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EN PORTADA
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Ha llegado el verano y no quiero hacer nada: las vacaciones son para la pereza

Los días de la pausa estival permiten poner freno a nuestra obsesión por aprovechar el tiempo. Es el momento de derrocharlo

Verano
patossa

Ha llegado el verano y no quiero trabajar. Miro a mi alrededor y veo cómo todo se tumba, cómo cae la fruta de los árboles y el sudor por la espalda, y me pregunto ansioso cuándo me llegará el turno de volverme horizontal. Ha llegado el verano y no quiero trabajar, miro a mi alrededor y veo cómo todo se vacía, las calles desiertas y las ropas holgadas, y me pregunto con desesperación cuándo voy a desaparecer yo, cuándo voy a dejar mi puesto vacante; cuándo, al fin, me voy a ir de vacaciones. Ha llegado el verano y no quiero viajar a Hawái ni a Peñíscola, porque ni tengo dinero ni quiero hacerme fotos ni ser turista: solo quiero volverme absolutamente inútil, absolutamente etéreo, absolutamente ausente, como una bolsa de plástico cuando el viento la mece. Ha llegado el verano y no quiero hacer nada, y por una vez me digo, atrevida (*) y coqueta, que está bien que así sea. Está bien que así sea, porque el verano no es una estación del año ni una estancia en la montaña. El verano es la invitación más gloriosa, la vindicación más alta de la pereza, de la pereza y todas sus dádivas.

De la pereza tenemos muchas imágenes y ninguna es buena. Los nostálgicos dicen que es un pecado, un pecado capital que se remedia con la santa virtud de la diligencia: me agota su moralismo vintage. Los feligreses del capitalismo como religión nos cuentan que es un vicio, que si no hacemos nada no vamos a conseguir nada, que con esa actitud no se puede ganar en los triatlones de la existencia: me da asco su meritocracia, su desprecio salvaje por las cosas que son libres porque no sirven. Hay otros que nos cuentan que la holgazanería es un premiecito a nuestros denuedos, que si trabajamos mucho igual podemos meter el culo en un jacuzzi o hacer chocolaterapia y darnos un masaje filipino: no soporto el privilegio de la pereza, porque mientras unos la degustan, otros curran el doble, y a mí me parece que, puesto que todos tenemos cuerpos cansados, si hay pereza habría de ser para todos. Luego vienen los ministros metafísicos del wellness, que beben y respiran veneno, y nos cuentan que está científicamente demostrado que una power nap de 20 minutos incrementa la productividad, y que optimizar nuestro sueño siguiendo las indicaciones de un smartwatch nos permitirá concentrarnos mejor en el trabajo y aprovechar más nuestras energías: perversas ratas de dos patas, han convertido el vaguerío en su contrario. Con ellos el descanso no es otra cosa que una inversión para recuperar las fuerzas de trabajo y garantizar nuestra afilada eficiencia.

Me dan mucha pereza estas imágenes de la pereza. Todas son formas de acatar el sometimiento y el control de nuestros cuerpos a través de la productividad, como si no se pudiera vivir de otra manera, como si la vida no valiera si no es trabajada. Y me parece que estas imágenes, que en el fondo son todas la misma, señalan una enorme falta de imaginación, porque no somos capaces de concebir valores de vida buena distintos de los valores capitalistas que nos atan a la silla y nos esclavizan de mil formas. Todas estas imágenes de la pereza me dan pereza porque manifiestan que no sabemos vivir sin trabajar, que vendemos nuestra vida al trabajo y a las fantasías narcisistas que nos promete. Nos comportamos en lo cotidiano como en aquella canción de Julio Iglesias, que se olvidó de vivir por querer triunfar y ser en todo el primero.

Un bañista, en el mar Báltico alemán en 1980. 
Un bañista, en el mar Báltico alemán en 1980. Voller Ernst / Siegfried Steinac

Cuando somos incapaces de la pereza, perdemos la facultad crítica de decir no y nos entregamos al gobierno productivista de nuestras vidas. No hay esclavitud más íntima que la de perder el vocabulario de la libertad, esa libertad que consiste en renunciar, en zafarse de aquello que nos abate y nos agota. Pero, por suerte, cuando todo nos aprieta, llega el verano con sus dones y alza su clamor para que nos quitemos la ropa. Llega el verano con sus dones para regalarnos la desnudez y la libertad de la pereza, y eso es lo que quiero invocar aquí y cada uno de mis días, sin fajas ni botones: mil imágenes de la pereza (paseos, siestas, abrazos; brindis, bailes y baños) que traigan formas de vivir más allá de lo útil, lo productivo y lo meritorio. Un horizonte estival en que la vida se tumbe y se emancipe al fin de sus agotadoras verticalidades.

Ante todo, entiendo que la pereza es un deseo de desobediencia, una gramática de la renuncia, una pasión del cuerpo que nos tumba y se niega a seguir las órdenes de ese empresario de nosotros mismos en que nos hemos convertido. Cuando la norma es moverse sin descanso y trabajar a todas horas, la rebeldía consiste en parar; si se nos quiere excitados, eufóricos, soñadores e ilusionados, la resistencia consiste en la placidez y la lentitud; si no dejamos de superarnos y competir a todas horas, y no tenemos amigos, sino contactos, la resistencia, que es otro nombre del amor y la pereza, no es sino la incompetencia, la gloria de quedar segundo y que no nos importe demasiado. Bastante uno tiene con lo que tiene, y este pensamiento es muy básico, pero nada me gusta más que ser una básica, que ser vulgar y mediocre y negligente: no hacer otra cosa más que amar, y reconocer que amar consiste en no hacer nada, porque desocuparme para amar me parece ya bastante. Los Zombies susurraban en los sesenta que el verano era the time of the season for loving (el momento de la estación para amar). Me parece que la pereza, sobre todo, es eso mismo: un amor promiscuo, aquello que el crítico cultural Mark Fisher llamó un deseo poscapitalista. Un deseo que no le exige ni más ni mejor a la vida, sino que le dice “¡otra vez!”, festivo y curioso como una niña en su recreo.

Duchamp decía que era un respirador, y Agnes Martin, que no era pintora, ni siquiera una mujer, sino tan solo el pomo de una puerta. La filósofa feminista Carla Lonzi le confesaba a su marido que apenas era aire, y Chantal Akerman hacía con su sueño y con su hastío películas deliciosas. Yves Klein aborrecía sus cuadros y aspiraba a volverse ingrávido con un salto al vacío disparatado y jovial, Marguerite Duras ansiaba reunir fuerzas para no hacer nada y retirarse del cine y la literatura. A principios de los noventa, el artista estadounidense-cubano Gonzalez-Torres llenó el bullicioso e insomne Nueva York de carteles publicitarios con fotos de la cama vacía que había compartido con su compañero, y la artista visual Tacita Dean ha condensado toda la exuberancia de Los Ángeles en sus nubes, plasmando en fotos de gran formato el cielo plácido y eléctrico del sur de California. En Viena, Anne Glassner organiza siestas colectivas o se tumba a dormir en medio de la calle: denuncia con sus performances que hace mucho que en la ciudad no podemos descansar ni solazarnos. Todas estas tentativas conforman un imaginario disidente de la pereza. ¿De dónde han salido estas ideas? ¿Cómo se han inventado estos deseos?

Llega el verano y me cambian las apetencias. Es verano y solo quiero que un helado se derrita en mi boca, dedicarme a lamer y que me laman toda la semana, permanecer a remojo y agarbanzarme, ser el último del barrio en despertar y tender la ropa. Llega el verano y me cambian las vocaciones, solo quiero convertirme en un cuerpo flotando entre las olas, confuso y transparente como una medusa. Solo quiero menos y todo me sobra, desprenderme de tareas y de ínfulas me parece, inmerso en el bochorno, una forma soberbia de abundancia. Y es que el verano trae con su fuego una verdad antigua, una verdad que nuestro cuerpo conoce muy bien, aunque nosotros, tan laboriosos, la olvidemos con frecuencia. La pereza señala ese momento en que, como decía el crítico literario Roland Barthes, mi cuerpo sigue sus propias ideas, porque mi cuerpo tiene ideas que yo no tengo. Y esas ideas raras e íntimas, esa verdad pretérita e inconsciente consiste en la revelación de que nuestras vidas no se rigen por un destino ni por una misión, la revelación de que nuestras vidas no tienen ni una tarea ni un cometido que las justifique. Nuestro cuerpo se hincha, pesa y cae cada verano para recordarnos que la vida carece de sentido, no tiene más justificación que ella misma celebrándose, y por eso mismo es extraña y bellísima.

Cada verano nos brinda la oportunidad de escuchar a nuestros cuerpos y acallar todo lo demás. La pereza no entiende de éxtasis ni de felicidades, le cansa la plenitud y la euforia: quiere lo anónimo, lo horizontal, lo banal. Quiere el anonadamiento de todos los proyectos, el hueco vacío de la piscina, la anchura sin propósito de la hamaca, las orillas de la playa donde borramos nuestro nombre. Los perezosos están, qué sé yo, enamorados de la vida, y en ese sentido han aprendido algo que los filósofos Deleuze y Guattari quisieron transmitirnos con su ética: a desenamorarse del poder. Los perezosos queremos solo sentirnos un cuerpo, con sus historias, sus heridas y sus gustos, un cuerpo que no es nadie cuando besa, un cuerpo que no es nadie cuando acompaña, un cuerpo que no es más que carne tocándose, que carne paciendo, que carne cayendo junto con otras carnes.

Es esta condición vulnerable que todas compartimos la que llevó al ensayista Paul Lafargue a proclamar en 1883 los Derechos de la Pereza, mil y mil veces más nobles que los tísicos Derechos del Hombre. Con ellos inau­guraba una filosofía zanguanguista, que no es humanista ni capitalista, pues se contenta con ser bañista. No quiero aprovechar el tiempo, yo quiero derrocharlo, y exijo mi derecho. No quiero cumplir mis sueños, solo quiero dormir tranquilo, y exijo mi derecho. Yo no quiero aspirar a nada, solo respirar con gusto y paciencia, como una octogenaria en su mecedora de mimbre, y exijo mi derecho a la huelga y a la holganza. Ay, yo no quiero realizarme ni superarme —estoy cansado de odiar tanto y desecharme a cada poco—. A mí me gustaría, más bien, vivir de otro modo, jubilarme y cuidar de los míos, desconectar y no ir a ninguna parte, girar y girar en torno a mis amigas, como las aspas infinitas de un ventilador. Quiero vindicar aquí que tengo derecho a todo ello, que me he vuelto bañista y le canto con Lafargue a las causas perdidas de la inoperancia.

Cuando se quedan sin madera y no pueden alimentar la caldera de la locomotora, los hermanos Marx empiezan a arrancar trozos del tren para usarlos como combustible y seguir avanzando hacia ninguna parte. Nos pasa algo parecido en nuestras rutinas miserables: cada día de la semana y hasta cada hora nos vamos consumiendo, y llegamos a los sábados y a las siestas quemados de tanto trabajar, enfurecidos y estresados, llenos de heridas y dolores de todo tipo. ¡Más madera, es la guerra!, exclamamos mientras nos arrancamos un brazo o un ojo y nos extirpamos los riñones para lanzarlos a la hoguera y llegar al deadline. El verano es el tiempo de la pereza, y la intensidad de su calor rebelde trae otro fuego, una llamarada que reduce a cenizas las razones y excusas que nos exigen progresar sin término a costa de acabar con nosotros mismos. El verano, como una revolución jubilosa, es esa palanca de freno que accionamos para detener el tren de vida neoliberal de una vez por todas, porque preferimos parar, cuidarnos y broncear nuestra espalda antes que deflagrarnos al sol capitalista del éxito. El verano nos enseña, en suma, a conciliarnos con esa insignificancia que somos. No es una estación del año ni una estancia en la montaña, sino la invención o la aventura, lentísima pero certera, del fuego de la pereza.

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