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Un asunto marginal
Columna
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La miopía

Damos por supuesto que cuando llegue el desastre ya no estaremos y si, caramba, resulta que aún estamos, alguien hará algo

Enric González
La vida cotidiana en un vertedero de Accra (Ghana), en junio de 2017.
La vida cotidiana en un vertedero de Accra (Ghana), en junio de 2017.Maniglia Romano (LightRocket via Getty Images)

Nos hemos habituado a la fe en el progreso lineal; con sus altibajos, con su frustrante gradualidad, pero inexorable. Y vivimos bajo la convicción de que si las cosas van bien en casa, estamos más o menos a salvo. Con muchos de nuestros problemas hacemos lo mismo que con la basura doméstica: los sacamos fuera y alguien se encargará de ellos. Es el caso de los residuos nucleares, las industrias más contaminantes, la minería en condiciones atroces o los grandes vertederos de chatarra tóxica. Sabemos cómo funciona la cosa, pero preferimos no darle muchas vueltas.

De vez en cuando ocurre algo que interrumpe nuestra confortable miopía. La pandemia, por ejemplo, que en los países ricos empieza a conjugarse en pasado y sin embargo dará probablemente otros apuros. Miles de millones de personas no han visto una vacuna ni de lejos y siguen incubándose nuevas variantes. Sabemos ya, en cualquier caso, que la humanidad sobrevivirá al coronavirus (el horror de tantas muertes solitarias resulta soportable en términos estadísticos) y que, pese a ciertos ramalazos de estupidez, la ciencia funciona y la especie en general, casos particulares aparte, no ha perdido el instinto de supervivencia.

También queda el hecho evidente de que mientras nos ocupamos con ardor de las cosas domésticas, las más cercanas, las que componen nuestra realidad subjetiva (hiperventilamos porque se rompe España, o porque un campanario podría transformarse en minarete, o porque no se prohíben los toros), preferimos no mirar el alambre sobre el que camina la sociedad planetaria.

Yo no siento ninguna simpatía por el coronavirus. Pero entiendo que la naturaleza procure defenderse de alguna forma frente a un animal tan agresivo y destructor como el humano. No valen los argumentos acerca de nuestra paulatina toma de conciencia, ese embutido de señales positivas según el cual los ríos europeos están cada día más limpios, los bosques europeos cada día más poblados y los coches eléctricos (recuerden cómo se genera la electricidad y a qué precio) son cada día más abundantes. La selva amazónica, que contribuye sustancialmente a la respiración humana, se empequeñece minuto a minuto. Y eso es mucho más importante que los patos del Manzanares, aunque esos patos desempeñen la grata función de inducirnos a pensar que vivimos en un mundo que progresa adecuadamente.

No soy un experto en climatología (ni en nada, de hecho) y mantengo algunas reservas ante determinadas informaciones. Recuerdo que hace unos años circulaba un espanto considerable respecto al agujero de la capa de ozono y ahora apenas se habla de ello. Pero la comunidad científica, la misma que nos ha procurado las vacunas contra el virus (e internet, y los analgésicos, y el peñazo de las redes sociales: hay de todo en la ciencia), muestra algo parecido a la unanimidad cuando predice fenómenos que pondrán en peligro nuestra actual existencia. Y los predice para pasado mañana, no para el siglo XXV.

Uno de los talentos de la especie humana se basa en la miopía voluntaria de la que hablábamos antes. Damos por supuesto que cuando llegue el desastre ya no estaremos y si, caramba, resulta que aún estamos, alguien hará algo. Entretanto, vivimos e incluso conseguimos a ratos ser felices. Bien mirado, tenemos mucho mérito.

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