Fórmula 1: ponga un piloto en su vida
Recuerdo nostálgico de Jody Scheckter, el único que ha ganado una carrera con un coche de seis ruedas
La única vez que he asistido a una carrera de Fórmula 1 fue el 27 de abril de 1975, año del que recuerdo la muerte de Franco y, sobre todo, aunque quizá no fuera tan trascendental, que aprobé milagrosamente la selectividad (la primera en España). Fue gracias a que me cayeron los presocráticos que había estudiado a fondo, aunque no tanto como me hubiera gustado, en casa de Sylvana Mestre, mi guapa vecina de pupitre en la academia barcelonesa Wellthon. En aquella época se celebraba el Gran Premio de España en el circuito urbano de Montjuïc, donde había corrido Fangio, que suena a marca de helados pero era un piloto al que por cierto una vez secuestró Fidel Castro cuando era comandante guerrillero. Si hoy parece exótico que los coches de carreras corrieran por Montjuïc más lo es que pocos años antes lo hicieran por Pedralbes. El trazado de Montjuïc era complejo y peligroso. Curiosamente es el lugar de la ciudad donde tradicionalmente te enseñan a conducir las autoescuelas.
Aquella carrera de F1 de 1975, que Fitipaldi no quiso correr, aunque le habíamos convertido en adjetivo de conductor descerebrado, fue un desastre: Rolf Stommelen perdió el alerón trasero y su Embassy Hill voló sobre el guardarraíl matando a cuatro espectadores, incluido un bombero (el piloto sobrevivió, pero, lo que tiene el destino, se mató en un percance casi exacto en 1983 en una carrera en California a los mandos de un Porsche 935). No vi el accidente de Stommelen, pero aquello me alejó de los circuitos. De hecho, han tenido que venir los coches literalmente hasta mi trabajo para que yo haya vuelto a ver F1 en directo: el pasado 19 de junio el alcalde Collboni los metió en pleno paseo de Gràcia en una atronadora exhibición. ¡Toma carril bici, Colau! La cosa me ha devuelto a mis tiempos de gran interés por las carreras, aunque he de confesar que he sido más de Fórmula V que de Fórmula 1.
Mi piloto favorito, y con esto queda todo dicho, era Jody Scheckter, que corrió en Montjuïc en aquella carrera de 1975 y al que recuerdo en su Tyrrell 007 con el número 3 y publicidad de Elf tomando la curva de la Guardia Urbana. Scheckter era un sudafricano de aquella época de Fitipaldi, Lauda, Reutemann, Depailler, Andretti y Ragattoni —uy, Ragazzoni—, que se la pegaba en cada carrera y que parecía una mezcla de Garfunkel (en moreno), Ninetto Davoli y el Starsky de Starsky y Hutch. Le conocían como Bebé Oso y The Pooh. Siempre parecía que hubiera dormido vestido, incluso con el mono ignífugo, que es una ropa.
Todo el mundo consideraba una excentricidad que yo fuera fan de Scheckter —la verdad es que no quedaban muchos pilotos libres—, y no digamos cuando conducía el extravagante Tyrrell P34 de seis ruedas (“a piece of junk”, decía él mismo). Hasta que ganó en 1979, con Ferrari, el campeonato del mundo (con el modelo 321T4, del que tengo en mi mesita de noche una bonita miniatura). Fue el triunfo de los que no nos comíamos una rosca. Y que viva Jody. Antes había conseguido ganar varias carreras con el Wolf, un coche tan improbable como él. Scheckter, que ya fue a la baja y se retiró de la F1 a los 30 años, en 1980, sigue siendo el único africano (y el único judío) que ha ganado el campeonato. Y es el único también que ha vencido un GP (Suecia) con un coche de seis ruedas (aquel Tyrrell P34). Yo lo tengo en mi galería de héroes junto a Johnny Clegg, el zulú blanco, y Zola Budd, la corredora descalza. Ahora cuenta 74 años, ya no conserva ni el recuerdo de su mata de pelo y rige una granja “biodinámica” en Hampshire especializada en queso de búfala. Somos los pilotos que escogemos y Jody Scheckter, que ha regresado envuelto en un rugido lejano de F1 y el recuerdo de la selectividad (y, ay, de Sylvana), es el mío. “We race as one!”.
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