Tributo a la estrella del rock que jamás se acercó a un micrófono
Baron Wolman, desnudo cuando no tenía una cámara al cuello, sereno hasta cuando la cosa se desbordaba y amigo de mitos como Jimmy Hendrix, Janis Joplin y del periodista que escribe este texto (autor del libro ‘Mata a tus ídolos’), fue uno de los mejores fotógrafos musicales
Hace unos años, la periodista Rebeca Queimaliños y yo fundamos una de esas empresas destinadas a arruinar a sus propietarios. Nuestro plan sin fisuras era dedicarnos a la agitación cultural de perfil bajo y hacer una exposición al año. Teníamos a un amigo en Londres, Tony Nourmand, cuya editorial, Reel Art Press, publicaba lo mejor de lo mejor en música, cine y fotografía. Él fue el primero que nos habló de Baron Wolman, “el mítico fotógrafo de Woodstock”. Con la ayuda de Wilma Lorenzo y Maca Lozano, nos propusimos traerle para una exposición sobre el festival de música más mítico de la historia en la primera edición de otro festival de música: el Mad cool.
Baron era un hombre tímido, reacio al principio a viajar a Madrid. Estaba retirado y le iba bien así. Su inacabable archivo fotográfico estaba completo y él no tenía intención de seguir ampliándolo. No le apetecía someterse al postureo extremo de esas bandas de don-nadies que parecían hacerle un favor por dejarse fotografiar. Para él, que había cimentado la carrera de un millón de músicos, grupos y estrellas de rock, tener que pedir permiso para hacerle una foto a alguien, le parecía ridículo. “Ya no hago fotos en esos sitios”, nos dijo. Sin embargo, acabamos convenciéndole.
Lo que siguió fue una semana de risas, anécdotas, fotos (al final le pudo el amor de su vida: la cámara) y -sobre todo- de una enorme humanidad. Baron era un hombre cariñoso disfrazado de gruñón, disfrazado -a su vez- de señor harto de vagar por el mundo. Era también un tipo generoso, cachondo y listísimo. Después de Madrid, estuvimos con él en Barcelona y luego en Roma y luego, antes de darnos cuenta, ya éramos parte de su familia. Hace unos días, Michael Zagaris, uno de sus mejores amigos, explicaba que el fotógrafo había muerto. Su convivencia con una larga enfermedad terminal se había agravado en los últimos meses y él mismo se había despedido de los suyos con un mensaje en Facebook. Tenía 83 años y seguía siendo tan especial como cuando todo empezó: 50 años antes.
“Un día, unos amigos me propusieron hacer fotos para ellos. Iban a arrancar una nueva revista y necesitaban un fotógrafo. No tenían dinero, pero uno no le dice que no a un amigo. Lo que pasa es que cuando les pregunté cuál iba a ser su línea gráfica me miraron como a un marciano”. Así nos explicó Baron Wolman en una de esas sobremesas que no tenía final, su rol como director gráfico in pectore de la que a la postre sería la revista más mítica de la historia de la música: Rolling Stone.
Baron Wolman fue uno de los mejores fotógrafos que jamás ha pisado los escenarios donde se dirimía el destino del rock’n’roll. Desnudo cuando no tenía una cámara al cuello, siempre sereno hasta cuando la cosa se desbordaba, amigo de mitos como Jimmy Hendrix o Janis Joplin, y observador de los que era capaz de discernir lo banal de lo imprescindible y lo esencial de lo puramente escénico. El de Santa Fé era un animal creativo de los que devoran etapas más rápido de lo que un ser humano normal puede procesar.
Su alianza con Jim Marshall, Neil Preston y el mencionado Zagaris fue clave para que la fotografía musical, la que inmortalizaba a los dioses de las guitarras, las divas y las bandas de prodigios chiflados que recorrían el país de punta a punta, se convirtiera en algo completamente distinto. Marshall era el más salvaje del cuarteto, el tipo crudo que iba armado con una pistola cargada y un cuchillo de grandes dimensiones a los conciertos adoptó enseguida el rol de mentor y protector de Baron, un hombre que evitaba los líos. “Jim era mi mejor amigo, pero estaba chiflado. Cuando iba a su casa, llamaba a la puerta y le gritaba ‘soy Baron’ antes de apartarme, porque él tenía la costumbre de disparar a través de la pared cuando alguien se presentaba en su casa sin avisar". Siempre se reía a carcajadas cuando hablaba de Marshall, con la energía de un niño travieso que acaba de confesar algo terrible. El mismo niño que bajaba la cabeza cuando se loaba su rol de tipo imprescindible para poder entender a los iconos de la música aun a 1.000 kilómetros de distancia o que se movía siempre tocado con una gorra de los Boston Sox aunque había nacido en Ohio: “Es la B de Baron, tío”.
Había fotografiado a Van Morrison, Led Zeppelin, Miles Davis, Jerry Garcia, Bob Dylan, Jim Morrison, Mick Jagger o The Who. Precisamente fueron estos últimos los que pasaron por su cámara en la despedida oficial del estadounidense del mundillo de las estrellas del rock. “Baron es una leyenda”, nos soltó (sin que nadie le preguntase) Pete Townsend, legendario guitarra del grupo, en los camerinos de la primera edición del Mad cool en Madrid. Un festival que sirvió al de Ohio para confirmar que todo había cambiado: “Antes las bandas eran gente cool, que disfrutaban de la música, que trabajaban con Jim, con Michael o conmigo. Podías entrar en cualquier parte y formábamos una gran familia. Ahora todo está lleno de niñatos, peajes, publicistas, representantes y gente que no siente ningún respeto por la música. Por eso he perdido cualquier interés en este mundo”, confesaba con el aplomo del que lo ha visto, oído y fotografiado todo. Lo decía alguien que había sido pionero en Woodstock , viajero incansable, autor de una tonelada de libros sobre músicos, deportistas o modelos y creador del trabajo más iconográfico sobre el controvertido universo de las groupies, Electric ladies. Un auténtico todoterreno y un espléndido narrador de historias, que jamás se cansaba de recordar que en realidad tampoco era para tanto.
“Como el sol se pone por el Pacífico, mi vida está a punto de ponerse también”, decía. Así, con la elegancia y la serenidad que habían conquistado durante décadas a amigos y estrellas por igual, se despedía de los suyos. Llevaba pateándose el mundo desde 1965, había sido militar, espía, testigo de la guerra fría, y se aficionó a la música gracias a la colección de vinilos de su madre. Casado (y luego divorciado) con una bailarina, experto en danza clásica, aviones y fútbol americano, con más kilómetros en sus zapatos que la maleta de un Papa, nuestro querido Baron deja un legado inabarcable de luz, focos y bambalinas y la sensación de que sin él, el rock’n´roll pierde a un activo insustituible. “Fue increíble vivir esa época. Los malditos años 60. Llegabas allí, todas las puertas estaban abiertas, entrabas y te ponías a hacer fotos: era una maldita mina de oro. Cuando muera, quiero volver allí”.
Maldita sea, Baron, ojalá tus deseos se hayan cumplido. Te echaremos de menos.
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