Desprecio social y revueltas rabiosas en Francia: los peligros de las alianzas de las derechas
Los acuerdos políticos de los conservadores tradicionales con la ultraderecha dan rienda suelta a la legitimidad de la discriminación
No se puede interpretar lo que ocurre en Francia tomando solo en cuenta las reacciones de rabia generadas por el asesinato policial del menor Nahel o la marginación en los barrios de exclusión social. El contexto global que puede explicar la tragedia probablemente vaticina otras, frente a las cuales el propio Estado republicano no sabe cómo responder. El sistema de partidos políticos se ha mostrado incapaz de afrontar y resolver los problemas de integración social de capas discriminadas por su origen y pobreza. De un lado, es testigo de la punta del iceberg, es decir, el aumento exponencial de la violencia en ellas, fruto de la reproducción inexorable de sus condiciones de marginación; de otro lado, la radicalización de retóricas excluyentes por parte de fuerzas de extrema derecha, herederas de la tradición colonial francesa, que no aceptan la integración de estas generaciones de inmigrantes oriundos de las excolonias (magrebíes y subsaharianos). En este sentido, la dimensión postcolonial es central para entender a la vez el repliegue de la identidad nacional ante la diversidad multiétnica y multiconfesional del país y la estrategia de la extrema derecha que busca sistemáticamente excluir del consenso nacional a estas poblaciones marginadas.
Sin embargo, las razones sociológicas de las revueltas son claras: jóvenes de tercera y cuarta generación de los suburbios, afectados por el fracaso escolar y, a menudo, desempleados, sin porvenir y objetos de una persecución incesante por la policía. Una verdadera identidad global que les diferencia rotundamente del resto de la sociedad.
Con todo, el Estado, desde las dos últimas décadas, ha realizado grandes inversiones en esos barrios para intentar neutralizar esta marginación. Y no en balde: una mayoría importante de los jóvenes ha sabido aprovechar el “ascensor social” para integrarse como completos ciudadanos. Pero la reducción drástica de los recursos sociales de los últimos años, vinculada a la crisis económica europea y mundial, la ausencia de financiación dirigida a las urbes marginadas, y el descontrol de la seguridad en las mismas, han originado una situación objetivamente explosiva: crecimiento del sentimiento de abandono por parte de estas capas e incapacidad de las fuerzas policiales de hacer respetar el orden legal en estos barrios por falta de medios. El recrudecimiento de la violencia entre policías y jóvenes ha sustituido a una adecuada política de “policía de proximidad”, de protección, basada en el diálogo con los jóvenes, en los movimientos asociativos, en la acción de los trabajadores y educadores sociales o las familias. El Estado se ha replegado, por lo contrario, sobre una política particularmente represiva, representada por leyes, en 2017, que otorgan a la policía un poder omnímodo de uso de la violencia.
A este conjunto de factores hay que añadir un cambio decisivo en el campo político. La pérdida de cuotas de poder de la izquierda, firme defensora de políticas de inclusión social, en los municipios y regiones y la involución de sectores significativos de la derecha clásica, que se ha ido orientando a la orilla extrema con el propósito de competir o gobernar con la ultraderecha en auge. Esta ultima confluencia ha cerrado el paso a la inclusión de las categorías sociales marginadas. No hay diferencias ideológicas hoy entre el partido Los Republicanos, antaño gaullista-social y ahora populista xenófobo, y la formación neofascista de Marine Le Pen, Reagrupamiento Nacional (antiguo Frente Nacional) u otro artefacto más agresivo, “¡Reconquista!”, de Eric Zemmour. Estos partidos, presentes en centenares de municipios de ciudades importantes, articulan una doble estrategia: incentivan el rechazo culpando de todos los males —existentes o no existentes— a los barrios relegados y niegan abiertamente, a la vez, a esta parte de la ciudadanía la condición de ciudadanos franceses. El resultado es el recorte de los recursos habitualmente dedicados a la inclusión social y, como telón de fondo, el despliegue de una política de penetración ideológica centrada en la xenofobia y el racismo en las funciones de la policía. Un verdadero caldo cultivo de violencia institucional.
Como es previsible, esta suerte de alianza de la derecha y de la extrema derecha provoca daños irreparables dentro del Estado de derecho, dando rienda suelta a la legitimidad de la discriminación e incentivando conflictos dentro de la ciudadanía. Es el precio, utilizando las herramientas del sistema democrático, de la demagogia populista en la conquista y la conservación del poder. Tan alto precio no sería posible sin las alas de otro elemento nuevo: el auge de medios de información financiados por billonarios de extrema derecha, que cultivan y riegan diariamente los estigmas contra los jóvenes de los barrios excluidos, que consideran “un peligro” para la identidad nacional. Y se trata siempre de periódicos y emisoras de gran audiencia popular. Frente a este desprecio social estigmatizador, no es sorprendente que surjan reacciones violentas de las victimas, cada vez más rabiosas.
Pero tampoco es sencilla la situación en los suburbios. La rebeldía manifestada por una mayoría de jóvenes podría explicarse por los elevados índices de fracaso escolar, la política de exclusión social, la imposibilidad de salir de esas ratoneras y acceder a la riqueza visible en las grandes ciudades, el enfado frente a la presencia policial que les controla permanentemente por sus rasgos étnicos o confesionales, etc. En suma, un sentimiento de abandono por parte del Estado. Los valores de la República les parecen ajenos a su condición: el lema libertad-igualdad-fraternidad se transforma para ellos en relegación social-desigualdad-rechazo étnico. Y esta pérdida de autoridad del Estado es correlativa a la pérdida de control sobre ellos de sus propias familias. Muchos se alistan en las mezquitas y exhiben su separación del resto de la sociedad, otros, cultivan su desesperanza en la vida ociosa de los barrios abandonados y son presa fácil para las bandas de mafiosos que se aprovechan de ellos en los enfrentamientos con la policía. Es el lenguaje de los mercados de productos explosivos, morteros, petardos, etc.
Ésta es la inextricable situación en la que se encuentra hoy la Francia de los pobres. Pero no todos los factores que la pueden explicar tienen el mismo peso. Hay uno inquietante y nuevo: la alianza política electoral de la derecha tradicional con la extrema derecha que desemboca inevitablemente en la hegemonía de la ideología de extrema derecha y se traduce en exponenciales recortes de toda índole para las políticas sociales de igualdad, creando un callejón sin salida para los más necesitados. La violencia de las rebeldías, condenables incluso desde el resentimiento generado por el asesinato del joven Nahel, es también la manifestación de una suerte de nihilismo radical de esta parte de la población apolítica, que no cree en nada, y no tiene nada que perder. En cuatro días, las destrucciones provocadas por la tragedia han sido más intensas que las que se produjeron durante las tres semanas de las revueltas de las “banlieues” en 2005. Hay una correlación obvia entre la radicalización actual y la violencia retorica diaria difundida por los partidos de derecha y extrema derecha. Es una situación que se puede desgraciadamente reproducir en todos los países europeos cuando los partidos políticos prefieren, para alcanzar o mantener el poder, pisotear sus propios valores democráticos en vez de luchar firmemente contra los aprendices de brujo del odio.
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