Y bla, bla, bla…
Nos sentíamos un país poco preparado, zarrapastroso. Ibáñez le quitaba importancia, ese no tomarnos en serio es algo que siempre nos ha salvado, pero que cada vez practicamos menos, creo yo


Muchos conocimos el mundo con Mortadelo, Tintín, Astérix. Evidentemente, fue con Francisco Ibáñez con quien conocimos nuestro país, lo otro era más cosmopolita. Ha sido muy imperceptible, o poco destacada, la influencia que tuvieron esos tebeos en nuestra idea de nosotros mismos. Ha tenido que morirse Ibáñez para darnos cuenta de que quizá no hay icono de España más potente, unánime, más nuestro (incomprensible para un extranjero), que Mortadelo. Con Ibáñez la relación ha sido rara: no había persona más importante para todos nosotros que lo pareciera menos. Su discreción, su falta de pretensiones, esclavizado por el trabajo toda su vida, un tipo corriente que nos miraba con indulgencia, representaba a la mayoría de gente maravillosa y sensata que hay en nuestro país.
Su universo es el de un momento histórico preciso, los años setenta. De ahí venimos, o al menos vengo yo y los de mi edad, como el rey, o el presidente del Gobierno. Nunca creí que uno de mi edad llegara tan lejos, de verdad que pasa en un momento. Las historias de Ibáñez eran una absolución de un país aún cutre y chapucero, que funcionaba mal, con delincuentes de poca monta, a medio camino entre el campo y la ciudad, con gatos persiguiendo ratones y señores con boina recién llegados del pueblo, con empalizadas en solares aún por construir. Un mundo casi galdosiano, Mortadelo y Filemón vivían en una pensión con su patrona. De lumpen, tullidos, gente sin dinero, de futuro incierto (y no hacía falta hablar de política, estaba en el ambiente). En medio de una recesión mundial, recuerdo una historia con un papel mágico, quien lo leía caía fulminado, y al final era simplemente que calculaba lo que iba a subir la gasolina a fin de año. Todo lo de ahora ya lo hemos vivido.
Teníamos complejo. Mis mayores lo tenían, yo lo heredé, creo que se ha ido diluyendo. Era la Transición y nos sentíamos un país poco preparado, zarrapastroso, con telarañas, nada moderno. Ibáñez le quitaba importancia, se lo tomaba a broma, y ese no tomarnos en serio a nosotros mismos es algo que siempre nos ha salvado, pero que cada vez practicamos menos, creo yo, tal vez porque ahora nos creemos algo. Ha conformado el humor tontorrón y gamberro, de compañero de pupitre, de muchos de nosotros. Los objetos que fuera de contexto son graciosos, una berenjena, un botijo, una plancha. El espíritu diletante, al borde del fracaso, de dos compañeros de trabajo, pero no amigos, metidos en un marrón, la vida misma.
Pero sobre todo mi recuerdo más vivo, y ahora lo veo como si fuera una especie de inteligente exorcismo, es un apocalipsis de desastres y explosiones, de individuos irascibles con estallidos de furia que todo lo resolvían con mamporros, estrangulamientos y palizas, ojos morados y chichones. Les salían bombas y culebras por la boca, ideogramas chinos de insultos intraducibles. Supongo que esta es la idea que me hice de niño de los españoles. Pero Ibáñez estaba diciendo que solo es su forma torpe de relacionarse, y que luego la vida sigue (y pelillos a la mar). Uno podía caer de un quinto piso o que le pasara un camión por encima y no pasaba nada. Al final nadie moría.
En fin, miren la campaña electoral. Toda está catarsis nacional de rencores, con persecuciones hasta el desierto del Gobi, titulares tremebundos, amenazas de hecatombe, acabará con un crepúsculo en el que solo quedarán tres palabras, que siempre he deseado poner al final de un artículo: y bla, bla, bla... Mañana comenzaremos de nuevo con lo que salga. No seamos merluzos.
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