Vuelve la ciencia ficción de Guerra Fría: marcianos y rusos optimistas
Los rusos siempre han tenido un talento sobrehumano para la resistencia y la esperanza, para preservar la verdad y la palabra como un fuego sagrado, que al final logran hacer salir a la luz
Por si esto no se parecía ya bastante a la Guerra Fría, ahora nos vienen con los marcianos. Pero qué manía tienen en Estados Unidos de pensar que, si llegan, irán justo allí. ¿No pueden contactar con un pastor de yaks de las afueras de Ulan Bator? Además, si los alienígenas van en globo, allí quizá no se lo derriben. Por cierto, toda la vida imaginando naves espaciales alucinantes ¿y ahora se presentan en zepelines? ¿desde Marte? ¿pero hace cuántos siglos tendrían que haber salido para llegar ahora? En esta absurda regresión, lo que es más de Guerra Fría es la degeneración rusa en la persecución de la palabra, tan soviética y fiel a una tradición secular. La última víctima es la periodista Marija Ponomarenko, condenada a seis años de cárcel por dar una noticia falsa. Es decir, una verdadera: el atroz bombardeo ruso del teatro de Mariupol en marzo del año pasado. Se despidió del tribunal con esta declaración: “Nos veremos en libertad. Es improbable que llegue a la libertad condicional, porque los cambios nos alcanzarán antes. Ningún régimen totalitario parece más fuerte que cuando está a punto de derrumbarse”. Dios te oiga Marija. Pero mientras tanto, a Siberia, y van más de 150 periodistas. En cambio, se supone que en Rusia quien dé la mejor noticia falsa del año (falsa de verdad) se llevará un premio. Pero es que la cultura oficial nunca tuvo interés. Eso para desconfiar de las modas en general. Aunque hoy ya nos cueste pensar en estos términos, a largo plazo, hay que recordar que la basura siempre tiene fecha de caducidad. Es una lección para nosotros: cómo me gustaría tenerlo tan claro aquí.
Los rusos siempre han tenido un talento sobrehumano para la resistencia y la esperanza, para preservar la verdad y la palabra como un fuego sagrado, que al final logran hacer salir a la luz. Durante décadas fue esencial el samizdat. Se podría traducir como autoedición y eran textos, escritos a mano o mecanografiados en copias con papel de calco, que se pasaban clandestinamente como droga dura. Literatura e información, leídas con avidez. Entraban de Occidente y salían del telón de acero, en dobles fondos, en microfilms. Así, por ejemplo, llegó a editarse en Italia en 1957 Doctor Zhivago. La escritora Nadezha Mandelshtam, viuda de Osip Mandelshtam, muerto en el gulag en 1938 y uno de los más grandes poetas rusos, se aprendió de memoria todos sus poemas, para que no se perdieran. Esperó décadas a verlos escritos, viviendo en la miseria, cambiando de ciudad constantemente, acosada por la policía secreta. Su amiga, la poeta Anna Ajmátova, también resistió como pudo, y en los sesenta pasó la llama a un grupo de jóvenes que acudían a su casa como a un santuario, entre ellos Joseph Brodski, autor grandioso, luego premio Nobel, que se exilió en 1972. En esta línea de genios, un amigo suyo, Serguéi Dovlatov, es desde luego el más gracioso. Su feroz y delicioso libro Oficio cuenta sus desventuras para publicar en la URSS y luego, también exiliado, para editar en los ochenta un periódico ruso en Nueva York, cuya redacción estaba frente al burdel La almeja alegre. Cuenta cómo en un congreso titulado El optimismo en la literatura soviética un insigne poeta ensalzó semejante concepto, y un escritor le preguntó por Lord Byron. ¿Era joven? “Sí”. ¿Era guapo? “Sí, claro”. ¿Era buen escritor? “Por supuesto, ¿pero a qué viene todo esto?”. Y su interlocutor replicó: “Fíjate, Byron era joven, guapo, rico y lleno de talento y era pesimista. Y tú que eres viejo, indigente, feo, y cerril ¡eres optimista!”.
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