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UN ASUNTO MARGINAL
Columna
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¿Podemos seguir viviendo juntos?

El odio, el desprecio y la intolerancia ganan terreno. No sólo en las redes. El fenómeno va más allá de la esfera virtual

Giovannino Guareschi.
Giovannino Guareschi.Angelo Cozzi (Mondadori via Getty Images)
Enric González

Giovannino Guareschi no fue un hombre conciliador. Católico, monárquico, conservador y ferozmente anticomunista, después de combatir en la Segunda Guerra Mundial y pasar años en campos de concentración de Polonia y Alemania volvió a Italia más rabioso que nunca. Fue condenado dos veces (1950 y 1954) por difamar a los suyos, los demócratas cristianos que gobernaban. Le parecían deshonestos y no lo bastante católicos. Llegó a cumplir más de un año de cárcel. A los comunistas, y a la izquierda en general, les dedicaba las más sangrantes de sus sátiras.

Guareschi se había hecho popular tras la publicación, en 1948, de Don Camilo, la primera de una serie de novelas sobre el conflicto entre un párroco conservador y un alcalde comunista, Giuseppe Bottazzi, conocido como Peppone. El astuto Don Camilo y el patán Peppone vivían en un pueblecito de la llanura del Po, el territorio donde había nacido el propio Guareschi, el mismo donde hace ahora un siglo se registró la pequeña guerra civil entre los socialistas revolucionarios y los Fascios de Combate. Vencieron los fascistas de Benito Mussolini, respaldados por la alta burguesía y las clases medias.

Los personajes de Guareschi se llevaban mal. Era siempre el párroco Don Camilo quien ganaba las escaramuzas contra Peppone y sus compañeros comunistas. Pero lo interesante del asunto es que Don Camilo y Peppone eran capaces de aliarse para resolver problemas colectivos. No sólo eso: el párroco consideraba que Peppone era un hombre equivocado pero bueno, y el alcalde veía a Don Camilo como un enemigo noble. El humorista había experimentado en carne propia las cosas terribles que acaban ocurriendo cuando se desprecia y se odia al adversario.

Guareschi murió con 60 años en 1968, justo antes de que una nueva generación, que no había conocido directamente la gran violencia, empezara a romper las precarias costuras con que se habían cerrado las heridas bélicas. La matanza en la milanesa Piazza Fontana, el 12 de diciembre de 1969, de la que nunca se conocieron los autores (una sentencia de 2005 atribuyó el atentado a neofascistas desconocidos protegidos por miembros ignotos de los servicios secretos), inauguró una época atroz. El terrorismo, de inspiración muy diversa, floreció en Italia, Alemania Federal, España, Reino Unido, Argentina, Japón… En Latinoamérica imperaban las dictaduras militares fomentadas desde Washington. La Guerra Fría entró en su fase final.

La Unión Soviética cayó en 1989. El mundo pareció calmarse.

¿Qué nos ocurre ahora? Terminó la gran confrontación ideológica del siglo XX, la humanidad ha vivido (pese a las crisis, pese a las gravísimas insuficiencias) las décadas más prósperas de su historia, y, sin embargo, dominan las fuerzas disgregadoras. La dinámica dominante es centrífuga. Los grandes proyectos conciliadores, como la Unión Europea, muestran síntomas de decadencia. La sensatez no rinde electoralmente. La polarización no es nueva y resultan evidentes los fallos de gobernanza: hay que adaptar los sistemas a la realidad conformada por la tecnología. Pero existe un problema de base: el odio, el desprecio y la intolerancia ganan terreno. No sólo en las redes. El fenómeno va más allá de lo virtual. Estamos declarando la guerra a la historia, a la cultura, a la realidad. A eso que llamábamos civilización.

No es que la ironía y el escepticismo, instrumentos muy útiles para la convivencia, hayan dejado de funcionar. Es aún más grave: para muchos, se trata de conceptos incomprensibles; para otros, más listos o más perversos, son simplemente inaceptables.

Sospecho que en el mundo de hoy no podría hacerse popular una serie como la que escribió Guareschi. Para obtener éxito comercial, el relato debería terminar ya en la primera novela, con el linchamiento de Peppone o de Don Camilo. La maldición de las dos Españas que han de helar el corazón del españolito parece extenderse por otras geografías e infiltrarse en otros ámbitos.

Conviene que cada uno se haga una pregunta muy simple: ¿podemos seguir viviendo juntos? Si la respuesta es afirmativa, esforcémonos un poco en conseguirlo. Si la respuesta es negativa, disfrutemos mientras podamos. Estas juergas suelen terminar con lágrimas.

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