Amistades ‘portátiles’ en WhatsApp: ¿hasta qué punto podemos ser amigos de gente que no vemos nunca?
Desde el surgimiento de las plataformas de chat y el advenimiento de las redes sociales, hablamos y establecemos profundos lazos de amistad y confianza con gente a la que vemos en persona o muy poco o nunca
La amistad, a lo largo de la historia, ha sido todo un tema. En algún momento del siglo IV antes de Cristo, Aristóteles define los lazos que nos unen a los amigos como una forma de amor, ubicando “philia” en un pedestal tan eminente como el que se reserva a “eros” porque “el amar muy tiernamente y de corazón parece ser el extremo de amistad”. Corte a: un par de milenios después, Tom Anderson, creador de MySpace, emerge como “el hombre con más amigos del mundo”.
Se suceden los chistes que hacen mención a Roberto Carlos y la foto de Tom, sonrientemente arqueado de perfil, funda uno de los primeros memes de nuestro tiempo. Nuevo salto adelante: el estallido de Facebook reabre la conversación abierta por Tom –y por tantas entregas de El diario de Patricia –en torno a la ciberamistad. Los sociólogos y los psicólogos invocan el origen de esta historia y se remiten a Aristóteles para descalificar el fenómeno de los vínculos online como un placebo. La amistad, según el filósofo griego, se divide en tres dimensiones, utilidad, placer y carácter, y el chateo acaricia únicamente la superficie de todas ellas.
Último flashforward, hasta nuestro presente. En el año 2024, algo ha cambiado. Una década después de la eclosión de las redes –y más de dos décadas después de la eclosión de los servicios de mensajería instantánea–, muchos de los vínculos creados por la gente que un día fue extremadamente online se han quedado ahí –aunque ellos ya no sean tan digitales–, evolucionando en las llamadas amistades portátiles, con presencia escasa en la vida física pero protagonismo intenso en la vida interior; amistades siempre disponibles en nuestros bolsillos para volcar desde chispazos de ingenio urgente a confesiones más íntimas de las que, a veces, somos capaces de compartir con los amigos a los que sí vemos a menudo, entre caña y caña.
¿Qué son? ¿Medio amigos? ¿Amigos fantasma? ¿Pepitos grillo de la conciencia que han encontrado en el smartphone un hábitat inmanente? Lo que sigue es un crisol de testimonios destinados a encontrar el lugar de la amistad virtual en nuestra época.
Platonismos y desvirtualizaciones
Sara tiene un amigo etéreo pero íntimo desde hace por lo menos veinte años, al que jamás ha visto. “Nos conocimos chateando en el IRC, y cuando el IRC desapareció, continuamos hablando por mail, y desde hace unos años por WhatsApp. No es un desconocido: sé su nombre y su dirección, he visto muchas fotos suyas, sé cantidad de cosas de su familia (porque me las cuenta) y, ocasionalmente, nos mandamos regalos por correo ordinario, por el cumpleaños o sin razón ninguna. Hay temporadas en las que hablamos todos los días y temporadas en las que hablamos menos, pero nunca pasa una semana sin que uno de los dos le cuente algo al otro”. Viven en la misma ciudad desde hace unos 15 años (él es de Madrid, Sara de Asturias, aunque se mudó a la capital por trabajo). Su historia parece el reverso luminoso de la novela Cicatriz, de Sara Mesa. “Nunca hemos quedado en persona. Pero es muy importante para mí y pienso muy a menudo en él, y a veces quedamos para ver películas cada uno en su casa y comentarlas luego, o leemos el mismo libro y lo comentamos, o reservo cosas interesantes que encuentro por la red para mandárselas y hablar de ellas”.
Siempre que los amigos físicos de Sara le preguntaban por qué no traspasaba el Rubicón de la tridimensionalidad y se animaba a quedar con él, ella se encogía de hombros y respondía que no lo necesitaba. Sólo una vez estuvieron a punto de. “Un día me mandó una foto preguntando ‘¿es ésa tu terraza?’, y sí que lo era. Si hubiera estado en casa, habría bajado a saludar, supongo. Pero no estaba, así que solo le dije: ‘¡sí!”. ¿Crees que la amistad se degradaría si empezaseis a quedar?, le pregunto a Sara. “No creo, sospecho que no quedaríamos muy a menudo, porque la relación escrita es estupenda. Funciona muy bien para momentos tipo ‘¿Estás despierta? No puedo dormir’, y charlar un rato sobre el problema que sea”.
El de Sara es un caso extremo. Muchos usuarios de la amistad portátil sí han llegado a desvirtualizarse. “Conocí a mi amigo Iñaki por Twitter, empezamos a seguirnos hace más de diez años. Lo que nos unió fue la cinefilia y la seriefilia; también que los dos éramos homosexuales, por lo que nos entendimos muy bien desde el principio”, cuenta Javi, periodista. Él vive en Madrid e Iñaki, su amigo, en Pamplona. “Él empezó a venir a Madrid algunos fines de semana a salir de fiesta, entiendo que para salir de su jaula rural. La primera vez que nos vimos le acogí en mi grupo de amigos y desde entonces se ha hecho uno más. Todos tenemos relación con él por WhatApp y nos vemos en Madrid, en festivales o haciendo viajes juntos”. Javi define a Iñaki como “una de las cuatro o cinco personas a las que envío todos mis pensamientos, chistes y memes, está en mi círculo más privado”. La virtualidad no resta galones a Iñaki en su jerarquía emocional. “Es más íntimo que muchos amigos de la vida rutinaria de Madrid a los que veo más pero con los que comparto menos cosas”. Eso sí: Javi admite que el entorno natural de su amistad sigue siendo el texteo. “Sin llegar a ser incómodo, es cierto que en persona a veces la conversación fluye menos que por WhatsApp. Supongo que cuando te acostumbras a tener unos códigos con una persona, al cambiar el contexto, la comunicación no fluye igual”.
A veces las amistades portátiles nacen de un curso inverso y pasan del plano físico al digital. Es lo que le sucedió a Noelia, de 28 años. “Alkistis, Ute y yo nos conocimos en Tartu, una ciudad universitaria del sur de Estonia, hace ocho años. Habíamos ido allí de Erasmus, nuestros grados no tienen nada que ver pero nos veíamos todos los días. Nuestras residencias estaban muy cerca, así que quedábamos para comer, cenar... Hacíamos excursiones los fines de semana, nos ayudábamos con la burocracia... ¡Nos apuntamos juntas a un curso de ruso! Alkistis es griega y vive en Alemania y Ute es alemana”. Cuando el Erasmus legó a su fin, volvieron a su país y la amistad se metamorfoseó. “Nos escribimos casi todas las semanas, nos dejamos audios de voz y de vez en cuando nos llamamos o hacemos videollamadas y nos ponemos al día. Si pasa algo grave, nos contamos con detenimiento”.
Infiltrado en un grupo de WhatsApp
Antón, de 31 años, me pone sobre la pista de otro fenómeno: “Yo pertenezco a un grupo de amigos de WhatsApp que en abril cumplió una década de funcionamiento. Somos gente muy diversa, de varios puntos de España, que nos conocimos a través de Twitter y que mantenemos relación de forma casi exclusivamente digital”. En el grupo hay 26 personas; la edad media ronda los 30. En alguna ocasión han alquilado una casa rural y desvirtualizadora, de ésas con piscina y césped de pachanga, pero por lo general se ven poco o incluso nada: dos de los participantes son de Burgos y nunca jamás han quedado en Burgos, por ejemplo. “Esto es una sinergia que viene de los años de gloria de Twitter y que al final se acabó trasladando totalmente al Whatsapp: somos mutuals tuiteros que se niegan a extinguir su mutualidad”, explica Antón. Es decir, que al mismo tiempo que los hilos de curiosidades, la algoritmia enratonada y las placas azules a precio de incel empezaron a pudrir el ecosistema de su hábitat natural, y al mismo tiempo, también, que un grupo de veinteañeros con tiempo libre se convirtieron en treintañeros con trabajo, la complicidad germinada al calor de Twitter se vio abocada a desplazarse al invernadero de la adultez: un señor grupo, como los padres del AMPA o las comunidades de vecinos.
Le pido a Antón que me meta durante 24 horas en su madriguera, con el permiso de los otros 25, para observarles. Acceden. Durante el tiempo que estoy entre ellos, no intervengo nunca y me limito a analizarles con la mezcla de curiosidad y recelo de una Jane Goodall tomando notas detrás de unos arbustos. La actividad es frenética y plural. Aquí hay funcionarios, abogados, periodistas; también una embarazada a la que preguntan de vez en cuando cómo está. La conversación oscila pronto de las náuseas gestantes a la Eurocopa, con la misma fluidez con la que se pasa a comentar el golpe de estado fallido en Bolivia y se diseminan referencias memísticas aquí y allá al camarero tiktoker que dice “con permiso”. Mentiría si dijera que, cada vez que miraba el móvil y veía 126 mensajes pendientes, los ignoraba en vez de repasarlos uno a uno con avidez fisgona; mentiría también si presumiera de haber entendido la mitad de sus chistes. Si la amistad es una forma de amor y los amantes hablan, por defecto, un lenguaje secreto, está claro que a mí, desde este arbusto voyeur, me falta un diccionario. Pero son muy graciosos. Los envidio y los temo a la vez.
Los grupos de amigos no son exclusivos del ámbito millennial. Ángel tiene 49 años y trabaja escribiendo guiones y artículos de prensa. Desde hace un tiempo, ha formado junto a dos amigos, Víctor y Juan, un podcast a través de Spaces –la plataforma de audio de Twitter– llamado La tertulieta, que no viene a ser otra cosa más que una emanación de la amistad que los tres han tejido a base de chats y audios. No se conocen en persona. “Pasamos de comentar chorradas por un grupo de WhatsApp a tener una amistad personal donde comentamos de nuestra vida diaria y demás, algo un poco más serio”, explica. “Los lazos que se establecen son intensos porque, al final, este medio provoca una especie de presencia constante que no se produce en la vida real. Aquí estamos siempre, por decirlo de una manera rápida: en la calle, no”. Para Ángel, esto no se trata de nada nuevo, ya que siempre han existido “gente que jugaba partidas de ajedrez o que mantenía relaciones por carta”. Según él, todo se reduce a encontrar a gente con la que compartir intereses o que, simplemente, te cae bien. “Ése es nuestro caso. Tres personas con vidas muy diferentes, incluso con puntos de vista muy diferentes sobre la vida, que se encuentran en un lugar donde se hacen un rinconcillo, una casa en el árbol. En el fondo esto es una casa en el árbol pero para gente mayorcita ya”, resume.
Un último testimonio que ayuda a cerrar el círculo. Allá por 2007, Camilo, escritor que entonces tenía 37 años, se hizo amigo de un periodista de 45 en la fiebre de los blogs. Con el tiempo, la relación pasó a ser frecuente a través de messenger. Hasta que un día, tras meses de contacto, se hizo la revelación. “Resultó que no tenía 45 años, sino 15. Era un joven gallego que había volcado sus ansiedades en Internet, gracias a un alias, ante la falta de amigos en su instituto que compartiesen sus inquietudes. Lejos de sentirme estafado, me pareció muy gracioso”. Desde entonces, la amistad ha continuado. Aunque a lo largo de estos 17 años se han visto en persona unas cinco ocasiones, la relación se ha desarrollado, sobre todo, de manera online. “Hemos tenido épocas de hablar a diario y otras más intermitentes, pero la confianza se mantiene. También hay un cierto vínculo creativo. Él, con el tiempo, se hizo periodista de verdad”. ¿La última vez que hablaron? Cuando el amigo le pidió a Camilo que recapitulara por WhatsApp la historia de su amistad, para cerrar un artículo: este.
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