La sequía descubre los pueblos 'ahogados'
La sequía que padece España en estos últimos años ha dejado al descubierto los restos de gran número de pueblos que fueron ahogados por la construcción de embalses, y pantanos. En muchos casos estas obras provocaron auténticas tragedias humanas al provocar traslados forzosos de personas y enseres.
Decenas de pueblos de la geografía española -en especial de sus partes norteñas y galaicas, aunque no falten ejemplos en las cuencas del Ebro y del Duero- permanecen sumergidos bajo las aguas de presas y embalses. En épocas de sequía -como esta que venimos padeciendo- baja el nivel de las aguas y afloran en todo o en parte los esqueletos, las osamentas, los cementerios muertos de unas aldeas, de unos pueblos que antes tuvieron vida; de unos valles y unas tierras que antes fructificaban en pastos y frutales; de unos árboles muertos de pie.Durante cuarenta años de fiebre constructora de embalses se ahogaron centenares de pueblos, villas y aldeas. Después de nuestra contienda civil, la construcción de saltos hidroeléctricos fue decisiva para iniciar el proceso de industrialización, pero -en demasiadas ocasiones- esos embalses, o no fueron bien ubicados, o fueron mal construídos, o -por conveniencias de las compañías hidroeléctricas- no prestan hoy servicio alguno: es decir, que sus aguas no producen energía o no riegan tierras al no haberse hecho los canales y acequias necesarios. En la mayoría de los casos, las propias necesidades técnicas para ubicar las presas obligaba a que quedaran inundadas aquellas tierras -de valles y vegas- más ricas, con lo que, aunque no fueran inundados los pueblos al quitárseles sus terrenos más feraces, se condenaba irremediablemente a la emigración a sus habitantes.
La censura imperante durante cuarenta años hizo que la mayoría de los españoles viviera ajena a tanta tragedia humana como la originada por la muerte por inmersión de lejanos y perdidos pueblecillos. Una tragedia que, en muchas ocasiones, no consistía en el ya doloroso trance de tener que abandonar a la fuerza los lugares de nacimiento y la ocupación habitual agrícola y ganadera, sino el mal precio pagado por las expropiaciones forzosas:
"¿Y qué hago yo con las cuatro perras gordas que me van a dar si yo he sido toda mi vida labrador y no sé hacer otra cosa ... ?". Comprar acaso un piso en un arrabal de una ciudad, quizá poner una taberna, emplearse de peón en la construcción...
Más de setecientas presas
Nadie duda, por supuesto, que hacen falta embalses; pero en más de una y de veinte ocasiones se les ha ido la mano a los responsables de su planificación. Hoy España cuenta con más de setecientas presas, que totalizan 200.000 hectáreas de superficie: esos 2.000 kilómetros cuadrados de planos de agua tienen unas costas que exceden los 7.000 kilómetros, más del doble de nuestras costas naturales marítimas.No; no hemos venido a hablar de economía; tampoco de sociología. Pero es total y absolutamente imposible, al contemplar esos pueblos ahogados, olvidarse del hombre que durante siglos regó sus tierras con su esfuerzo, con su trabajo, con su sudor, con su amor, con sus odios, con sus muertos:
"Acuérdate, Lucinio, este verano, cuando el embalse baje,
de ir al pantano,
y en la tumba de madre darle un recado.
También piensa en Vicente y en Indalecio,
que bajo tantas rocas quedaron yertos".
Canta el aragonés Labordeta como cantan los gallegos del conjunto Fuxan os Ventos, cuando recuerdan la larga retahíla de los pueblos inmersos bajo las aguas de los embalses: "Primeiro, Portomarín; depois, Castrelo do Miño...". O se lamentan de lo que pasará en As Encrobas, donde los campesinos se enfrentaron, allá por 1977, a la Guardia Civil oponiéndose a la expropiación forzosa.
"Escúpele al pantano
y a quien lo hizo
y nos quitó la tierra, casa y panizo...".
O aquel día no tan lejano, allá por 1969, en que, ante la negativa de los vecinos de Fayón (en el bajo Ebro, lindando ya con Cataluña) a abandonar el pueblo, y ante un impresionante despliegue de guardias civiles, se dio orden para que el embalse fuera subiendo el nivel de las aguas, mientras un alto cargo del INI -una de cuyas empresas era la constructora de ese embalse- comentó: "Ya se irán cuando las aguas les mojen el culo".
Sí; hacen falta embalses, pero no a cualquier precio. Parecen viejas historias, y en parte ya lo son, porque se está a cierta distancia de alcanzar lo que los técnicos denominan "nuestra capacidad de techo hidroeléctrico": ya es casi imposible encontrar tierras donde sea posible construir grandes presas.
Pero acaso más triste y desolador que contemplar los esqueletos de los pueblos que emergen cuando bajan las aguas sea visitar los nuevos pueblos que, en alguna ocasión (minoría) han tenido que construir las empresas hidroeléctricas para albergar a los vecinos de los pueblos afectados por la inundación de sus viejas aldeas. Son como pueblos de colonización, trazados a cordel, con todas las casas iguales, sin color ni sabor. En realidad, más parecen maquetas vacías de contenido humano. Calles sin animación. Bares semivacíos. Juventud ausente. Viejos en alguna plazuela a la sombra de árboles más jóvenes que ellos, desgranando antiguas historias, añorantes del añoso roble, del centenario castaño, de la vieja nogalera o los frescos chopos que permanecen muertos de pie bajo las aguas, como ellos están muertos en vida contemplando las casas todas iguales donde ahora habitan. Casas de esos pueblos nuevos que, para la gente ciudadana, pueden parecer mucho más bellas que las de los pueblos antiguos. Casas pensadas y progyamadas en serie por algún arquitecto que jamás piso un pueblo, y las diseñó pensando con mentalidad ciudadana: aquí, el W.C., con su baño y todo pero con un corral raquítico donde no caben los aperos de labranza; allí, el salón-comedor, pero sin un zaguán donde el labriego, al volver del campo, pueda dejar los útiles de trabajo a mano; más allá, la cocina -ya toda a butano-, pero sin la chimenea, o la cocina, en el suelo, de leña, o las trébedes donde pasar las largas anochecidas del invierno.
Queda para el viajero, en alguno de los embalses que más bajo nivel de agua almacenan, la contemplación de un paisaje casi lunar o apocalíptico, junto a la certeza de sa ber que cuando afloran los pueblos muertos es porque también la muerte de la sequía está matando a las tierras y a los hombres que vi ven aguas abajo de la presa.Acaso, de todos los lugares de la geografía ibérica, el que nos dé la visión más trágica y a la vez más bella de los pueblos ahogados se encuentre en la comarca leonesa de Barrios de Luna. Decir que el paisaje que contemplamos es lunar sería un mal chiste y una hortera da al alcance de la mínima imaginación. Pero realmente esta tierra que pisamos y contemplamos nos trae sin querer a la memoria esas fotografías del desembarco americano en nuestro satélite. Al ir bajando las aguas han vuelto a ver el sol nueve pueblos, los restos des moronados de sus casas e iglesias los esqueletos desmochados, descabezados, decapitados, de sus árboles. Allí yacen insepultos los cadáveres mutilados de la Venta de Truya, El Molinón, La Canela, Oblanca, San Pedro de Luna, Venta de Mallo, Lagüeyes, Campo y Láncara, y buena parte de Santa Eulalia de las Manzanas, del que sólo unas cuantas casas -la mayoría hoy deshabitada y en ruinas incluida la iglesia- se salvaron del naufragio.
Tan bajas están las aguas que por la antigua carretera, pudimos bajar hasta el fondo del embalse y recorrer varios kilómetros contemplando el vivo mundo muerto de sus casas, iglesias, parcelaciones de piedra de las fincas, y hasta pasear a orillas del río Luna, junto a una larga hilera de árboles carcomidos que en su día fue sin duda ese camino, ribereño a las aguas, donde los viejos platicarían durante el día, y mozos y mozas en edad de merecer esconderían sus amoríos juveniles a la atardecida.
La raya que divide la parte que las aguas anegaron con el paisaje que encierra entre altos picachos el valle ayuda a aumentar aún más el contraste. Los árboles todavía conservan en la parte no inundada sus hojas de verano, aunque comiencen a amarillear los chopos, o el violáceo morado de los cerezos, se tomen cobrizos los hayedos y luzcan los piornos y las urces montañeras. Resplandece a los pies de la presa el pueblecito de Barrios de Luna. Es la hora de degustar unas buenas truchas -de las más afamadas de España-, y acaso de recordar que en León existe una artesanía muy peculiar: la fabricación de moscas artificiales para la pesca de la trucha. Pero queda en el paladar un regusto amargo. Siente uno la sensación de que ese voraz pececillo se haya convertido en estos lugares en pirañas, y que sus rosadas carnes contengan restos de los que para siempre se quedaron bajo las aguas.
Sí; los embalses nos proporcionan energía, agua para el riego o para abastecer a los núcleos de población, pero en muchas ocasiones han causado la muerte inútil de decenas de pueblos y siempre han condenado a la emigración, a la jubilación forzosa y a la tristeza a miles de campesinos. Son los españoles apátridas, los labriegos a quienes se ha obligado a perder su pasado, sus raíces, enterradas sus casas, sus tierras, sus amores, sus sinsabores. Son centenares de pueblos españoles los que, como pequeñas Atlántidas, han quedado sumergidos bajo las aguas.
Pero, valga el tópico, la vida sigue. Miles de pescadores orillan los embalses a la caza y captura de barbos, de carpas, de truchas. En su entomo brotan casas de fin de semana. Sobre la lámina de agua del embalse de Barrios de Luna se acaba de celebrar el Campeonato de España de Motonáutica. Sólo quedan sin consuelo los que tuvieron que desarraigarse, los que se quedaron sin patria chica, los que, marginados de su mundo, piensan en voz baja lo que Labordeta denuncia en voz alta: "Algunas veces pienso / de ir al pantano, / y cuando esté bien lleno, / tirarme dentro / y hundirme a estar contigo, como hace tiempo".
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