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Francamente, querido
Columna
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Marlene también quería a Robert Redford

Con la muerte de Robert Redford se extingue lo mejor de un país que hoy está en manos de fanáticos

Elsa Fernández-Santos

Jessica Lange está dispuesta a ser Marlene Dietrich. A sus 76 años, la actriz estadounidense tiene entre manos un proyecto sobre la gira final de la diva alemana. El adiós de Dietrich ocurrió a principios de los años setenta y fue apoteósico gracias a su encuentro en 1955 con un jovencísimo Burt Bacharach, su último cómplice en un mundo que ya no la quería por su edad. Jessica Lange puede ser una gran Marlene.

La más apátrida de las grandes estrellas, la mujer que dejó Berlín asqueada ante el avance del nacionalismo y se pasó el resto de su vida entre baúles, la actriz adorada y admirada por todos (de Orson Welles a Billy Wilder) tuvo un olfato infalible para detectar a los grandes: desde su nacimiento artístico, de la mano del genio Josef von Sternberg, a su defunción, apoyada en el talento musical de un imberbe Bacharach. En una de sus últimas entrevistas, Marlene confesó su admiración por un joven actor, el que más le interesaba del Nuevo Hollywood, Robert Redford. Casualmente fue Bacharach quien compuso la música de Dos hombres y un destino, tantas veces asociada a la plenitud de Paul Newman y Redford. A la pregunta de si sentía interés por alguna estrella joven, Marlene respondió con su tono grave: “Solo Robert Redford, y no solo por ser un hombre increíblemente guapo [...]. Vive a su modo. No malgasta su tiempo en cosas y planes innecesarios. Sigue así, Robert Redford”.

La muerte del actor, el pasado 16 de septiembre a los 89 años, ha tenido una connotación muy simbólica en nuestro presente: con él se extingue lo mejor de un país que hoy está en manos de fanáticos del dinero y la religión. Como recordaba el brasileño Kleber Mendonça Filho en su película-ensayo Retratos fantasmas, los cines de su ciudad, Recife, están hoy ocupados por templos evangélicos. Es la ola integrista que nos invade, de norte a sur, una peste en forma de delirio religioso cuyo ejemplo más salvaje y aterrador se pudo ver en el homenaje a Charlie Kirk, el líder juvenil MAGA asesinado. El tipo de fanáticos de los que siempre huyó Dietrich, atea declarada.

En medio de tanta oscuridad nos salva la luz de esos faros que resisten en islotes solitarios, como el de la cineasta argentina Lucrecia Martel. No es solo lo que dice ante tanto horror y tanta tontería (suelen ir juntas, me temo), es también cómo lo dice. En el último festival de Venecia, en el que presentaba el documental Nuestra Tierra, sobre el asesinato del líder indígena Javier Chocobar, la cineasta declaró algo que hay que tatuarse: “El cine entró en una zona de impotencia donde las mujeres tienen que hablar con las mujeres, los hombres con los hombres, los negros con los negros, los indios con los indios. Es indispensable asumir el riesgo de conversar con los otros y cometer errores en esa conversación. Es necesario animarse a cometer errores”. Martel añadió que aunque podría disfrutar de la vida tumbada en la playa, no lo hará porque el cine tiene hoy una relevancia fundamental para contar “lo que está sucediendo”. “La historia nos ha puesto en esta encrucijada y no ha llegado aún el tiempo de jubilarnos”. En otras palabras, ya vale de resignación y cinismo. Como nos enseñaron Marlene Dietrich o Robert Redford, dejemos de malgastar nuestro tiempo.

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Sobre la firma

Elsa Fernández-Santos
Crítica de cine en EL PAÍS y columnista en ICON y SModa. Durante 25 años fue periodista cultural, especializada en cine, en este periódico. Colaboradora del Archivo Lafuente, para el que ha comisariado exposiciones, y del programa de La2 'Historia de Nuestro Cine'. Escribió un libro-entrevista con Manolo Blahnik y el relato ilustrado ‘La bombilla’
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