Los duelistas
Vivimos una crisis cuya profundidad aún desconocemos e incluso las certidumbres más arraigadas, los axiomas de apariencia más fiable, se deshilachan
Durante las primeras décadas del siglo XX, el Reino Unido asistió a un fenómeno bastante extraordinario: dos personas de gran inteligencia e ideas opuestas se empeñaron en discutir. Y discutieron una y otra vez durante 30 años. Sus debates eran casi siempre públicos. De un lado, Gilbert Keith Chesterton, un gigante de casi dos metros, glotón, bebedor y fumador, cristiano y tradicionalista. Del otro lado, George Bernard Shaw, flaco, abstemio, vegetariano, creyente en el progreso y el socialismo. Ambos eran tremendamente ingeniosos. Como prueba, el inicio de una sus feroces conversaciones ante un auditorio repleto: “Viéndole, parece que Inglaterra haya sufrido una hambruna”, dice Chesterton. “Viéndole, parece que la hambruna la haya causado usted”, responde Shaw.
Chesterton y Shaw eran muy populares. No todo el mundo entendía las novelas metafísicas de Chesterton (El hombre que fue Jueves es un artefacto de gran complejidad) pero sus relatos detectivescos, protagonizados por un pequeño y modesto cura católico apellidado Brown, gozaban de un público masivo. Shaw, creador de Pygmalion, es aún hoy el único escritor que ha ganado un Nobel de literatura y un Oscar de Hollywood. Al margen de su tarea literaria, Shaw fue uno de los fundadores de lo que luego se llamaría Partido Laborista y de la London School of Economics. Como la inteligencia no constituye una garantía de infalibilidad, Shaw sufrió una lamentable (aunque pasajera) fascinación ante personajes como Mussolini, Hitler y Stalin.
Los dos duelistas no se limitaban a debatir. Se criticaban a través de artículos y panfletos, se ridiculizaban mutuamente y cada uno consideraba al otro el epítome de los errores del progresismo y el tradicionalismo. Hablamos de una época de grandes acontecimientos, como la guerra de los Boers (Chesterton en contra, Shaw a favor) o la Primera Guerra Mundial (Chesterton a favor, Shaw en contra).
Lo más interesante del asunto consiste en que, a través de la discusión, los duelistas desarrollaron una profunda amistad. En su Autobiografía, publicada poco antes de su muerte en 1936, Chesterton admite que gracias a Shaw desarrolló muchas de sus ideas. Es más: revela que de vez en cuando Shaw aparecía inesperadamente por su casa para seguir discutiendo. Cuando Chesterton falleció, Shaw le definió como “un hombre de genio colosal”.
Todo esto resulta asombroso en nuestro aquí y ahora, en este tiempo de monólogos y recitado de consignas. Vivimos una crisis cuya profundidad aún desconocemos e incluso las certidumbres más arraigadas, los axiomas de apariencia más fiable, se deshilachan con rapidez. Podría pensarse que es el momento de contrastar y discutir. Podría pensarse que nunca fue más apropiada aquella frase, “una sociedad en discusión consigo misma”, con que alguien definió la esencia del periodismo. Podría pensarse que, con un poco de respeto hacia quien piensa distinto (por poco respetables que nos parezcan sus ideas), sería posible alcanzar acuerdos básicos. Incluso Chesterton y Shaw lo consiguieron en materias tan peliagudas como la economía (acabaron coincidiendo en la necesidad de una fiscalidad redistributiva) o el conflicto irlandés (coincidieron en que Inglaterra era opresora).
Podría pensarse, pero no. Para qué hablar, si todos tenemos razón.
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