jaap Arriens ( NurPhoto / Getty Images)

Los datos tienen su erótica (medio mundo vive de ellos), pero también provocan cierta ceguera. Apantallan la realidad, tanto en sentido literal como figurado. El asunto más acuciante hoy no es la contaminación ambiental, sino la contaminación mental. Los nuevos vampiros tienen rostro luminoso y caras bonitas. Sus imágenes apantallan la luz interior de cada cual (llámese como se quiera y no se confunda con el ego, codicioso y soberbio), que es aliento vital y conciencia. Sin esa luz propia somos pasto para uso y desecho de las grandes estructuras tecnológicas, que ambicionan hacerse con nuestro espacio interior. Es grave porque, según algunos sabios, ese espacio interior coincide con el universo. El nuevo colonialismo ya no desembarca henchido de fe y ambición (aunque persista el deseo de riquezas), es más sutil, nos seduce con su erótica, y vamos entregándole, con cada clic, el alma. Un alma que el algoritmo sabrá alimentar y complacer, hasta quedar ciega y apagada, a merced de quien la alimenta.

La humanización de las máquinas evoluciona a la par que la robotización de las personas. Eso dice Jordi Pigem en un reciente libro sobre la amenaza del totalitarismo cibernético. Sostiene que hay un intento deliberado, por parte de los tecnócratas, de destruir la libertad y dignidad humanas. Una amenaza que ya fue avistada por Hannah Arendt y Simone Weil. El carácter único de cada ser humano está en peligro. Vamos hacia la uniformización del pensamiento, que es el fundamento de todo proyecto totalitario. La estrategia consiste en que las personas se vuelvan superfluas y piensen de forma parecida.

Para lograrlo, como hizo Goebbels, la herramienta es la propaganda, cuyo fin es atraer adeptos o compradores. Esa propaganda (hoy en manos de Harari, un lacayo de los tecnócratas) nos dice que el mundo (nosotros incluidos) es básicamente información. Los medios de información se hacen eco del mensaje y lo diseminan por todas las esquinas del planeta. Esa es la buena nueva que tratan de hacernos tragar las grandes tecnológicas, legisladoras de la verdad, la posverdad y las fake news.

La nueva erótica y ceguera del dato es promovida por los gigantes tecnológicos, los gobiernos y las instituciones globales, que han decidido (con criterio muy dudoso) que la realidad es un vasto sistema de información. ¿De dónde procede esta superstición?

Galileo, en una obra titulada El ensayador, que cumple ahora 400 años, dice una frase que marca el inicio de la ciencia moderna y del culto al dato. “La naturaleza habla el lenguaje de las matemáticas”.

Descartes remata la apuesta asegurando que, si una ciencia quiere ser ciencia, tiene que ser matemática. Y con ese postulado se inicia la Revolución científica, que va estar dominada por la Física de Newton.

El dato no es algo neutral, sino algo “cocinado”. No es algo que está ahí fuera, sino que depende de nuestras intenciones. Esta es la conclusión a la que llegará el físico danés Niels Bohr con el principio de complementariedad: la naturaleza puede hablar muchos lenguajes, de hecho, hablará el lenguaje que le propongamos. Si le preguntamos matemáticamente, responderá con el lenguaje matemático. Si lo hacemos poéticamente, responderá con el lenguaje de la poesía. Lo mismo puede decirse del lenguaje de la química, la biología o el arte.

La naturaleza es poliédrica. Esa es su magia. Pensar que hay un lenguaje privilegiado, que nos dice lo que ella es, esa es la superstición moderna. La matematización es una opción que tomó la civilización occidental y que ahora culmina con el culto al dato. Pero para tener un dato hace falta un instrumento de medida. Para tener un instrumento hace falta una teoría. Y para tener una teoría (nueva o revolucionaria) hace falta la imaginación creativa de un genio, de un investigador brillante. El dato es el producto final de todo ese proceso, que arranca con la imaginación.

Lo verdadero

La lucha por el estatuto de lo verdadero es tan antigua como la filosofía. Pero ahora las armas ya no son el talento narrativo, la persuasión o la habilidad dialéctica, sino los robots. Los razonamientos se han transformado en toneladas de datos. Lo cuantitativo predomina sobre lo cualitativo. Los datos sepultan la creatividad, son un aserto irrebatible, de corte absolutista, que prohíbe la excepción y no deja respirar a quien no se ajusta a ellos. Fíjense ustedes que las personas menos creativas que existen, los políticos, siempre recurren a la retórica de los datos. Los datos (junto con la gestión del miedo) son el primer paso hacia la uniformización del pensamiento, para hacer que los individuos singulares se vuelvan prescindibles y esclavizables.

La luz interior, destello del origen, es nublada por la angustia, el miedo y el cálculo. La abrillantan la confianza y el amor. Los filósofos antiguos decían que el mundo se mueve gracias a la oposición de los contrarios. Por eso tiene que haber bien y mal, frío y calor, atracción y repulsión.

Sólo hay una cosa que no tiene opuesto: el amor. El amor no tiene opuesto porque el odio es convocado cuando vemos atacado lo que amamos. El odio es una creación del amor. La ira aparta obstáculos y acalla impertinentes. Jesús lo sabía bien. Cuando Montaigne, Voltaire o Nietzsche nos convencen, no lo hacen con información, sino mediante un estilo (narrativo, alegórico o metafórico), que nos inspira, que nos convierte por un momento, como lectores, en seres creativos. Por eso los amamos. De hecho, escribir bien es eso. Hacer que el lector se sienta creativo. Que pueda crear a partir del texto, desvincularse de él, incluso refutarlo. Separarse, aunque sea momentáneamente, de la tenaza lingüística. Esa distancia es el aliento de la creación, incluso de la tecnocrática.

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