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Un asunto marginal
Columna
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Los años oscuros

Hay quienes ven hoy un motivo para cerrar fronteras y sacralizar uno de los peores inventos del siglo XX: el pasaporte

Enric González
Voluntarios chinos con equipos de desinfección en Pekín, China, el pasado 5 de marzo.
Voluntarios chinos con equipos de desinfección en Pekín, China, el pasado 5 de marzo.Kevin Frayer/Getty Images (Getty Images)

Este no es el primer mal año. Uno muy malo, no sabemos exactamente cuál, ocurrió hace unos seis millones de siglos: fue cuando cayó un meteorito enorme en lo que hoy es Yucatán. La atmósfera se llenó de azufre, un tsunami de casi dos kilómetros de altura recorrió el planeta y los dinosaurios se extinguieron. Los pequeños mamíferos, sin embargo, resistieron. Con perdón de los creacionistas, no había por entonces humanos, ni siquiera homínidos. Ese desastre no lo sufrimos.

En 1333, la parte oriental de la Corona de Aragón (Cataluña, Valencia y Baleares) padeció una hambruna tremenda, complementada con brotes de peste. Murieron 10.000 de los 50.000 habitantes que tenía Barcelona, donde 1333 se recuerda como “el primer mal año”. El siglo XIV fue el siglo de la peste negra en Europa. Pero en otros lugares ni se enteraron.

1816 fue calamitoso. La erupción del volcán Tambora, en lo que hoy es Indonesia y era entonces una colonia de Holanda, oscureció la atmósfera y provocó un tremendo trastorno climático. Fue el año sin verano y sin cosechas. Boston registró una fuerte tormenta de nieve en pleno mes de junio. Nevó incluso en Guatemala. Suiza permaneció bajo el hielo durante julio y agosto. Un grupo de amigos ingleses de vacaciones en Ginebra tuvo que encerrarse en casa; una mujer del grupo, Mary Shelley, aprovechó el aburrimiento para inventar el monstruo de Frankenstein. El fenómeno del Tambora, sin embargo, afectó casi exclusivamente al hemisferio norte.

Las guerras siempre han generado años oscurísimos. Ningún habitante de Volgogrado, antes Stalingrado, olvidará 1942. Nadie debería olvidar lo que fue Auschwitz entre 1940 y 1945. En Hi­roshima y Nagasaki, 1945 fue el año del horror atómico. Ruanda descendió al infierno del genocidio en 1994.

Hoy, por primera vez desde que existe la especie humana, el mundo entero padece una desgracia. 2020, un guarismo peculiarmente redondo, quedará en la memoria. Lo que estamos haciendo, y las consecuencias de lo que hacemos y haremos en el futuro próximo, será estudiado por muchas generaciones de historiadores. Probablemente la vida de esos futuros historiadores, por lejana que sea, se verá afectada de alguna forma por nuestras decisiones. Confiemos en que no nos maldigan.

Hay quienes ven en la aflicción de 2020 un motivo para cerrar fronteras, para refugiarse tras los muros de las viejas naciones y para sacralizar uno de los peores inventos del siglo XX: el pasaporte. Yo tiendo a creer lo contrario. Me parece que la pandemia hace evidente la necesidad de instituciones supranacionales, mundiales si es posible. No hace falta recordar lo útiles que son para España los fondos de la Unión Europea, ni la plurinacionalidad de la mayoría de las vacunas en desarrollo, ni el asesoramiento que, pese a todas las burocracias y todos los errores, desarrolla la Organización Mundial de la Salud.

Conozco los argumentos sobre la pérdida de soberanía y los déficits democráticos. Son muy respetables. Pero ante la constatación de quiénes nos gobiernan y cómo nos gobiernan en este año siniestro, preferiría que mandaran otros, quizá más lejanos, menos interesados en las próximas elecciones y más preocupados por el bien común.

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