Aztecas, bárbaros y poetas: respuesta a Díaz Ayuso y Casado
Líderes de la derecha hablan de la barbarie de los indios precolombinos, olvidando otras riquezas de estas sociedades y las brutalidades europeas
En 1490, el poeta-filósofo Tecayehuatzin, demasiado impaciente como para esperar a ser civilizado, invitó a 13 sabios a su palacio de Huexotzinco, en lo que hoy llamamos México, con el objetivo de conversar acerca del significado de la poesía. Las cosas que allí se dijeron (y que cualquiera puede leer en la traducción que Miguel León Portilla hizo de aquel Diálogo de la poesía) bastan para hacerse una idea del estado de profunda barbarie en el que, según la documentada opinión de Isabel Díaz Ayuso, Toni Cantó y Pablo Casado, aquellas pobres gentes vivían.
Para Ayocuan, la poesía es un don de los dioses que nos permite dejar la huella de nuestro recuerdo sobre la tierra. Para Aquiauhtzin, es la vía simbólica mediante la cual el dios de la Inmediata Vecindad (la divinidad única y abstracta que empezaba a eclipsar el abigarrado panteón nahua) se hace presente en el mundo. Menos optimista, Cuauhtencoztli dice que no hay nada claro en esta vida, de modo que es razonable dudar de que la poesía pueda expresar algún tipo de verdad. Cercano al nihilismo, Xayacámach comparará la poesía con los hongos alucinógenos, pues embriaga los corazones con visiones evanescentes que acaban dejando al hombre aún más triste y cansado. Finalmente, su anfitrión, Tecayehuatzin, cerrará aquel banquete afirmando que su corazón sigue abierto a la duda; si bien piensa seguir gozando de la amistad que ha forjado con ellos gracias a su amor compartido por la poesía, a la que llama con felicidad “el sueño de la palabra”. Todo lo cual, como diría Montaigne en De los caníbales, en nada se asemeja a la barbarie; lo que hay es que estas gentes no se visten como nosotros, o que nosotros las vestimos con el traje del emperador de nuestra ignorancia.
Debo añadir, pues no quiero que parezca que hablo de un diamante en el barro, que, en la ciudad de Texcoco, el rey poeta Nezahualcóyotl, conocido como el Pericles americano, construyó bibliotecas, museos, zoológicos y avenidas. Que los pueblos nahua se referían a una época clásica desaparecida, en la que habían florecido las culturas teotihuacana y tolteca, que equivaldrían respectivamente a nuestros griegos y a nuestros romanos. Que el dios Quetzalcóatl no era un dragón de PortAventura, sino que sus plumas eran el símbolo de los valores espirituales, que se hallaban en inestable tensión con la serpiente, símbolo de los valores materiales. Que su lengua procedía por síntesis de palabras opuestas, como sucede con el término in ixtli, in yóllotl, esto es, rostro-corazón, que designaría la identidad personal, entendida como un compuesto de ingredientes estáticos o heredados (lengua, nombre, género, rango), simbolizados por el rostro, y de ingredientes dinámicos o recreados (proyecto existencial), simbolizados por el corazón, que se caracterizaría, a su vez, por un movimiento de búsqueda, que debía ser definido mediante la poesía, si no se quería vagar engañado o sin rumbo, esto es, ahuicpa. Y que estas y muchas otras expresiones de barbarie y salvajismo caníbal no sólo se daban entre los nahuas del valle de México, sino también entre los mayas, los incas, los guaraníes, los chibchas y otras tantas culturas que ni supimos ni sabemos descubrir.
Lejos de mí la tentación de idealizar aquellas sociedades. Nada de utopía arcaica. Eran tan malas y tan buenas como las nuestras. ¿Que realizaban sacrificios humanos? No hay duda. Aunque me cuesta decidir si es más bárbaro que te arranquen el corazón drogado sobre lo alto de una pirámide o que te quemen vivo en un auto de fe después de haberte torturado durante semanas. ¿Que los aztecas y los incas eran pueblos que apenas llevaban 80 años en el poder y se dedicaban a tiranizar a otros pueblos? Por supuesto. Y también en Europa los pueblos más poderosos tiranizaban a los más débiles, cosa que seguirían haciendo con todos los demás pueblos del mundo, incluidos los aztecas, y aquellos a los que los aztecas tiranizaban. ¿Que eran sociedades clasistas en las que una minoría de la población explotaba al resto gracias a discursos religiosos o nacionalistas? Pero, ¿dónde se ha visto tal cosa? Si todo el mundo sabe que, en Europa, hace ya siglos que nadie es explotado o engañado.
La condición humana es más o menos la misma en todas partes. No existe ninguna época o lugar en los que el ser humano se comporte de una forma esencialmente diferente. Lo cual también incluye episodios de violencia salvaje y temporadas enteras de explotación caníbal. Porque en todas partes somos, como diría Nicanor Parra, un embutido de ángel y de bestia. Pienso en una novela como Civilizaciones, en la que Laurent Binet se figura qué hubiese sucedido si los incas y los aztecas hubiesen conquistado Europa. Su conclusión verosímil es que hubiesen hecho más o menos lo mismo que algunos españoles en Sudamérica, algunos ingleses en Norteamérica, algunos belgas en el Congo y algunos americanos en sus propios territorios, ya independientes, donde siguieron marginando y exterminando a esos mismos indígenas por los que ahora lloran. ¿O acaso las guerras del desierto del argentino Domingo Faustino Sarmiento o la guerra de castas del mexicano Porfirio Díaz fueron organizadas por Hernán Cortés? Como dijo Pítaco de Mitilene hace 2.600 años: “¿Queréis saber cómo es un hombre? Revestidle de un gran poder.”
¿Quiere decir eso que todas las sociedades valen lo mismo? Para nada. Valen más aquellas que logran precisamente repartir mejor el poder, mediante la educación, la redistribución de la riqueza y el cuidado del tejido político, pues es la única manera de evitar que se desaten las peores posibilidades de esa condición humana universal que todos compartimos.
Pero esa no es la idea de civilización que Isabel Díaz Ayuso, Toni Cantó y Pablo Casado parecen manejar, ya sea por ignorancia, ya sea por interés, pues les resulta ciertamente más rentable, desde un punto de vista político, acariciar el ego herido del nacionalismo español (tan herido, por cierto, como el de cualquier otro nacionalismo, con o sin Estado) asegurándole que llevó a América la civilización (¿de Montaigne?) y el cristianismo (¿de Jesucristo?).
Me perdonarán unos y otros que no sepa si es necesario pedir o no perdón. Si, como dice Hannah Arendt, pedir perdón es el único modo de que nos abramos al futuro, yo, ahora mismo, descendiente de aquellas gentes que nunca pisaron aquella América, hinco en el suelo la rodilla y juro no volver a hacer lo que no hice. Aunque creo que sería más provechoso que nos interesásemos genuinamente por todas aquellas culturas, ya que las destruimos una y otra vez cada día que pasa sin que las estudiemos. También puede ser que no sea necesario pedir perdón porque, como diría Pablo Neruda, “nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos”. Lo que no impide que debamos seguir luchando por deshacer toda herencia colonial y resistir a toda tentación poscolonial. Pero lo que sí tengo claro es que este tipo de discusiones no debería ocultar el verdadero debate entre la antropofagia neoliberal de la ignorancia, la injusticia y la explotación y la civilización amenazada de la educación, la igualdad y la lucha social. Aquí, y en todas partes. Todo lo demás es, como diría el salvaje de Nezahualcóyotl, vagar por la vida ahuicpa, esto es, sin rumbo, o con el rumbo que más les conviene a los bárbaros de toda la vida.
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