Momias, anacronismos y ¿bisexualidad?: el “taquillazo clave de los noventa” que resucitó el cine de aventuras
Basada en el clásico de terror de Universal, ‘La Momia’, protagonizada por Brendan Fraser y Rachel Weisz, se convirtió en un éxito inesperado hace 25 años, cuando parecía que el regreso de ‘Star Wars’ apuntaba a arrasar con todo
“Muerte y castigo eterno para cualquiera que abra este cofre” son palabras suficientemente intimidantes para pensar bien en traer de vuelta algo enterrado en el pasado. Era la inscripción que los personajes de la película La momia (1932) leían sobre la tumba de Imhotep, un sacerdote del Antiguo Egipto, y el mensaje debió de resonar también en los despachos de Universal durante varias décadas. Más allá de la versión británica realizada por la productora Hammer en 1959, el estudio estadounidense se mantuvo tiempo renuente a resucitar al que había sido uno de sus monstruos clásicos, junto con Drácula (1931), El doctor Frankenstein (1931) y El hombre invisible (1933). Varias tentativas de nuevas versiones se sucedieron, con maestros modernos del terror como George A. Romero, Clive Barker o Joe Dante al frente, pero ninguna llegó a concretarse. Hasta que alguien propuso un giro novedoso: convertirla en una película de aventuras al estilo de Indiana Jones.
Estrenada el 7 de mayo de 1999, hace 25 años, La momia fue más que un mero remake y marcó el principio de una saga con entidad propia, que daría lugar a dos secuelas, una franquicia derivada aún más larga (la de El rey Escorpión, iniciada en 2002, y actualmente compuesta de cinco entregas) y una serie infantil de dibujos animados. Vista hoy no es difícil entender, pese al frío recibimiento de la crítica, por qué la película amasó más de 400 millones de dólares en cines de todo el mundo: en la historia de Hollywood, pocas cosas han gustado más al común de los espectadores que ver a gente guapísima moviéndose por escenarios espectaculares, con acción, romance épico y dosis de fantasía.
Pero, a excepción de la fama de Brendan Fraser y el interés por la materia que pudiera haber despertado El príncipe de Egipto (1998) —que comercialmente no había sido para tirar cohetes—, nada apenas indicaba que La momia tuviese mucho que hacer en el año de Star Wars: La amenaza fantasma, estrenada dos semanas después, a cuyo lado pintaba de otro tiempo. Volver a lo clásico, sin embargo, a veces funciona.
Bendita maldición
El director y guionista Stephen Sommers había demostrado su habilidad para combinar aventura, terror fantástico, comedia y efectos digitales en Deep Rising (El misterio de las profundidades) (1998). Con La momia, para la que dispuso de un presupuesto cercano a los 80 millones de dólares, pudo desplegar esa variedad de registros en una producción al estilo de la edad dorada, con grandilocuente música de Jerry Goldsmith y donde Brendan Fraser, en palabras de Sommers, ejercería de moderno Errol Flynn. Una propuesta del cineasta a la hora de vender su visión a Universal fue la de situar la trama en los años veinte. No era una idea peregrina: todo el fenómeno en torno a las supuestas maldiciones faraónicas había estallado en aquella época con el descubrimiento, en 1922, de la tumba de Tutankamón, a la que siguieron una serie de muertes, cercanas en el tiempo, de personas relacionadas con el hallazgo, que fueron la comidilla de la prensa amarillista.
Aunque el egiptólogo Howard Carter, protagonista del descubrimiento (y que, lejos de las garras de vengativas deidades, murió bastantes años después), siempre lo negó, la creencia de que en la estancia de Tutankamón figuraba el mensaje “La muerte golpeará con su miedo a aquel que turbe el reposo del faraón” fue la base de un incipiente subgénero cinematográfico y literario, con el relato Lote número 249 (1892), de Arthur Conan Doyle, como visionario antecedente. En ese contexto surgió La momia de 1932, que partía de la premisa de un descubrimiento con consecuencias fatídicas e inconvenientes regresos del más allá. A diferencia de Drácula y Frankenstein, los otros monstruos que acababa de llevar al cine Universal, aquel era un argumento original, si bien el tratamiento dado a la criatura era también el propio de una novela del romanticismo: tras despertar después de 3.700 años, Imhotep, la inquietante momia interpretada por Boris Karloff, buscaba traer al presente al gran amor que le fue arrebatado y por el que le condenaron a morir.
La película de Sommers mantuvo el nombre de la momia y su motivación, con la entonces desconocida Rachel Weisz en el papel de la mujer a la que Imhotep pretendía sacrificar para devolver la vida a su ancestral amante, Anck-Su-Namun. Los puntos en común terminan ahí. En la versión de 1999, es el personaje de Weisz el que impulsa el descubrimiento: una egiptóloga guiada por un legionario (Fraser) que conoce las ruinas de Hamunaptra, la Ciudad de los Muertos, en lo que se entiende como un trasunto del Valle de los Reyes, donde se encontraban tumbas como la de Tutankamón. Ardeth Bay, que era el seudónimo que adoptaba Imhotep para pasar desapercibido en la película original (un anagrama de “Death by Ra”, muerte por Ra), pasó a ser el nombre de otro personaje, el del líder de los Medjay, los descendientes de una antigua guardia encargada, entre otros asuntos, de vigilar y proteger las tumbas reales.
¿Sugieren estas pistas una base real en el argumento o maldición que describe La momia? “Hamunaptra nunca existió, ni tampoco el Imhotep de la película. El real, que llegó a ser divinizado, fue arquitecto y dios de la medicina. A él se le atribuye la construcción de la primera pirámide de la historia, la del faraón Zoser, hace casi 5.000 años. No cuenta con ningún aspecto negativo, todo lo contrario”, explica el historiador, escritor y egiptólogo Nacho Ares, que responde por correo electrónico desde Egipto. “El inicio con esa reconstrucción de Tebas con las pirámides de fondo es completamente anacrónico y absurdo, pero son iconos que el gran público relaciona de inmediato con un tiempo y un lugar determinados del pasado. Y no se necesita nada más”.
Imhotep y Anck-Su-Namun tampoco fueron amantes: 13 siglos separaron ambas vidas. Ella fue la esposa de Tutankamón, probable guiño en la película de 1932 al entonces reciente hallazgo arqueológico. Ares, que dedicó un libro al título protagonizado por Boris Karloff (La momia: El libro del 90 aniversario, 2022, Notorious) y acaba de publicar La sombra de Atón (HarperCollins), novela ambientada en el reinado de Ramsés II, defiende la película de Sommers como “una película de entretenimiento que lo único que pretende es eso, entretener. No es una clase de historia”. “Cuenta con ingredientes que completan un cóctel único de aventuras en el desierto, misterio y una egiptología quizá idealizada”, opina. “Si añadimos papiros perdidos que esconden una leyenda sobre una ciudad perdida, Hamunaptra, un nombre que no dice nada pero que nos suena al Antiguo Egipto, lo tenemos todo”.
“Debería haberse llamado El calvo”
En un artículo conmemorativo del vigésimo aniversario, en 2019, la periodista Maria Lewis, en Junkee, no dudaba en calificar La momia de “taquillazo clave de los noventa”. En su pieza contraponía las críticas negativas de la época con el emotivo recuerdo de la película exhibido en redes sociales por espectadores que la vieron de niños. Hay un meme recurrente que habla de La momia como “la película que crió a una generación de bisexuales”, por el atractivo de su reparto femenino y masculino (sin obviar el gran trabajo asociado de maquillaje, peluquería, vestuario y hasta fotografía). “Fue, según un estudio, el momento exacto en el que el 90% de los mileniales despertaron como bisexuales”, bromeaba una cabecera humorística. El propio Stephen Sommers remó a favor de la belleza: el personaje de Ardeth Bay debía ir completamente tatuado, pero cambió
el criterio al considerar que su actor, Oded Fehr, era “demasiado guapo” para ser tapado.
Quien el crítico Stephen Hunter consideraba que, definitivamente, debía ir tapado era Arnold Vosloo, el actor de Imhotep: en su crítica de 1999 para The Washington Post, dejaba ver su decepción con el aspecto de la momia, al no ir toda la película bajo las vendas (como fue el caso de la encarnación de Christopher Lee para la Hammer, solo con los ojos al descubierto). El director y Universal consideraban que al público contemporáneo le resultaría más cómico que terrorífico ver a una momia vendada persiguiendo a los protagonistas. Pero nunca llueve a gusto de todos. “Apenas hay momias, solo un calvo muy alto. Debería haberse llamado El calvo, pero supongo que no querían perder dinero”, escribía Hunter. Otras críticas apuntaban a su concepción del entretenimiento ligero, sin demasiada profundidad temática, a diferencia de las versiones de 1932 y 1959, donde en la maldición podían leerse ciertos matices de castigo al colonialismo británico. Y el reproche más extendido y vigente: su exotismo y un casting lleno de actores blancos haciendo de egipcios. Debido a la situación política, la película tampoco se rodó en Egipto, sino en Marruecos.
Con fracasos todavía muy recientes de películas de similar espíritu pulp como La sombra (1994) o The Phantom (El hombre enmascarado) (1996), el éxito de La momia condujo a una recuperación del cine de aventuras, sin la cual posiblemente Disney no se hubiera atrevido a producir Piratas del Caribe: La maldición de la Perla Negra (2003), que también contaba con el catastrófico precedente comercial de La isla de las cabezas cortadas (1995). La película fue sucedida dos años después por El regreso de la momia y una tercera parte más deslucida, La momia: La tumba del emperador Dragón (2008), ya sin Sommers en la dirección ni Rachel Weisz, y ambientada en China. “Para mí, una película de La momia tiene que transcurrir en Egipto. Cuando ves una película de Tarzán, quieres verle en la jungla”, lanzaba como pulla el año pasado Stephen Sommers en una entrevista para Syfy Wire.
A Sommers, que lleva sin dirigir desde 2013, no le fue bien fuera de la saga. Aunque las críticas nunca le acompañaron, los malos recibimientos a Van Helsing (2004), donde ahondaba en el imaginario de monstruos de Universal (se daban cita Drácula, Frankenstein y el Hombre Lobo), y a G.I. Joe (2009) acabaron dando con sus huesos en “la cárcel de los directores”, el concepto usado en la jerga de Hollywood para referirse a la situación de cineastas de grandes estudios que pasan a considerarse arriesgados de financiar. En 2017 se estrenó un nuevo remake, con escaso vínculo argumental y protagonizado por Tom Cruise. La película estaba diseñada como el inicio de un nuevo universo estilo Marvel, el Dark Universe, con narraciones interconectadas: Javier Bardem ya estaba contratado como nuevo Frankenstein, Johnny Depp como Hombre Invisible y Russell Crowe como Dr. Jekyll. El sonado fracaso de la película de Cruise, sin embargo, provocó la cancelación de todo el proyecto.
Brendan Fraser, entre tanto, vivió un via crucis: al declive comercial, el divorcio de su mujer, una depresión y las secuelas de sus accidentes en rodajes (en la propia La momia casi muere durante la escena del ahorcamiento, que rodó sin doble) se sumó la presunta agresión sexual que sufrió en 2003 —y de la que no habló hasta 15 años más tarde— por parte del periodista Philip Berk, presidente de la Asociación de la Prensa Extranjera, que organiza los Globos de Oro. Su retorno por la puerta grande con La ballena (2022), por la que obtuvo el año pasado el Oscar al mejor actor, le ha devuelto a la primera línea. Sin planes de una cuarta entrega, los espectadores de un cine de Londres tuvieron en enero de 2023 la oportunidad de verle una vez más en el atuendo de Rick O’Connell, su personaje. Y Fraser, por la calurosa bienvenida del público, de ver el cariño que dos décadas y media después le profesan quienes crecieron con la película.
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