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ideas
Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

Google, siniestro pedagogo

Introduciendo sus herramientas educativas, Google, Microsoft y otros gigantes tecnológicos quieren demostrar que la educación en línea es mejor que la presencial. Y lucrarse, de paso, con el cambio

Estudiantes usando Google Chromebooks en clase.
Estudiantes usando Google Chromebooks en clase.Marmaduke St. John / Alamy/Cordon Press (Alamy Stock Photo)

En aquella hacha de sílex que talló el homo faber, ya estaba contenido el ­iPhone. Hoy vivimos rodeados de máquinas y tecnocacharritos. Las máquinas ya no solo son una consecuencia del viejo anhelo humano de igualar en poder a los dioses, sino el resultado de un profundo vacío interior que se disfraza de progreso, de un progreso que quizá sea síntoma de delirio.

Deliró Marinetti, el escritor italiano, cuando, en 1909, publicó el primer Manifiesto futurista. El futurismo, muy ligado al fascismo, no disimuló su vocación ecuménica, totalizadora, universal. La nueva religión de las máquinas venía a barrer los escombros de Dios que había dejado Nietzsche. Y difundió toda una mitología de exaltación de lo nuevo que anticipaba la actual. La velocidad, el automóvil, los aviones, la fuerza, el deporte y “las bellas ideas que matan” eran los atributos del Nuevo Mundo. Si el marxismo surgió como reacción al despotismo fabril de la Revolución Industrial, el futurismo lo hizo como reacción al pasado cultural, a las bibliotecas, a los museos. Solo a través de las máquinas y de la tecnología, el hombre se desharía del lastre de lo viejo y podría llamarse libre.

Marinetti se habría ahogado hoy en su propio éxtasis ante la robótica, la inteligencia artificial, los drones, las cámaras de vigilancia biométrica… Y habría dedicado mucha testosterona verbal a elogiar estos inventos e incluso se habría implantado un microchip solo por el placer de dedicarle un poema a Ray Kurzweil, el director de ingeniería de Google que nos promete el infierno blanco de la inmortalidad.

Cabe sospechar de la presencia de Microsoft, Apple y Google, empresas privadas, en la educación. En concreto, del difundido Google Classroom, que —sin averiguar qué motivaciones económicas y políticas hay detrás— se emplea mayoritariamente en los centros educativos debido a su eficacia y sencillez de uso, pero, sobre todo, a que es un programa gratuito. Y a que, por mor de los recortes en educación, no se ha desarrollado aún una aplicación costeada con fondos públicos lo suficientemente completa y fiable para docentes y alumnos.

En cuanto a la gratuidad del Classroom, es muy dudosa. Se le entrega a Mefistófeles/Google, una corporación no demasiado transparente, el alma de los estudiantes transformada en datos: edad, sexo, capacidades académicas y estado de salud (si un escolar es, por ejemplo, hiperactivo, alérgico al gluten o acude al psicólogo). Toda esta información vale miles de millones. Más aún cuando Google ha anunciado que va a entrar en el negocio de la salud, en concreto en los seguros médicos.

Pero el de la cesión de datos no es el único problema. YouTube, otra extensión de Google, con la excusa del confinamiento, compiló vídeos educativos para los alumnos, mejorando así sus ingresos gracias al aumento de anunciantes y ofreciendo a los chavales publicidad al lado del teorema de Pitágoras.

Más allá de todas estas borrascas, es peligroso confiar la educación a un algoritmo. A diferencia del profesor, un programa informático jamás podrá valorar los esfuerzos del alumno, sino solo el resultado. Y la educación es mucho más que un aprobado en matemáticas. La educación consiste, como dijo de la cultura el poeta Novalis, en ser “el yo del propio yo”. Pero desde hace ya demasiadas décadas se tiende a empobrecer la educación reduciéndola al saber enciclopédico, así como sometiéndola a lo meramente cuantitativo, uno de los efectos —y defectos— de la escuela en el marco del régimen capitalista.

Se podrá argüir que las clases telemáticas obedecieron a las circunstancias especiales impuestas por el coronavirus, y es verdad, como también lo es que, mal que bien, salvaron el curso a alumnos y profesores; pero Naomi Klein ya previno que el capitalismo se adueña de las catástrofes para imponer sus soluciones. O su tiranía. Las TechEd o tecnologías de la educación pueden ser, en efecto, como la bruja de la casita de chocolate de Hansel y Gretel. Amables, hasta que dejan de serlo.

En efecto, el propósito de Google, al igual que el de Microsoft y otros gigantes tecnológicos travestidos de pedagogos, consiste en demostrar que es mejor la educación en línea que la presencial. Y lucrarse con el cambio. De ahí que sea fácil suponer que las grandes corporaciones tecnológicas presionarán cada vez más a los Gobiernos e instituciones para que abracen su modelo didáctico. Al principio convivirá la enseñanza presencial con la digital —ya lo está haciendo— para finalmente imponer esta. Si los planes de estudios ya están concebidos para complacer al mercado de trabajo, es posible que muy pronto Google y otras compañías similares intervengan en diseñar el currículum educativo para provecho propio y no para crear ciudadanos libres.

Autoridades y políticos, probablemente influidos por las consignas de la OCDE y de organizaciones financieras como el Banco Mundial, se lanzaron a repetir el mismo lamento: la brecha digital, la brecha digital, la brecha digital… De repente, a todo el mundo le interesó mucho la educación, cuando en el último medio siglo se ha promulgado en España una nueva ley educativa cada 6,25 años. Y cuando en todo ese tiempo no ha existido voluntad política para construir un gran pacto de Estado. En cambio, a los dos partidos mayoritarios les bastó una noche de 2011 para acordar la reforma del artículo 135 de la Constitución, que desde entonces obliga a anteponer a cualquier necesidad el pago de la deuda pública.

De pronto, todos los alumnos debían disponer de un ordenador para estudiar. No podíamos permitirnos el lujo de perder una generación, clamaban los dirigentes. Sería nuestra ruina. De modo que los políticos prometieron, en un alarde de vedetismo electoralista, entregar tabletas y computadoras a mansalva. Todos ellos competían entre sí por encarnar el papel del Rey Mago más dadivoso. Nadie cuestionó, sin embargo, por qué esas familias no podían permitirse la compra de un ordenador. Nadie puso en entredicho un sistema que impide o dificulta que muchos padres puedan adquirir un modelo básico de computadora. Repartir ordenadores era la solución a los cada vez más profundos problemas socio­económicos y educativos, no erradicar las causas que los provocan.

El ordenador era el trampolín al éxito. La igualdad de oportunidades, un teclado. Disponiendo de una computadora cada uno, todos los alumnos son iguales, pero se oculta con cuidado que el hijo de un obrero y el hijo de un banquero llegarán previsiblemente a metas distintas aun disponiendo ambos del mismo modelo de ordenador. Y no porque este sea más inteligente que aquel, sino porque pertenecen a clases sociales distintas en las que no reinan las mismas oportunidades.

Así que, corrigiendo el arranque, en aquella ruda hacha del homo faber ya estaba el iPhone, sí. Pero también los cada vez más intolerables desequilibrios educativos y sociales. Y la no menos atroz dictadura tecnológica con todo su capital de desdicha intacto.

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