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Protejamos nuestros datos. No olvidemos cómo los usaban los nazis

El Tercer Reich utilizó información aportada por los ciudadanos para sentenciarlos a muerte. ‘Ideas’ adelanta un extracto de ‘Privacidad es poder’, de la investigadora hispanomexicana Carissa Véliz

Carissa Véliz
Varias personas perforan tarjetas con información recopilada por el censo con máquinas de Hollerith, en Londres, en junio de 1932.
Varias personas perforan tarjetas con información recopilada por el censo con máquinas de Hollerith, en Londres, en junio de 1932.Fox Photos (Getty Images)

Los datos personales se les puede dar, se les da y se les seguirá dando un mal uso. Y algunos de los usos abusivos de los datos personales son más mortíferos que el amianto.

Uno de los ejemplos más letales de abuso de los datos fue el del régimen nazi durante la Segunda Guerra Mundial. Cuando los nazis invadían un país, enseguida se apoderaban de los registros locales como primer paso para controlar a la población y, en particular, para localizar a los judíos. Había mucha variación entre países, tanto en lo referente al tipo de registros que llevaba cada uno como a la reacción que mostraban ante aquella sed nazi de datos. La comparación más extrema es la que ofrecen Países Bajos y Francia.

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Jacobus Lambertus Lentz no era nazi, pero hizo más por el régimen nacionalsocialista alemán que la mayoría de los más fervientes antisemitas. Era el inspector de registros de población holandés y su debilidad eran las estadísticas demográficas. Su lema era “Registrar es servir”. En marzo de 1940, dos meses antes de la invasión nazi, propuso al Gobierno de su país la instauración de un sistema de identificación personal que obligara a todos los ciudadanos a llevar un carnet de identidad. La tarjeta utilizaba tintas traslúcidas que desaparecían a la luz de una lámpara de cuarzo, así como un papel con marca de agua, todo con el propósito de dificultar su falsificación. El Gobierno rechazó su propuesta con el argumento de que un sistema así sería contrario a las tradiciones democráticas holandesas, pues equivaldría a tratar a las personas comunes como si fueran delincuentes. Lentz se llevó una gran desilusión. Unos meses más tarde, volvió a proponer la misma medida, aunque, esta vez, a la Kriminalpolizei del Reich. Las fuerzas de ocupación estuvieron encantadas de ponerla en práctica.

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Todos los holandeses adultos pasaron a tener la obligación de llevar un carnet de identidad. En las tarjetas que llevaban los judíos se estampaba una J: una sentencia de muerte en sus bolsillos.

Además de los carnets, Lentz empleó máquinas Hollerith —aparatos tabuladores vendidos por IBM que se valían de tarjetas perforadas para grabar y procesar datos— para ampliar la información registrada sobre la población. En 1941 se emitió un decreto que obligaba a todos los judíos a inscribirse en su oficina local del censo. Durante décadas, los holandeses habían recopilado ingenuamente datos sobre la religión y otros detalles personales de sus ciudadanos con la idea de crear un sistema que pudiera hacer un seguimiento de cada individuo “desde la cuna hasta la tumba”. Lentz y su equipo de colaboradores usaron las máquinas Hollerith y toda la información de la que disponían para facilitar a los nazis el seguimiento de personas.

En Francia, a diferencia de lo que ocurría en Países Bajos, los censos no recababan información sobre religión por razones de privacidad. El último censo que había recopilado datos de esa clase databa de 1872. Henri Bunle, jefe de la oficina de Estadística General francesa, dejó claro a la Comisión General sobre Asuntos Judíos en 1941 que Francia desconocía cuántos judíos tenía y, más aún, dónde vivían. Además, Francia carecía de la amplia infraestructura de tarjetas perforadas de la que disponía Países Bajos, lo que dificultaba la recopilación de nuevos datos. Si los nazis querían que la Policía llevara un registro de la población, esta tendría que hacerlo manualmente, con formularios de papel y fichas de cartulina.

Sin las tabuladoras Hollerith no había forma de clasificar y computar la información que se recopilaba sobre los ciudadanos. Los nazis estaban desesperados. René Carmille, que, además de auditor general del ejército francés, era un entusiasta de las tarjetas perforadas y poseía varias máquinas tabuladoras (incluidas algunas Hollerith), se ofreció como voluntario para poner orden en aquel caos y entregar a los judíos de Francia a sus verdugos.

Carmille desarrolló un número nacional de identificación personal que funcionaba como un código de barras descriptivo de cada individuo; fue el precursor del actual número de seguridad social francés. Se asignaron diferentes números para representar características personales como la profesión. Carmille también preparó el censo de 1941 para todos los ciudadanos franceses de entre 14 y 65 años. En la pregunta 11ª se pedía a los judíos que se identificaran a través de sus abuelos paternos y maternos y de la religión que profesaban.

Pasaron los meses y las listas de judíos que los nazis esperaban que Carmille les facilitara no llegaban. Los nazis se impacientaban. Comenzaron a practicar redadas contra judíos en París, pero, sin las tabulaciones de Carmille, dependían de que los judíos se entregaran ellos mismos o fueran delatados por vecinos. Transcurrieron más meses y las listas siguieron sin llegar.

Los nazis no lo sabían, pero René Carmille nunca había tenido intención alguna de traicionar a sus conciudadanos. Era uno de los más altos cargos de la Resistencia francesa. Su operación generó unas 20.000 identidades falsas, usó sus tabuladoras para identificar a personas que estaban dispuestas a combatir contra los nazis. Las respuestas a la pregunta número 11 sobre si los encuestados eran judíos jamás se tabularon. Los agujeros correspondientes nunca llegaron a perforarse y esos datos se perdieron para siempre. Hasta la fecha, se han descubierto más de 100.000 de aquellas tarjetas perforadas adulteradas; tarjetas que no llegaron a entregarse a los nazis. Cientos de miles de personas fueron salvadas por una sola persona que decidió no recopilar sus datos, sus datos tóxicos.

Parece razonable suponer que Carmille sabía que terminarían por descubrirle si no entregaba los datos que había prometido. Las SS lo arrestaron en 1944. Lo torturaron durante dos días y luego lo enviaron a Dachau, donde murió de extenuación en 1945.

La recopilación de datos puede matar. Los holandeses sufrieron la mayor tasa de mortalidad de habitantes judíos en la Europa ocupada: un 73%. De una población estimada de 140.000 judíos holandeses, más de 107.000 fueron deportados, y 102.000 de ellos fueron asesinados. La tasa de mortalidad de los judíos en Francia fue del 25%. De una población estimada de entre 300.000 y 350.000, 85.000 fueron deportados y a 82.000 de estos los mataron. (…)

El mejor indicador de que algo ocurrirá en el futuro es que haya ocurrido en el pasado. Estas historias no son de una galaxia lejana de un universo de ficción. Son historias reales de las que debemos aprender para no repetir los mortíferos errores del pasado.

Imagina un régimen autoritario contemporáneo apropiándose de todos tus datos personales. Los déspotas del pasado disponían de retazos de información en comparación con los miles de datos a los que se puede acceder hoy sobre cualquier persona en el mundo con solo unos clics. Un gobierno autoritario podría conocer todos nuestros puntos débiles sin necesidad de poner mucho empeño en ello. Si pudiera predecir todos nuestros movimientos, podría ser el comienzo de un régimen invencible. Para que te hagas una idea de lo peligrosos que son los datos personales, imagínate un régimen como el nazi, pero en la actualidad, con acceso a datos en tiempo real sobre tu ubicación, tu perfil facial, tu forma de andar, tu frecuencia cardiaca, tus ideas políticas, tu afiliación religiosa y muchas cosas más.

Carissa Véliz es filósofa y es profesora en el nuevo Instituto de Ética e Inteligencia Artificial de la Universidad de Oxford. Este extracto es un adelanto de su libro ‘Privacidad es poder. Datos, vigilancia y libertad en la era digital’, de la editorial Debate. Se publica este 16 de septiembre.

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Carissa Véliz
Doctora en filosofía por la Universidad de Oxford, es profesora en el Instituto de Ética e Inteligencia Artificial e investigadora en Hertford College en esa misma universidad. Es autora de 'Privacidad es poder. Datos, vigilancia y libertad en la era digital' (Debate).

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