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Por qué decimos “España vaciada”

Con la pandemia, los pueblos vuelven a ver a urbanitas comprando casas y terrenos. El vaciamiento rural se gestó durante el franquismo

Imagen de una casa abandonada en la provincia de Salamanca.
Imagen de una casa abandonada en la provincia de Salamanca.Ana Maria Serrano/Getty Images (Getty Images)

La pandemia ha puesto en duda la imagen de la ciudad como tierra prometida. Aquellos pueblos que el éxodo rural dejó atrás empiezan a representar una alternativa para muchos, animados por el teletrabajo, la posibilidad de vivir más cerca de la naturaleza, sin contaminación ni aglomeraciones, en casas más grandes y baratas y a veces con menor incidencia vírica. Cada vez más personas están saliendo de núcleos superpoblados rumbo al campo, como atestiguan los portales inmobiliarios. Servihabitat y Fotocasa estiman un incremento en la búsqueda de fincas rústicas del 46% y el 57% en Madrid y Cataluña, respectivamente. El foco se posa en el medio rural y, como consecuencia, en sus problemas de despoblación. Una vez más.

A mediados de 2016, el libro de Sergio del Molino La España vacía consiguió que todo un país asumiera un nombre para la desértica realidad demográfica del interior peninsular y deshizo la sensación de normalidad asociada a que regiones como el Alto Aragón, Soria, Guadalajara, Ávila o Teruel tengan la misma densidad de población que Laponia. El ensayo, escrito con una deliciosa mezcla de erudición, puntería y ternura, reveló el elefante en la habitación que nadie había acertado a señalar: un agujero en la identidad colectiva donde viven más de siete millones de personas (una sexta parte del país) y que ocupa el 53% del territorio. Parecía difícil ponerle un traje más ajustado a nuestra realidad interior. Sin embargo, en marzo de 2019 unas 100.000 personas convocadas por las asociaciones Teruel Existe y Soria ¡Ya! usaron en Madrid el lema “La revuelta de la España vaciada”, que se popularizó inmediatamente. Más o menos desde entonces, pocos políticos se atreven a decir “vacía”. ¿A qué se debe este cambio de término?

La respuesta es sencilla; su explicación, compleja. Y controvertida. El término “vacía” no remite a ningún actor, a ningún proceso. Es la foto fija de una realidad, incontestablemente cierta, pero quizás incompleta. El término “vaciada”, sin embargo, evoca una realidad en la que hubo, según distintos académicos y colectivos sociales, una política deliberada de vaciamiento, de despoblación interior en aras del progreso de la España urbana. Pero no todo el mundo está de acuerdo en la importancia que debe concederse a esas políticas.

El fenómeno de la despoblación se remonta a la mitad del siglo pasado. Aproximadamente 12 millones de personas salieron de sus casas (dos millones de ellos al extranjero) entre 1951 y 1975, según el Instituto Nacional de Estadística (INE). Es decir, casi el 40% de la población nacional —28 millones a principios de los años cincuenta— hizo las maletas. Parte de los investigadores y académicos consideran que existió una planificación consciente de este vaciamiento. “Abandonar, sin que quede un alma, la tierra de tus ancestros solo sucede en casos extremos de guerras, epidemias, limpiezas étnicas… o migraciones forzadas. En España se puede hablar de ‘etnocidio rural’, destrucción de una cultura adaptada a su entorno desde tiempos remotos”, asegura Ariel Jerez, profesor de Ciencias Políticas de la Universidad Complutense. Pedro Arrojo, físico y exvicedecano en la Universidad de Zaragoza, ha criticado con profusión cómo la política hidráulica se orientó desde el principio (en los años sesenta) a la construcción de grandes embalses en beneficio de las ciudades para el abastecimiento de agua potable, la generación de energía hidroeléctrica y la expansión del regadío. José Manuel Naredo, economista y pionero en la divulgación del concepto de economía ecológica en España, describe el proceso como una “modernización autoritaria”. En su obra Extremadura saqueada (1978), Naredo introducía la idea del “colonialismo interior”: sostenía que no solo se tomó del medio rural la mano de obra necesaria, sino también sus recursos naturales. En aquella España de los sesenta, como punta del iceberg del problema de la despoblación, los procesos de expropiación y desahucio por construcción de embalses o reforestación con pinos incluyeron, en ocasiones, la clausura de carreteras e inundación de terrenos cultivables, imposibilitando la vida en muchos pueblos. Sucedió con los embalses de Yesa (Aragón), Ullíbarri (Álava), Gabriel y Galán (Cáceres) o Salime (Galicia).

Carlota Solé, socióloga de la Universidad Autónoma de Barcelona, y Gaspar Mairal, antropólogo de la Universidad de Zaragoza, entre otros, no creen en un plan como tal para trasladar mano de obra desde el campo a la ciudad, ni tampoco —salvo contadas excepciones, como expropiaciones y pueblos anegados por embalses— que se forzara a nadie a marchar. Para Solé, el éxodo fue voluntario, una oportunidad de subsistencia. Mairal admite que hubo un plan desarrollista para la ciudad, pero niega la existencia de un método para proveer a dicho plan de mano de obra rural. Concede, en sintonía con la antropóloga estadounidense Susan Harding —autora de Rehacer Ibieca (1999), un estudio sobre la vida rural aragonesa bajo el franquismo—, que la migración se dio por la conjunción de dos factores: “La mano invisible (del mercado) y el puño de hierro (del franquismo)”.

Anomalía europea

El éxodo rural de los años sesenta y setenta se produjo también en otros países de Europa, pero España tiene, según el INE, 3.000 pueblos completamente deshabitados (del total de 8.108 habitados), una auténtica anomalía en el continente. Marc Dedeire, profesor en la Universidad Paul Valéry-Montpellier y experto en desarrollo de territorios rurales, subraya que, en Francia, el número de pueblos abandonados no llega a 100 gracias a la inversión en infraestructuras y el apoyo a las redes de economía local. En Portugal e Italia, los municipios vacíos son pocos centenares. Y hay ejemplos de éxito, apunta la Red Española de Áreas Escasamente Pobladas, como la región de las Highlands, en Escocia, que ha conseguido un incremento de la población rural de un 22% en 50 años. El secreto: oferta de vivienda asequible, ayudas a emprendedores rurales y mejora de la cobertura de Internet, entre otras medidas.

Mientras, la España vaciada se queja de que, aunque el éxodo rural empezó con la dictadura, durante la democracia se le ha seguido negando el desarrollo, la inversión y la reparación. En los ochenta se cerró en Aragón la central térmica de Aliaga, la más grande de España; el proyecto del corredor de alta velocidad entre Zaragoza y Sagunto sigue durmiendo en un cajón, aunque lleva desde 2004 publicado en el BOE; Soria todavía tiene ferrocarriles de gasoil que sufren retrasos y averías frecuentes. La cobertura de teléfono e Internet es insuficiente en 22 provincias e inexistente para medio millón de personas de la España interior, según un informe de la Secretaría de Estado de Telecomunicaciones. “En la España vaciada cada avance llega con 20 años de retraso”, resume Ernesto Romeo, de Teruel Existe. Ya sea debido a “la mano invisible del mercado” o a simple voluntad política.

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