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UN ASUNTO MARGINAL
Columna
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Israel y el absceso invisible

Si uno fuera capaz de mirar a ese país sin ver su absceso monstruoso, vería un lugar casi admirable. Pero eso no es posible

Miembros de la prensa protestan en Nablús, Cisjordania, por el asesinato de la periodista de la cadena Al-Jazeera Shireen Abu Akleh por soldados israelís. La imagen es del pasado 11 de mayo.
Miembros de la prensa protestan en Nablús, Cisjordania, por el asesinato de la periodista de la cadena Al-Jazeera Shireen Abu Akleh por soldados israelís. La imagen es del pasado 11 de mayo.Nedal Eshtayah (Anadolu Agency via Getty Images)
Enric González

Imaginemos un país rodeado de enemigos en un continente violento. Ese país es un fiel aliado de Occidente, es decir, de Estados Unidos. De hecho, sus dirigentes se sienten europeos. Hablamos de un país mucho más rico que sus vecinos, más ordenado, más limpio. Su sistema político es una democracia parlamentaria con un poder judicial independiente. Ese país se siente tan amenazado que, por si acaso, dispone de un arsenal atómico. Pero jamás flaquea, porque se sabe bendecido por un destino especial: como afirma su presidente, su cultura, su religión y su lengua permanecerán mientras exista la civilización.

Esta última frase corresponde a Pieter Willem Botha, primer ministro (1978-1984) y presidente (1984-1989) de Sudáfrica. El país del apartheid. Botha tenía las ideas muy claras. Según él, apartheid significaba “buena vecindad”. Una buena vecindad relativa, porque también decía esto: “Soy uno de esos que creen que no hay un hogar permanente para siquiera una parte de los bantúes en el área blanca de Sudáfrica y que el destino de Sudáfrica depende de ese punto esencial. Si se acepta el principio de que los negros puedan residir en el área de los blancos, estamos ante el principio del fin de la civilización como la conocemos en este país”.

Sudáfrica demostraba su buena voluntad hacia la población negra asentándola en unos territorios semiautónomos donde podían hacer lo que quisieran, salvo molestar a la minoría blanca. Esos territorios se llamaban bantustanes.

Hay quienes creen que Israel se ha convertido en algo muy parecido a la antigua Sudáfrica del apartheid racista. Pero existe una gran diferencia. Israel no ha creado los bantustanes en su propio país, sino en otro que mantiene bajo ocupación militar desde hace medio siglo. Mientras Israel coloniza el país ocupado, con localidades comunicadas entre sí por carreteras exclusivas para judíos, los bantustanes palestinos se hacen más estrechos e invivibles. Uno de ellos, Gaza, puede ser calificado de campo de concentración, el mayor de todos los tiempos.

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Los sucesivos gobiernos israelíes se sienten legitimados para hacer estas cosas porque el país que ocuparon, en realidad, nunca existió (como dice Vladímir Putin de Ucrania) y la población ocupada debería, por tanto, irse a otro sitio.

Viví varios años en Israel y viví bien. Asistí al continuo crecimiento del nacionalismo religioso ansioso por colonizar Cisjordania, un lugar que, dicen, les regaló Dios personalmente; asistí a las frecuentes palizas y humillaciones de los jóvenes colonos a los palestinos; asistí también al trabajo ingente de las asociaciones israelíes opuestas a la colonización y al apartheid, un trabajo que sólo es posible por el hecho de que Israel es una auténtica democracia (para los ciudadanos israelíes, entre los que se cuentan numerosos palestinos). Y asistí a los actos de terrorismo cometidos por palestinos, seguidos indefectiblemente por represalias militares.

Si uno fuera capaz de mirar Israel sin ver su absceso monstruoso (la ocupación, el apartheid, la injusticia flagrante), vería un país casi admirable. Pero eso no es posible. El absceso está ahí.

Esta semana ha sido asesinada la reportera palestino-estadounidense Shireen Abu Akleh. Aunque el suceso ha ocupado algunos titulares porque era una periodista muy conocida, no es más que una muerte entre otras muchas. Nada cambiará. Seguiremos simulando que el absceso, tan evidente, es invisible.


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