Por qué no detenemos lo que está pasando en Gaza
La paradoja entre la indignación y la inacción frente a la continua tragedia en Gaza nos hace reflexionar sobre los motivos de la banalización del mal
Tengo la impresión —o más bien la convicción— de que no estamos haciendo lo suficiente para detener lo que tiene todo el aspecto de ser una clase de genocidio. Y hablo de genocidio por seguir el hilo argumental de Yoav Gallant, ministro de Defensa israelí, que se refiere a los palestinos como “animales humanos”. Hablo de los crímenes contrastados por medios e instituciones que revelan con toda claridad sucesos que rebasan con mucho el común título de tragedia. Mientras, al mismo tiempo, los derechos de veto han convertido a Naciones Unidas en una pantomima de casi todo. Y desde mi esquina del mundo, observo lo que pasa en la franja de Gaza con más o menos ira o dolor pero sin hacer nada verdaderamente comprometido. La pregunta es: ¿Por qué no lo detenemos? ¿Por qué puedo seguir con mi vida como si nada? Me cuesta responder, pero he encontrado tres posibles razones, que comparto.
La primera es que quizá Gaza está demasiado lejos para importarnos realmente. Lo mínimo para comprometer nuestras vidas, quiero decir. Esta columna, por ejemplo. Publico aquí mismo cada semana sobre temas que miran para otro lado. Tengo muchísimos donde elegir, entiéndanme: el declive del Estado de bienestar, la inflación, la inmigración, la autodeterminación de género, la amenaza populista, el porno en internet, la IA, la Navidad, el derecho al aburrimiento que reclama Jon Fosse. Al final del día, bastante tenemos con lo nuestro, ¿no creen? Me digo que a lo mejor lo que pasa es que los observadores occidentales tenemos miedo a perder los privilegios con los que hemos contado hasta ahora y que están relacionados con nuestra calidad de vida. Me pregunto si he asumido la normalidad de que mi bienestar exija sacrificios humanos por doquier. Y que, en el fondo, ni siquiera me importe. O no lo suficiente.
La segunda razón es de orden identitario. Nuestro sistema de vida está asociado a formar parte de un conjunto de naciones que lo comparte y que lo sitúan más o menos en el Estado democrático de derecho. Israel está dentro de ese conjunto, con los matices que se quiera, pero dentro. Y a lo mejor, que uno de los nuestros cometa atrocidades nos parece distinto a que las cometa uno ajeno, como Hamás. Creo que es porque nuestra identidad política y cultural se basaba precisamente en que nosotros no hacíamos cierto tipo de cosas. Si las hacemos igual que las hacen otros, entonces la pregunta clave es quiénes somos en realidad. Y esa pregunta no hay mucha gente ni muchos Estados ni muchas sociedades dispuestas a hacérsela.
El tercer motivo tiene que ver con aquella expresión de Hannah Arendt: la banalidad del mal. Ella lo entendía, a partir del nazismo, como la manera en que el mal es una moneda corriente entre gente corriente. No se necesitan monstruos para cometer atrocidades: solo hace falta gente del montón. Gente indiferente, gente levemente inmoral. Adolf Eichmann estaba convencido de que había hecho un buen trabajo y que ese trabajo consistiera en matar en masa seres humanos solo lo consideraba un aspecto secundario o irrelevante.
Aceptar este principio es aceptar que nosotros, la gente corriente de Occidente, somos también el mal, que podríamos hacer lo que ahora mismo se está haciendo en Gaza. Lo sabemos tan íntimamente, aunque sea de forma callada, que apenas podemos pensar en actuar contra ello, en rebelarnos, en pararlo todo hasta que no se pare esta atrocidad.
Porque al final, cabe que los malos seamos nosotros. Nosotros y los nuestros.
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