Cómo vestir para viajar en avión
Que te arreen un maletazo en un vuelo invita a reflexionar si vas bien preparado a bordo
Soy de las pocas personas, imagino, que viajan en avión llevando consigo, aparte de otros talismanes para volar seguro, la famosa Blue Max, la codiciada condecoración de los pilotos alemanes de la I Guerra Mundial como Manfred von Richthofen. La mía, con su inscripción “Pour le Mérite” en dorado sobre la cruz de esmalte azul, no es original (valen una pasta), sino una estupenda copia de la tienda barcelonesa Veteran Militaria. Pero me hace sentir allá arriba como el mismísimo Barón Rojo, cosa que a menudo me hace falta, sobre todo si hay turbulencias. La medalla no me libró el otro día de acabar el vuelo Berlín-Barcelona cubierto de sangre, igual que Richthofen en su vuelo postrero en 1918 sobre las trincheras. En mi caso no fue una rezagada bala del as canadiense Browne (o del australiano Snowy Evans, hay debate), sino el tremendo maletazo que me arreó un desconsiderado pasajero con prisas.
Habíamos aterrizado ya, y como suele suceder el pasaje se dividió entre los viajeros educados y pacientes y los energúmenos que corren para bajar como si el avión se estuviera incendiando (no quiero imaginar lo que harían en esa eventualidad) o fueran tropas aerotransportadas en trance de lanzarse sobre la península de Carentan durante el desembarco de Normandía. El caso es que el individuo se levantó como un resorte, abrió el compartimento encima de mí y tiró brutalmente de su pesada maleta, que me cayó directamente en la cara rompiéndome el labio. Le afeé su acción escupiendo sangre, pero el tío me miró como si pensara en rematarme y espetó: “Es que si no os apartáis para dejar salir…”. Me quedé tan estupefacto que no alcancé a enfangarme en una guerra de maletazos. Es verdad por eso que el violento pasajero se marchó muy deprisa y que yo me quedé disfrutando de la solidaridad que despertó mi herida. Especialmente de la que mostraron una abnegada azafata y una atractiva pasajera alemana que se esforzó en detener la hemorragia de mi boca delicadamente con unos pañuelitos, mientras yo fingía que me mareaba y rememoraba Emmanuelle. El Barón Rojo no tuvo tanta suerte al caer aquel día en el embarrado Somme…
El episodio me ha hecho reflexionar sobre las aventuras que vivimos a bordo y, de manera más prosaica, en qué nos ponemos para volar. Es evidente que a mí me hubiera ido bien viajar con casco de vuelo, lo que hubiera añadido parecido con el Von Richthofen interpretado por Carl Schell en, precisamente, The Blue Max (1966), titulada aquí Las águilas azules, aunque me asemejo más al John Philip Law de Von Richthofen y Brown (1971) —habrá quien piense que al que me parezco es a Snoopy—.. Yo, la verdad, siempre me equivoco en la ropa que elijo para el avión. Invariablemente es demasiada o demasiado poca. Cuando hace calor en el aparato voy excesivamente abrigado y al contrario cuando hace frío. Es cierto que el asiento que ocupas es fundamental: tanto da lo que te pongas si te toca en medio de dos jugadores griegos de básquet como me pasó el otro día en un viaje a Atenas, donde quedé laminado y arrugado como el queso en un sándwich.
A veces veo a pasajeros que visten admirablemente para el trayecto. Ropa cómoda y a la vez elegante: ese milagro. Y además son guapos. Hay esa categoría de hombres viriles y atractivos, evidentemente muy viajados, que hasta te sonríen compasivos al verte: “Pero qué te has puesto, tío”, parecen decirte. Nunca cargan más de lo necesario e invariablemente visten americanas que no se arrugan, tres cuartos de entallado perfecto, abrigos progres tipo Olivier Martínez en Infiel , gabardinas que les quedan como un guante. ¡Ni Lindenbergh volaba mejor! Nunca llevan bolsas de plástico. Y jamás piden Pringles cuando pasa el carrito. Están también esas mujeres jóvenes que saben viajar solas por el mundo, a Londres, por ejemplo, y que aciertan siempre con lo que llevan, el abrigo al brazo o dispuesto con gracia infinita sobre la maleta de ruedas, bellas y seguras de sí mismas, y además se quedan fritas a los cinco minutos de despegar.
¡Qué arte saber vestir para volar! Llevo millares de aviones y sigo sin acertar, y mira que me fijo. Al menos ahora volaré con cicatrices en la boca, que ni me hacen más elegante ni viajar más cómodo, pero bueno, me dan un punto. Y algún día volveré a encontrarme al tipo de la maleta, y para eso sí que voy a estar preparado.
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