Invitaciones del revés
Qué poca consideración despierta el esfuerzo intelectual de quien ha desarrollado un oficio de transcendencia pública


El verbo “invitar” no se extendió en el español hasta mediados del siglo XVIII, pues su espacio lo ocupaba la opción “convidar”.
“Invitar” significó al principio (cuando entró en el Diccionario, en 1803), tanto “convidar” como “incitar” (aplicable a casos como “esa situación me invitó a marcharme”). Pero en 1992 la Academia le reseñó cuatro acepciones distintas y separadas (que perviven hoy). Y que derivan a su vez de aquellos dos sentidos iniciales. En la rama de “convidar”, el Diccionario desarrolló los significados de llamar a alguien para un convite o para asistir a algún acto; así como el de ofrecer comida o bebida. En la línea de “incitar”, le adjuntó “estimular” y, ya en la cuarta acepción, “instar cortésmente a alguien para que haga algo”.
Por tanto, un amigo puede invitar a un almuerzo, una embajadora invita a una exposición, un incendio invita a salir corriendo, una piscina invita a zambullirse en verano y un empleado de seguridad invita a un borracho a salir de la discoteca. De acuerdo: todo eso coincide con el uso general. (Bueno, con el último ejemplo tengo dudas).
En las tres primeras acepciones (es decir: convidar, convocar a un acto, actuar a partir de un estímulo), el invitado obtiene algún beneficio: el café, la comida, la entrada gratuita en un lugar, huir de un peligro o adentrarse en un placer. En el tercero, el verbo “invitar” (aquí sinónimo de “instar”, equivalente de insistir, urgir, aunque sea “cortésmente”) funciona con frecuencia como ironía o eufemismo: “le invitaron a marcharse” (en vez de “le echaron”), “le invitaron a dejar la empresa” (en lugar de “le despidieron”), “le invitaron a retirarse” (para no decir que le obligaron a hacerlo).
Así, un catedrático, un artista, una jurista, un economista, una empresaria, una periodista… son invitados, por personas a quienes no conocen de nada, a inaugurar un seminario con un discurso, a pronunciar una conferencia, invitados a participar en un coloquio, invitados a escribir el capítulo de un libro colectivo, invitados a colaborar en una revista.
Pues vaya unos “invitados”, que en la mayoría de esos casos deben preparar su intervención, procurarse un hueco en la agenda, relegar otros asuntos, a veces arriesgar su imagen a cualquier vídeo malintencionado, sentir impotencia ante la reproducción ilegal de su charla, soportar las críticas por ella —fundadas o no—; y a menudo hasta pagarse los gastos.
En tan amables invitaciones se suele escribir: “La organización tal o cual desea invitarle a participar en su congreso sobre cual o tal, dentro de la conmemoración por tal o por cual y en atención a sus méritos y su prestigio por esto o por lo otro”.
Qué poca consideración despiertan el esfuerzo intelectual y la preparación de quienes han desarrollado un oficio de cierta trascendencia pública (y esto incluye desde un poeta del lugar hasta un premio princesa de Asturias). Porque las mismas personas que invitan a un cantante a que cierre un acto, a un escritor para que ponga el colofón, a un científico para una lección magistral… ni se plantearían decirle al fontanero: “Buenas tardes. ¿Es usted el fontanero? Le invito a que me arregle una tubería”. Ni osarían entrar en un restaurante diciendo: “Buenas noches. Les invito a que me den de cenar”.
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