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Un asunto marginal
Columna
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La elegancia

La elegante historia del espía inglés Anthony Blunt contrasta con el grosero asunto del periodista español Pablo González

Anthony Blunt en el Palacio de Hampton Court (Reino Unido), en 1975.
Anthony Blunt en el Palacio de Hampton Court (Reino Unido), en 1975.Chris Ware (Getty Images)
Enric González

Con las novelas de John le Carré aprendimos sobre la soledad y la angustia que acompañan al oficio de espía. Cada día una traición, una duda moral, un riesgo. Ni el propio Le Carré habría sido capaz, sin embargo, de inventar una historia como la de Anthony Blunt. Sólo la reina Isabel II podría revelar los detalles de su larga convivencia con aquel agente doble, y no lo hará. Uno de tantos secretos que se llevará a la tumba.

Blunt estudió matemáticas, idiomas e historia del arte en Cambridge y en 1940 ingresó en el ­MI-5, el servicio británico de espionaje. Para entonces llevaba varios años trabajando para el espionaje soviético, como informador y reclutador de agentes. Hasta ahí, todo relativamente normal. Doble juego. Cosas de la Guerra Fría.

En 1945 se le ofreció el puesto de supervisor de la colección de arte del rey Jorge VI. Con el empleo llegó un encargo altamente confidencial: debía viajar a Alemania, recuperar a toda costa las cartas potencialmente comprometedoras entre la reina Victoria y su hija, madre del káiser Guillermo II de Alemania, destruir cualquier documento que evidenciara la relación entre Eduardo VIII (duque de Windsor tras su abdicación) y las autoridades nazis, y hacerse con unas cuantas obras de arte que la familia real británica consideraba suyas pero no podía reclamar legalmente. Blunt cumplió la misión.

Lo más interesante comienza el 23 de abril de 1964, cuando el MI-5 logra que Blunt confiese que trabaja para los soviéticos. El espionaje británico le garantiza la inmunidad y le exige que mantenga su actividad habitual (lo que incluye seguir pasando alguna información a Moscú) para que los soviéticos no sepan que Londres sabe.

Isabel II es informada de inmediato. No lo es, por razones desconocidas, el primer ministro, Alec Douglas-Home, amigo personal de la reina. Isabel II calla. No dice nada ni a su marido ni a su madre, prima lejana y amiguísima de Blunt, con quien comparte palco en la ópera. Blunt, por su parte, sabe que la reina sabe. Ambos guardan el secreto durante 15 años. El espía acude diariamente a su oficina en el palacio de Buckingham. Isabel II despacha con él. Dos seres de sangre fría cumplen su extraño deber, jornada a jornada, año tras año, con extrema elegancia, hasta que en 1979 Margaret Thatcher revela la verdad ante el Parlamento.

Como un caballero, Anthony Blunt convoca de inmediato una conferencia de prensa. El escritor John Banville, que contará la historia (cambiando los nombres) en su novela El intocable, queda impresionado por la sonrisa con que el espía atiende a los periodistas: ¿qué puede temer un agente doble de ese puñado de pardillos?

Toda esta elegancia contrasta con el grosero asunto del periodista español Pablo González, detenido e incomunicado en Polonia desde hace tres meses bajo la acusación de espiar para los rusos. Las autoridades polacas han decidido prolongar tres meses más la incomunicación. Ignoro si Pablo González ha espiado (no sería el primer periodista en hacerlo, la frontera entre ambos oficios es borrosa a veces) o es inocente; pero me parece evidente que en la Unión Europea no deberían darse situaciones propias de Guantánamo.

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