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Un asunto marginal
Columna
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Patologías imperiales

Europa sobrevive gracias al terror nuclear y la destrucción mutua asegurada en caso de guerra entre Rusia y EE UU

El presidente ruso Vladímir Putin este 22 de febrero desde el Kremlin.
El presidente ruso Vladímir Putin este 22 de febrero desde el Kremlin.Mikhail Klimentyev (Mikhail Klimentyev/TASS)
Enric González

Paul Kriwaczek, historiador y divulgador en la BBC, decía en su clásica obra sobre las primeras potencias militares y culturales de la antigüedad (Babilonia: Mesopotamia, la mitad de la historia humana) que los imperios son como las estafas piramidales, negocios en los que el primer inversor cobra gracias a lo que aporta el segundo y así sucesivamente. Eso significa que un imperio necesita crecer continuamente (absorber nuevos clientes) para financiar su propia fuerza imperial.

La expansión no siempre implica una conquista convencional de territorio. Lo esencial es la clientela. Amenazado por el imperio americano, el imperio soviético optó por mantener en orden sus posesiones mediante gobiernos dependientes o “títeres”; ocasionalmente, ello requería invasiones como las de Hungría (1956), Checoslovaquia (1968) o Afganistán (1980), siempre solicitadas por el gobierno “títere” en cuestión. Entretanto, el imperio americano fomentaba la subversión en territorio del imperio enemigo.

De forma simétrica, el imperio americano, bajo amenaza de los soviéticos, sufrió también la subversión interna y recurrió igualmente a los gobiernos “títeres”. Creó incluso una universidad de la tortura, la Escuela de las Américas, y un mecanismo transnacional de extermino, la Operación Cóndor, para que los militares “títeres” en su “patio trasero” latinoamericano defendieran con mayor eficacia los intereses imperiales.

A eso se le llamó Guerra Fría. Los dos mayores imperios disponían de armas nucleares y no podían enfrentarse de forma directa por el riesgo de destrucción mutua (y del resto del planeta, en el peor de los casos). Pero la patología expansiva de los imperios se manifiesta bajo cualquier circunstancia. La invasión de Irak en 2003 fue una auténtica guerra de capricho, justificada con amenazas inexistentes. Las dos guerras de Chechenia (1994-1996, 1999-2009) exhibieron una de las patologías clásicas de los imperios decadentes: les resulta intolerable que una parte del territorio imperial se maneje por su cuenta.

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(Nota: el enemigo de un imperio siempre es terrorista).

Cuando está naciendo, un imperio padece patologías menos pronunciadas: puede ganar vasallos por vía comercial. Fue el caso de Estados Unidos y lo es ahora de China, que probablemente sólo llegará a la madurez cuando se coma Taiwán de un bocado. Lo hará algún día, porque de no hacerlo se quedaría en imperio de chichinabo.

El imperio soviético (Rusia vestida de rojo) cayó en 1989. Rusia podía asumir su decadencia o comportarse de forma imperial. Vladímir Putin ha optado por lo segundo. Seguramente imagina (y seguramente tiene razón) que, si la brutal conquista de Ucrania concluye con éxito, para los rusos pasará a la historia como el reconstructor del orgullo imperial. El orgullo y la arrogancia constituyen dos rasgos esenciales de la patología.

Los “imperializados” muestran también un rasgo interesante: no suelen ser conscientes de su condición y, si lo son, creen pertenecer al “imperio del bien”. ¿Quién se acuerda de Irak? ¿Quién de Chechenia? Pertenecer a un imperio suele ser cómodo. Salvo cuando se vive en territorio fronterizo. Como Ucrania. O como Europa, inmensamente frágil pese a las bombas nucleares de Francia y Reino Unido. La Unión Europea sobrevive gracias al terror nuclear y la destrucción mutua asegurada en caso de guerra entre Rusia y Estados Unidos. Es un hecho incómodo.

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