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TRABAJAR CANSA
Columna
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Miras atrás y al menos en el arranque de la pandemia era todo nuevo. Ahora ya sabemos lo que hay, y repetirlo es peor

Vagones del metro de Madrid, este 3 de septiembre.
Vagones del metro de Madrid, este 3 de septiembre.Olmo Calvo
Íñigo Domínguez

A un niño que conozco le han preguntado si le apetece volver al cole y ha contestado: “Un poquito no, y mucho tampoco”. Y eso sin saber cómo está el mundo, ni si al final vuelve, que a lo mejor ni eso. Si volver siempre cuesta, lo de este año, que no sabemos siquiera si volvemos de verdad a algún sitio, salvo otra vez a casa, es para registrarlo en el Guinness. Y más si vuelves a Madrid. Al ver el panorama viene a la cabeza una frase de Julio Camba: “¡Hay años en los que no está uno para nada!”. Madrid ni está, ni se la espera, no sabemos qué va a ser de ella. La ciudad empieza a rugir y moverse como si no pasara nada y nadie sabe cómo comportarse, cuál es el plan, cuándo nos volverán a mandar a los niños a casa. Coges el metro con aprensión y los carteles sobre la epidemia ya lo dicen todo. La primera medida recomendada es la mascarilla y la segunda es zen total: “Evita las horas punta”. Ellos mismos lo admiten, no hay nada que hacer. Un metro que no se puede coger en hora punta es como una tele que solo puedes usar para apoyar ceniceros, o una novia con la que solo tomas cafés. Es que para eso ni construyes un metro.

Pero quizá evitar la hora punta nos lleve a un mundo mejor, esas utopías con las que hemos fantaseado. Somos muchos los que esperamos con ilusión que nuestra franja de entrar a trabajar sea las doce de la mañana y salir a las cinco de la tarde. Ensueño solo superado por el de nuestros hijos, que esperan lo mismo del colegio. Es seguro que empresas y escuelas ya están en ello, aunque no nos lo hayan dicho, es una sorpresa, como todo. Pero mientras algunos gozaremos de esta nueva normalidad se creará una nueva clase social: los condenados a la hora punta, esa gente que no puede evitarla, pobres, tendrán que fastidiarse. Se pueden repartir en las bocas de metro boletos para la rifa del coronavirus.

Si ya nos ponemos apocalípticos y pensamos, una remota hipótesis de trabajo, que no solo debemos evitar el metro, sino que nadie va a cambiar los horarios, entraremos en una nueva era dorada de los atascos, esos atascos de Madrid que todos añoramos tanto, empezando por nuestra presidenta de la Comunidad. Porque coger una bici es impensable, y menos con los niños, te juegas la vida. Es raro, porque llevamos seis meses hablando de esto, pero es que la última vez que el alcalde vio una bici debió de ser en E.T., y debe de creer que vuelan y lo de los carriles bici es ficción. Entre unos amigos estamos pensando comprarnos un dirigible y lanzar a los niños al patio del colegio en paracaídas (que deben recoger y doblar para el día siguiente, de otro modo no salen las cuentas).

Volvemos a Madrid como hacia una emboscada, un túnel o un temible encuentro de antiguos alumnos. Estamos para que nos encierren, nadie se hace muchas ilusiones. Miras atrás y al menos en el arranque de la pandemia era todo nuevo. Ahora ya sabemos lo que hay, y repetirlo es peor. Volver a trabajar sin pasar por la oficina, directamente a casa, es muy raro. El trabajo es algo cada vez más abstracto. Le quitas el lugar, los compañeros, la cafetería, los cotilleos y ¿qué te queda? Solo trabajo, y eso si lo tienes. Para muchos ha sido un trauma no poder ir a la oficina tras el 8-2 para reírse de sus colegas del Barça. Luego ves a Sánchez y Casado en La Moncloa, pasar una hora dentro, quién sabe si cada uno mirando su móvil, hojeando una revista, haciendo tiempo para salir. Y piensas, como Paul Newman en Harper, investigador privado, que tienen un modo de empezar las conversaciones que les ponen término.

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Sobre la firma

Íñigo Domínguez
Es periodista en EL PAÍS desde 2015. Antes fue corresponsal en Roma para El Correo y Vocento durante casi 15 años. Es autor de Crónicas de la Mafia; su segunda parte, Paletos Salvajes; y otros dos libros de viajes y reportajes.

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