Placeres de verano | Llevar una camisa explosivamente colorida
No hay forma más eficaz de conocer a alguien que ver cómo viste la mañana de su tercer martes de vacaciones; liberado, como el salvaje de Rousseau, puede que se haya entregado al poder de los colores y los estampados
Es una tarde de finales de julio con unos señores 38 grados en el centro de Madrid, pero el dramaturgo Julio Rojas (Huesca, 36 años), actualmente bajo la sombra de un árbol por el Retiro, tiene una solución: “Este conjunto imposible”, anuncia, y sacude desde el cuello la camisa de gruesas rayas blancas, amarillas, verdes y azul marino, que lleva. La clave son sus pantalones, anchos y arremangados sobre la rodilla, los cuales, lejos de ser de un único color para atenuar la explosión de la camisa, la redoblan: tienen motivos florales de tonos tierra —beis, verde oscuro— con toques rosa salmón, amarillos y blancos. El cierre del look son los pies descalzos en unas sandalias de velcro, por lo cual no se sabe a simple vista si al autor y actor lo han teletransportado sin aviso desde de una cala desierta en Ibiza o si acaba de recobrar el sentido tras un festival de música clausurado hace semanas. Tal vez en los noventa.
Pero, en el fondo, de eso se trata. Para Rojas, que anda en Madrid por la producción de Sodoma, obra que estrenará en el Festival de Otoño, tiene todo el sentido vestir, en fin, contrasentido. “Si vamos a la Puerta del Sol ahora, todo el mundo va a ir de blanco o de marrón”, se jacta (fe de errores: no fuimos a comprobarlo). “A mí, vestirme con ropa así me ayuda a iluminar el día, a sentir cierto control sobre la jornada que tengo por delante, incluso el calor que voy a sentir. Al escogerla ni me planteo qué pensarán los demás porque es verano. Las convenciones sociales son meros constructos, eso lo sabemos. Pero estos meses, cuando la mayoría de ellas se detienen, además lo vemos”. Y ver algo, por norma, invita a participar de ello.
Cargarse las convenciones es un tema recurrente en las obras de Rojas —las muy anarquistas Julieta y Ofelia, suicidas de toda la vida y Martirio acaban de ser publicadas por Ediciones Antígona— pero en este caso no está solo. Una parte esencial del hedonismo veraniego consiste en mandar a tomar viento no solo las mangas de las camisetas, sino todo el ordenamiento jurídico-estilístico que obedecemos el resto del año. Y, junto a este acto, otro placer imbatible, el de observar al individuo emancipado. No hay forma más eficaz de conocer a alguien que ver cómo viste la mañana de su tercer martes de vacaciones; liberado, como el salvaje de Rousseau, devuelto a un estado natural al que solo se llega como Hemingway contaba que perdió sus ahorros, primero poco a poco y luego de golpe, lleno de regalos para el ojo atento. El mismo pantalón corto por cuarto día seguido; la infausta entrega al blanco de quien aún se siente joven por dentro (o competitivamente moreno por fuera); el pie siempre descalzo de quien nunca se encuentra del todo cómodo. La sudadera del concurso de leche Ram, en 1992, de quien quiere que cada verano le recuerde a todos los veranos. Un estudio publicado en abril sugería que el 54% de los españoles estaban dispuestos a gastar entre 100 y 300 euros por renovar el armario de cara al verano. Nos tomamos en serio vestir como nosotros mismos.
El universo que se abre tras la emancipación estilística es tan inagotable como la imaginación humana; su manifestación más extrema, su núcleo y corazón, son esos “conjuntos imposibles” que decía Rojas. El placer de rendirse a los colores llamativos (¿camiseta verde, pantalón azul, sandalias amarillas? ¡Adelante!) por su capacidad de invocar la alegría, únicamente superable por enfrentar estampados: caer entre palmeras, flores, plátanos o piñas. Parecer, en fin, un detective resuelve crímenes en Miami en una serie de los ochenta. El monopolio que tuvo el gremio de detectives sobre el indumentario veraniego en esa década, y parte de los noventa, también es eterno como la imaginación humana: el uniforme de colores claros era el del agente Crockett de Corrupción en Miami (1984-1989) y las docenas de sucedáneos que inspiró; el estampado, el de Magnum (1980-1988) y los cientos de sucedáneos que de él surgieron.
Un detective privado nunca viste acorde con el entorno en el que se encuentra, esa es la primera regla del audiovisual negro. Elliott Gould, el mejor Philip Marlowe de la historia, se paseaba por las playas de Los Ángeles totalmente trajeado y desubicado en Un largo adiós (1972). El bueno de Colombo se presentaba al público en esa misma ciudad y ese mismo año como la única persona capaz de aguantarle la mirada a la clase alta angelina vestido con una gabardina arrugada de Cortefiel. “Va usted por la vida con el aspecto de una cama sin hacer”, le espeta una joven rica en la primera temporada, un insulto de esos que te dan ganas de enemistarte con alguien solo para poder usarlo. Pero a él eso le da igual, como a Crockett y como a Marlowe les daba igual. Su ropa es una armadura, prueba de la individualidad y la libertad que ostentan en este mundo corrupto, falaz y homicida. No están aquí para someterse a la sociedad. Están aquí para hacer lo que consideran correcto. Todos somos un poco detectives privados hasta septiembre. Como dice Rojas: “Es época de desmontar las rutinas y ver qué queda”.
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