La vergüenza
La vertiginosa capacidad de autocontradicción de Sánchez, Díaz Ayuso y Casado llega a niveles sublimes de comicidad
El franquismo inspiraba miedo. No a todos, claro. A los franquistas, en general, no, aunque a veces también alguno de ellos sentía miedo porque en los regímenes arbitrarios puede pasar cualquier cosa. Con el tiempo, digamos que a partir de los años sesenta del pasado siglo, el franquismo, además de temible, empezó a ser ridículo. Fueron años peculiares. En la revista de humor La Codorniz, Rafael Castellano escribía una sección titulada ‘Tiemble después de haber reído’. Esa frase, que podía invertirse (ría después de haber temblado), definía bastante bien las cosas.
Hacia el final, la corte que rodeaba a un dictador agonizante (Carmen Polo, Carlos Arias, el marqués de Villaverde) era a la vez siniestra y cómica. Pongamos un ejemplo. No hay nada risible en la muerte de nadie, pero el aparato propagandístico con el que se envolvieron las últimas semanas de Francisco Franco, y aquellos partes médicos entre heroicos y escatológicos, fueron puro humor negro. El brazo incorrupto de santa Teresa sobre el lecho del enfermo, las fotos robadas con que Villaverde ilustró su propio ensañamiento sobre un cuerpo ya exhausto, los chistes macabros (Franco y su mujer están en el hospital y oyen ruido en la calle; “Paco, son los españoles, que vienen a despedirse”. “¿Ah, sí? ¿Y dónde se van?”).
Durante años, el programa estadounidense Saturday Night Live estiró la parodia del proceso. El falso informativo se interrumpía con “una noticia de última hora”: “El generalísimo Franco sigue muerto”. En 1977 aún explotaban la “noticia de última hora”: “El generalísimo Franco sigue en su gallarda lucha por mantenerse muerto”.
Añoro el tiempo en que las cosas absurdas de la política me parecían ridículas y me hacían reír. Ahora me ocurre algo distinto, más incómodo: siento vergüenza ajena. En principio, debería reírme. La vertiginosa capacidad de autocontradicción de personajes como Pedro Sánchez, Isabel Díaz Ayuso o Pablo Casado eleva a niveles sublimes la comicidad del marxismo grouchista. Donald Trump se parece cada día más al Mussolini de El gran dictador chaplinesco. El independentismo catalán sigue un guión digno de La vida de Brian. Pero no me sale la risa. En parte, porque tras ese espectáculo grotesco hay pandemia, inseguridad y dolor. Sólo en parte.
La diferencia entre las situaciones ridículas que provocan la carcajada y las que suscitan vergüenza ajena está en la empatía del observador. La vergüenza ajena contiene, en realidad, una dosis potente de vergüenza propia.
Estos políticos ridículos no forman parte de un régimen impuesto por las armas y sostenido por la represión. Estos políticos ridículos son los nuestros, les hemos votado y, según todos los indicios, seguiremos votándoles. Este payaso sin límites llamado Donald Trump (formidable lo de acusar a Joe Biden de andar siempre con mascarilla y al día siguiente anunciar que ha contraído el virus) no es un dictador norcoreano, sino el presidente de una gran democracia repleta de mecanismos autorreguladores en la que ocurren ciertas cosas que no podían ocurrir; es, además, un candidato al que respaldan muchos estadounidenses porque, pese a lo que ha hecho, o precisamente por eso, siguen creyendo en él.
Esta vergüenza no es ajena. Es propia.
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