El verano normal
Ahora somos felices con cualquier cosa. Esa casa del pueblo, de tus padres o de unos amigos, que era un último recurso, se revela preciosa cuando no tienes dónde ir
El verano normal, casi un eufemismo de aburrido, era aquel en que no hacías nada especial. ¿Qué tal el verano? “Normal, nada del otro mundo, hemos estado tranquilos”. Era una forma de decir que uno no podía permitirse viajes y no había ido a ningún sitio, como mucho a la casa del pueblo. Aunque te lo decían con sosiego, como si luego no hubiera estado tan mal, y en cambio tú venías de Tailandia como una moto. La verdad, de niño casi siempre tuve esos veranos normales, en la ciudad. Esta nueva normalidad en realidad es antigua, y este verano raro en el fondo tiene algo de familiar. Para un niño cualquier verano es bueno, allá donde lo sueltes, basta que sea verano. Para un adulto no… hasta este año. Esta vez somos felices con cualquier cosa. Esa casa del pueblo, de tus padres o de unos amigos, que era un último recurso, ahora se revela preciosa, cuando no tienes dónde ir, cuando no tienes dinero. Entonces descubres que cualquier lugar puede ser bueno. Como se suele decir: lo importante es estar juntos. Ahora bien, siendo importante, todos sabemos que no siempre es fácil. Obligado a convivir por las circunstancias, más de uno habrá pensado: ¿no echabas de menos en la cuarentena a la familia, a los amigos? Pues toma.
El mundo se divide en vertebrados e invertebrados, y también en personas ordenadas y relajadas, o cuando las dos especies se acaban insultando, histéricos y vagos, incluso guarros. En la mezcla de gente, en ser huésped, en tener visita, se esconde todo un mundo de vacaciones que pueden salir mal. Temibles viajes en velero que acaban fatal. Casas rurales compartidas donde dices nunca más. Distintas políticas de horarios, de compras, de colocación de enseres, de aire acondicionado, de iniciativa. De la educación de los niños mejor ni hablar.
Una vez conocí a un ser excepcional que barría en cualquier momento libre, y un sentimiento de culpa se extendía en el resto del grupo, y de fastidio, porque los obligaba a barrer a ellos también para que no pareciera que no ayudaban. Que dejara de hacerlo fue inviable: no había manera de que se relajara, no tenía vacaciones. Trabajaba con una capacidad de antelación asombrosa. Por la mañana quería resolver la cena, no de esa noche, sino la de dentro de cuatro días, no podía vivir con esa duda, y por supuesto ponía la mesa varias horas antes de cada comida. Daba igual que te levantaras pronto, ya había preparado el desayuno. Acabamos levantándonos un día a las seis para ponerlo antes. Pero fue peor, se lo tomó como un desafío personal. En esa casa ya no se dormía, oías pasos sigilosos en el pasillo a las dos de la madrugada. Solo se relajó al final, cuando se acababan las vacaciones que le estresaban tanto. Suelen ser personas que viven en el continuo temor de catástrofes, y casi les complace secretamente que algo vaya mal, porque así la realidad les hace infelices, pero les da la razón.
A veces se produce el milagro si estos individuos coinciden con personas que son una auténtica calamidad y, si no les destrozan los nervios, son un poderoso antídoto. Están tan fuera de la imaginación de la persona ordenada que le muestra un mundo desconocido, pero posible. Gente absolutamente caótica que te preguntas cómo sobrevive en el día a día y consigue salir vestida de casa. Por último, hay personas impagables que se adaptan a lo que hay y tienen una disposición de ánimo gentil. En realidad son la mayoría. Quizá nos sirva para lo que viene. Porque, con todo, no recuerdo un verano que haya dado más pereza volver que este.
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