“Para tratarse de un multimillonario, tiene un avión de mierda”: ¿por qué tiene Donald Trump un avión privado tan viejo?
Si Trump gana de nuevo las elecciones podrá volver a volar en uno de los mejores aviones del mundo, el Air Force One. Mientras tanto continúa sus viajes con un Boeing 757-200 que intriga a la prensa especializada
La última en dar pie, muy a su pesar, a una polémica de altos vuelos ha sido Taylor Swift. Pese a su (presunta) preocupación por el cambio climático, la emperatriz de la constelación pop no dudó en recurrir la pasada primavera a un vuelo privado de apenas 40 segundos de duración, desde el aeropuerto de Los Ángeles a un destino muy cercano, para ahorrarse un atasco en las autopistas de circunvalación angelinas. Pocos días después se hizo público que los dos jets de los que es propietaria Swift habían recorrido en 2023 más de 280.000 kilómetros, el equivalente a algo más de siete vueltas al mundo por el ecuador. De la rubia nacida en Pensilvania suele decirse también que es la única mujer que tendría asegurado derrotar a Donald Trump en caso de que decidiese disputarle en noviembre la presidencia de los Estados Unidos. Taylor no simpatiza con Trump (el expresidente republicano dice sentir por ella un amor no correspondido), pero comparte con él un detalle crucial: ambos forman parte de esa estrecha élite de estadounidenses, entre 10.000 y 15.000 seres humanos con posibles, que posee y utiliza regularmente al menos un avión privado.
La principal diferencia es que Swift suele volar de un concierto a otro a bordo de una auténtica virguería, un flamante y novísimo Dassault Falcon 7X con una autonomía de vuelo que supera las 6.850 millas náuticas y en cuya lujosa cabina hay espacio para 16 pasajeros. Trump, en cambio, fiel a la ética (relativamente) espartana que le inculcaron en su juventud en el barrio neoyorquino de Queens, prefiere surcar los cielos embarcado en una antigualla.
Aterriza como puedas
Estamos hablando de un Boeing 757-200, una reliquia de los felices noventa que el magnate adquirió en 2010 con el dinero que le proporcionó su participación en el reality show de la NBC The Apprentice. Por entonces, el artefacto volátil llevaba ya en servicio desde 1991. Se acercaba peligrosamente al final de su ciclo de vida útil y pertenecía a una generación de la estirpe Boeing que ya había dejado de producirse. A diferencia de los jets modernos, no contaba con un sistema informatizado de control de alas y cola, sino con un vetusto sistema de botones y barras.
El avión permaneció en un hangar, a buen recaudo, entre 2016 y 2020, el periodo en que su propietario fue presidente de la primera potencia mundial y pudo permitirse el lujo de volar en un Boeing 747 reacondicionado en profundidad y valorado en miles de millones de dólares, el celebérrimo Air Force One. En enero de 2021, en cuanto Trump dejó de ser el principal inquilino de la Casa Blanca, su 757 (que por entonces tenía un valor de mercado inferior a los 8 millones) fue trasladado a un taller de Luisiana donde le aplicaron una nueva capa de pintura. La gigantesca T de su cola fue sustituida por una bandera estadounidense y el aparato recibió un nuevo nombre, testimonio del insobornable optimismo y las eternas aspiraciones de su titular: Trump Force One.
El político en excedencia forzosa llegó a asomarse a la red Truth Social para mostrar el nuevo aspecto del viejo juguete y contarle al mundo algo que no resultaba en absoluto evidente: que su avión era mejor que el de Joe Biden. Cuatro años después, Trump sigue aferrado al entrañable cacharro que Jeff Wise, periodista científico y experto en aviación, describe como “un autobús escolar de segunda mano”.
Wise explicaba hace unos días en New York Magazine que, en caso de resultar reelegido dentro de tres meses, Trump no solo obtendría una inmunidad aún más amplia, “un pingüe sueldo de 400.000 dólares brutos, el privilegio de encarcelar a Joe Biden y poderes dignos de un emperador”. También podría darse el gustazo de sustituir de nuevo el caduco y precario Trump Force One por el verdadero Air Force One. El pálido sucedáneo por el único avión verdaderamente digno de un macho alfa de su calibre.
Wise cita a un vendedor anónimo de jets privados que sintetiza la cuestión en un par de frases inmisericordes: “Lo que ha hecho Trump es el equivalente a comprarse un ferry que iba camino del desguace, hacerle un par de retoques para que tenga aspecto de embarcación recreativa y presumir de que tienes el yate más grande del mundo”. El periodista añade en su artículo que Trump peca de racanería, ceguera o exceso de apego nostálgico, porque la fortuna personal que le atribuye Bloomberg (alrededor de 6.500 millones de dólares) podría permitirle agenciarse “un Gulfstream G650 o un Dassault Falcon” como el de Taylor Swift, el par de modelos que podrían considerarse ahora mismo “los porsches y los lamborghinis del aire”.
El boletín comercial Private Jet Clubs va un paso más allá al afirmar, sin piedad y sin matices, que “para tratarse de un multimillonario, Trump tiene un avión de mierda”. La revista insiste también en comparar el periclitado 757 con el mucho más rápido, moderno y fiable Gulfstream G650, fustiga “su mecánica obsoleta y sus costes de mantenimiento disparatados” y critica con saña la “costumbre” trumpiana de adquirir aviones comerciales de museo en dudoso estado y añadirles una capa de barniz para que parezcan jets de lujo.
A continuación, repasa sus ostentosos acabados de seda y roble chapados en oro y su exterior reluciente y pomposo, los largos periodos de semiabandono que ha sufrido el aparato, expuesto a la corrosión en hangares de segunda, su lentitud, falta relativa de autonomía y problemas para coger altura (factores que lo convierten en mucho más vulnerable en caso de turbulencias) y lo ridículas que resultan en general sus prestaciones. Por no hablar de la nula sostenibilidad del avión, que le garantiza una huella de carbono incluso superior a la casi siempre en uso flotilla de Taylor Swift.
¿Qué tienen los demás?
La comparación resulta aún más sangrante si se repasa, como ha hecho otro medio especializado en lujo aéreo, Jet Finder, el hardware volador del que disponen otros famosos milmillonarios. Jeff Bezos, sin ir más lejos, se desembarazó de su Dassault Falcon 900EX en cuanto se le puso a tiro un Gulfstream G650ER a un precio módico: apenas 75 millones de dólares, lo que factura Amazon en una madrugada de poco trajín.
Bill Gates no se ciñe a las modas y valora los productos exclusivos. De ahí que su volátil privado sea un Bombardier Global Express tecnológicamente eficiente, capaz de recorrer 13.000 millas de un tirón a velocidades que rondan los mil kilómetros por hora. Elon Musk, más pragmático y menos tecnófilo que Gates, ha transitado la misma ruta que Bezos: del Falcon 900 al Gulfstream último modelo. Dicen en Jet Finder, tal vez en un alarde de humor, que son las elecciones más coherentes con su estilo de vida “simple y austero”.
Richard Branson, uno de los principales adversarios de Musk y Bezos en la carrera espacial entre ricos muy ricos que tiene en vilo al planeta, está abonado a la cofradía de los Dassault Falcon. Además, posee uno un tanto baqueteado cuyo precio apenas supera ya los 6 millones de dólares. Su excusa es que apenas lo necesita. Puede echar mano de cualquier aparato disponible de su empresa de aviación, Virgin Atlantic Flight Services.
Jet Finder, pese a todo, muestra un cierto respeto hacia el Boeing 757 de Trump. Lo incluye en la terna de jets de una cierta notoriedad y no se refiere a él en términos abiertamente hostiles, aunque sí señala que hace muchos años que dejó de valer los 100 millones de dólares que al parecer costó. Elogia muy especialmente sus paredes bañadas en oro de 24 quilates y su enorme tamaño, que le permite acoger a bordo a un total de 43 personas estratégicamente repartidas entre varios espacios, para que la intimidad del jefe no quede comprometida en ningún caso.
Pero es probable que la clave de esta historia esté en otra parte. Tal y como insinúa Wise, puede que la terca adhesión de Trump a su cada vez más ineficiente antigualla se deba a razones ideológicas.
Al expresidente le entusiasma la historia de la aviación y le estimula sentirse conectado a ella. No resulta casual que uno de sus ídolos sea un aviador pionero, Charles Lindbergh, el hombre que cruzó el Atlántico por vez primera en un vuelo sin escalas, de Nueva York a París, a bordo de una tartana voladora en mayo de 1927 y también el político desacomplejado, populista, nativista y aislacionista que patentó el lema America First (Estados Unidos primero) y al que Philip Roth imaginaba accediendo a la Casa Blanca contra todo pronóstico en su novela La conjura contra América. Es probable que Trump, mientras sobrevuela el país en las entrañas de su autobús escolar con alas, se sienta la reencarnación de Lindbergh. De ser así, parece evidente que solo aceptará sustituir su 757 por otro periodo de cuatro años a bordo del Air Force One.
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