Todo lo que no haré en 2024
Este año voy a preguntarme qué me gustaría dejar de hacer. Qué estoy dispuesta a hacer para cambiar. A mejor.
La llegada del nuevo año ha sido siempre para mí motivo de buenos propósitos. Celebro con toda clase de protocolo y superstición, el oro en la copa de champán, el pie izquierdo levantando en el momento de comer la última uva y las bragas rojas para atraer a la suerte. Y, tradicionalmente, al cambio de año le reto con nuevos objetivos. Así que a la to do list del día, la semana o el mes, le sumo la lista de deseos del año entero. ¿Qué harías con un año a punto de estrenar? Según mi experiencia, la pregunta es tan inútil como todas mis respuestas hasta la fecha. Por eso, para 2024, me he propuesto cambiar de estrategia. Este año voy a preguntarme qué me gustaría dejar de hacer. Qué estoy dispuesta a perder para cambiar. A mejor.
Para empezar, me he propuesto dejar de pensar que las cosas tienen solución y empezar a vivir como si no hubiera soluciones, como si la crisis fuera a ser permanente, en lo social, en lo económico, en lo personal y, por decirlo todo, con un trasfondo bélico garantizado. Dejar las soluciones a un lado para poder transformar desde lo que nos está pasando y lo que nos va a seguir pasando. No se trata de aceptar lo que nos pasa sino de entender que tenemos que transformarnos con lo que nos pasa. Nos pasamos la vida resistiendo, aguantando, soportando y controlando(nos), pero sin cambiar los mundos mentales, las estructuras de pensamiento íntimas y sociales que nos apresan. Y eso me vale tanto para Israel y Gaza como para mi lista de propósitos del año nuevo. Los cambios no son posibles si las estructuras mentales no se modifican.
Claro que nunca estamos dispuestos a perder nada. Ni los recuerdos, ni la pareja (tampoco cuando son tóxicas), ni el trabajo (ninguno), ni el tiempo, ni los amigos (tampoco los malos), ni el barrio, ni la ciudad, ni las costumbres, ni la ideología… Y así es como la estructura mental de la resistencia nos convierte, con el paso de los años, en gerentes de la realidad, de la cuenta corriente, del trabajo, de los conflictos y hasta del amor. La vida adulta me ha convertido en una gestora de la realidad en vez de creadora de realidades. Y cuanto mayores han sido mis metas, más grande también la necesidad de gestión y control. Es por eso que el cambio de año me parece un buen momento para elegir minuciosamente las pérdidas que de mí dependen. No para soportar lo que se dé por perdido sino para inventar una forma de estar en el mundo distinta a la de antes.
Estoy hablando de una pérdida activa y selectiva, de quitarme premeditadamente cosas de encima. Pequeños gestos que pudieran ser determinantes dado que los grandes propósitos no sirven para nada. Me planteo, por ejemplo, dejar de leer la prensa en el móvil. O dejar de ver las series que me recomiendan los algoritmos, dejar de llamar a mi madre para que sepa que la pienso y hacerlo solo cuando tenga ganas, dejar de intentar reflotar relaciones que naufragaron, dejar de ordenar los armarios, dejar de relacionar la salud con el deporte, dejar de utilizar la palabra sano, dejar de tener miedo, dejar de hacer listas, dejar de tener objetivos. Y, por encima de todo, dejar de pensar en el futuro. Concentrarme en el presente y, antes de pensar lo que quiero, despedir lo que no. A lo mejor así, puede empezar de verdad un año nuevo.
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