“Llevo oyendo que soy vieja desde que tengo 30 años”: Daryl Hannah, la actriz que nunca se ha callado
40 años después de ‘1, 2, 3... Splash’, la película que la convirtió en una estrella, la actriz ha conocido el éxito y el fracaso, el acoso de la prensa, la violencia de Harvey Weinstein y ha decidido que una estrella de cine puede hacer muchas más cosas aparte de actuar
Hace cuarenta años, el estreno de 1, 2, 3... Splash, actualización en forma de comedia romántica de La Sirenita de Andersen, descubrió al mundo una criatura fascinante: Daryl Hannah (Chicago, 63 años), rubia altísima y escultural de ojos azules que consiguió que un ejército de niñas que hoy frisan los cuarenta se llamen Madison, como la protagonista de la película. Un papel rechazado previamente por Sharon Stone, Michelle Pfeifer y Melanie Griffith sirvió para consolidar su hasta entonces titubeante carrera. Lo que pocos podían imaginar es que aquella exhibición pública que habría colmado de felicidad a cualquier actriz emergente, era un verdadero suplicio para ella. Toda la película había tenido un cierto aire de pesadilla. “Había viajado mucho por el mundo, pero al mismo tiempo estaba muy protegida”, declaró a People. “Todavía no había tenido novio, así que la desnudez me ponía muy nerviosa”.
También le aterrorizaba la secuencia del beso. “Cuando ya lo has hecho una vez es más fácil superarlo, pero esa primera vez, cuando no conoces a alguien y tienes que besarlo, resulta muy vergonzoso”. Un detalle sorprendente en la biografía de una mujer poco convencional que en 2024 acumula más noticias por su ferviente activismo medioambiental que por su pasos por la alfombra roja. Sigue trabajando, aunque ahora nadie le presta demasiada atención. Y no parece molestarle en absoluto.
El momento crucial en la vida de Hannah llegó tras la separación de sus padres. Tenía siete años. Buscó “refugiarse en la seguridad de un mundo imaginario” y su actitud ensimismada alertó a los profesores que le sugirieron a su madre que la internara. “Yo creo que simplemente era poco comunicativa y vivía en las nubes. Luego, siendo adolescente, me diagnosticaron síndrome de Asperger en grado leve. Ahora sigo siendo rarita, pero me lo guardo para mí”, declaró a EL PAÍS durante una de sus visitas a España. En lugar de llevarla a una institución, su madre se la llevó a vivir a las Bahamas por un período indefinido para que hiciera lo que quisiera. No regresaron a casa hasta que se sintió bien de nuevo. Ventajas de ser inmensamente rica. Tras el divorcio, su madre se había casado con Jerrold Wexler, un empresario multimillonario.
No era una buena estudiante. Destacaba más en deportes gracias a un físico atlético que la acomplejaba. Le gustaban el ballet y el teatro y tenía claro que su vocación era el cine. Se había enamorado de la interpretación de pequeña, cuando su insomnio la hizo descubrir el cine clásico. En cuanto terminó el instituto, se mudó a Los Ángeles para intentar colarse en la industria. No le hizo daño que el hermano del nuevo marido de su madre fuese Haskell Wexler, director de fotografía de Alguien voló sobre el nido del cuco y ¿Quién teme a Virginia Woolf? Pero Hannah no necesitaba demasiada ayuda: ese físico que la acomplejaba la convirtió en el objeto de deseo de agentes y productores.
Era un rostro nuevo y “una cosa que hacen bien en Los Ángeles es oler la carne fresca”, declaró. Su aspecto la condenaba al cliché, a ser la rubia sin luces al servicio de la masculinidad del protagonista. “Es capaz de hacer papeles mucho mejores que los que ha conseguido”, observó orgulloso su tío. “Desafortunadamente, está envuelta en el tipo de cuerpo y rostro que impide a la gente ver más allá de eso”. The Guardian la definió como “una valquiria que se comporta como un fauno”, una buena carta de presentación para su primer papel relevante, la Pris, “modelo básico de placer”, de Blade Runner (1982).
La de Hanna es una de las presencias más fascinantes de una película hipnótica que no fue excesivamente apreciada en su momento. Si lo fue por ella, que vio su sueño cumplido. Aquello era justo lo que buscaba. “Cuando hice Blade Runner me transporté por completo a otro mundo”, confesó. “Todo fue perfecto. Era justo lo que quería, convertirme en otra persona. Quería vivir en otra realidad”. 1, 2, 3... Splash le descubrió la parte negativa de su profesión. “Siempre me gustó actuar, pero me sentía muy incómoda con el resto de los aspectos del trabajo, como la publicidad”. Fue consciente entonces de que la industria no se parecía al glamour de cine clásico que la había enamorado en su infancia. “No me di cuenta de que, como era una niña cohibida, cuando la gente me mirara, sentiría que se estaban burlando de mí”. Volvían los viejos fantasmas, se sentía de nuevo como en el colegio. “Sabía que la gente me miraba porque tenía un aspecto extraño”.
El éxito de 1, 2, 3... Splash la encasilló como “una protagonista de fantasía masculina particularmente ignorante: la niña torpe e inocente con el cuerpo de una mujer”. Ella fue consciente y lo asumió. “Todas las actrices de 20 años son vistas así. Es un negocio dominado por los hombres. Es solo un grupo de tipos que dicen: ‘Hagamos que la chica sea más joven, sexy y atractiva’. Es una industria explotadora y es una pena, porque tiene el potencial de ser realmente transformadora”. Algunos de esos papeles basados únicamente en su atractivo fueron fracasos sonados como El clan del oso cavernario (1986), Jugando en los campos del señor (1991) o Memorias de un hombre invisible (1992). Recibió un Razzie, el premio a la peor interpretación, por Wall Street (1987), la radiografía de la codicia ochentera de Oliver Stone. También acumuló éxitos discretos: estaba encantadora en Roxanne (1987), versión modernizada de Cyrano, y como tercera en discordia en la divertida Peligrosamente juntos (1986) al lado de Robert Redford y Debra Winger, aunque de nuevo interpretaba a una mujer-niña sexualizada.
El éxito y el depredador
Se resarció del Razzie en la coral y lacrimógena Magnolias de acero (1989), pero tardaría casi 15 años en reivindicarse. Lo consiguió como tantas estrellas en el olvido gracias a que Quentin Tarantino vio el lado oscuro de una criatura aparentemente celestial y le dio un papel crucial en las dos entregas de Kill Bill (2003 y 2004). “Estaba haciendo una obra en Londres y una noche él apareció detrás del escenario. Había volado a la ciudad solo para ver la obra y se iba a ir a la mañana siguiente. Todo lo que me dijo fue que estaba escribiendo algo pensando en mí”, relató. “Siempre he sido una gran fan suya y admiro su trabajo. Incluso trabajé como miembro del equipo al final de la película cuando terminé de rodar mi parte”. Bordó el papel de Elle Driver, la más letal y amoral de las secuaces de Bill. Y generó otra secuencia icónica: su paseo por el hospital silbando la música de Bernard Hermann para Nervios rotos.
Kill Bill marcó un punto de inflexión en su vida, pero no todo fue positivo. Está segura de que Harvey Weinstein tuvo que ver con el frenazo de su carrera. La primera vez que coincidieron él alabó su trabajo y le pidió el teléfono. Hannah no conocía su reputación y le pareció normal, pero no le pareció tan normal que el productor se presentase en su hotel y aporrease su puerta. La actriz se escapó por otra puerta y pasó la noche en la habitación de su maquilladora. Sus vidas volvieron a cruzarse durante la promoción de la segunda parte de Kill Bill, pero esta vez el productor no aporreó la puerta: utilizó su llave para abrirla ante la sorpresa de una aterrada Hannah, que afortunadamente estaba acompañada.
“Irrumpió como un toro furioso. Y sé con cada fibra de mi ser que si mi maquillador no hubiera estado en esa habitación, las cosas no habrían ido bien. Fue aterrador”, confesó a Ronan Farrow en uno de los artículos clave para desenmascarar al productor. En el tercer encuentro no pudo esquivarlo: Weinstein le exigió que acudiese a una fiesta promocional, pero cuando llegó descubrió que el evento no existía, la sala estaba vacía, sólo estaban Weinstein y ella. “¿Tus tetas son reales?”, le preguntó. Le pidió que le dejase tocarlas o al menos verlas, ella lo mandó a la mierda y se fue. A la mañana siguiente, el avión privado de Miramax se fue sin ella y se cancelaron sus vuelos a Cannes.
Al contrario de lo que sucedió con otras víctimas del productor, Hannah no se calló. “Llamé a todos los que tenían poder y les conté lo que había sucedido”. Solo le sirvió para darse cuenta de la impunidad con la que el jefe de Miramax operaba y de lo frágil que era su posición. “No importa si eres una actriz famosa, no importa si tienes 20 o 40 años, no importa si denuncias o no, porque no nos creen. No solo no nos creen, sino que nos reprenden, nos critican y nos culpan”. Este capítulo de su biografía ayuda a entender por qué, exceptuando su paso por Sense8, la fascinante ficción de las Wachowski para Netflix, no volvió a participar en ninguna producción relevante tras su éxito en Kill Bill.
Lo que no ha hecho es dejar de trabajar, también detrás de la cámara. En 2018, escribió y dirigió Paradox, un musical protagonizado por su marido, el rockero Neil Young, con el que también trabajó en A Band A Brotherhood A Barn. Su relación con el canadiense se desarrolla al margen del foco mediático. Solo se supo que se habían casado por la indiscreción de un amigo. No sucedió lo mismo con su primer novio mediático, el también cantante Jackson Browne. Tras casi una década de relación, la historia se acabó cuando Hannah acabó una pelea con un ojo morado, un dedo roto y numerosos hematomas.
Llega John John
Su principal apoyo en aquel momento fue John John Kennedy. Eran amigos desde la adolescencia, cuando ambos veraneaban en San Martin, en el Caribe, y se reencontraron en la boda de Herbert Ross, que en aquel momento la dirigía en Magnolias de acero, y la tía de Kennedy, Lee Radziwill, hermana de Jackie Kennedy (y uno de los “cisnes” de Capote). Aquel encuentro sirvió para que surgiese la chispa, pero en aquel momento ambos estaban comprometidos. Cuando finalmente empezaron a salir se convirtieron en la pareja favorita de los paparazzi. Encandilaban a todos excepto a la madre del novio, que se opuso a su relación como antes se había opuesto a los romances de su hijo con Madonna o Sarah Jessica Parker.
Hannah siempre ha tenido presente que los demás piensan que es un poco excéntrica y no se esfuerza por hacer lo que se espera de una estrella. Hace tiempo que su labor como activista prima sobre su trabajo de actriz. E incluso ha visitado la cárcel. En 2006, por encadenarse a un nogal en defensa de una granja orgánica en el sur de Los Ángeles, tres años después por protestar contra la explotación de la cima de los Apalaches para extraer carbón, y en 2011, por manifestarse frente a la Casa Blanca contra la construcción del oleoducto Keystone XL.
“A nadie le gusta ir a prisión”, declaró a EL PAÍS en 2012, “ni que le esposen, pero a veces es necesario para lanzar un mensaje”. Hannah no vive en una mansión en las colinas de Hollywood. “No quiero casas y coches más grandes”. Habla sobre sostenibilidad, y predica con el ejemplo. Se abastece gracias a sus propias fuentes de agua y electricidad. Sus casas funcionan con paneles solares, sus váteres son de compost y sus coches utilizan como combustible el aceite sobrante de restaurantes de comida rápida. Cultiva sus propios alimentos y vende el excedente en un mercado de agricultores; cría abejas, teje y cuida de cuanto animal abandonado acaba en su granja: vacas, caballos, alpacas, gallinas, perros, gatos… que muestra orgullosa en sus redes sociales, más propias de la dueña de un santuario animal que de una estrella.
Al contrario que otras celebridades no piensa meterse en política, pero no vive ajena a ella. “Mientras vivimos engañados, se privatiza el sistema penitenciario, la sanidad, el agua... Como ser humano, mi compromiso pasa por ser una ciudadana informada y usar mi voz para lograr que otras personas se involucren. El verdadero cambio empieza desde abajo, no desde arriba”. Y sigue trabajando, aunque algunos piensen que su momento ya ha pasado. “Llevo oyendo que soy mayor para determinados papeles desde la treintena, y nunca he parado de trabajar. Yo me siento joven, así que ni siquiera pienso en ello. Solo cuando veo en Internet que comentan lo mal que me ha quedado este o aquel retoque. ¿Por qué creen que me he operado, si estoy llena de arrugas?”.
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