Entre el himno de España y Bad Gyal: así fue como Alejandro Palomo conquistó Nueva York
El diseñador cordobés y su variopinto séquito pasearon la última colección de Palomo Spain por la gran manzana, que regresa a la infancia del creador en un pequeño pueblo andaluz
Los fruteros montan sus puestos en la Primera Avenida del East Village neoyorquino cuando termina la fiesta de Alejandro Gómez Palomo —o Palomo Spain, o Ale si se dirige a él su gente, o Alejandro para el que lo acaba de conocer—. La noche del lunes 13 de febrero se acaba porque empieza el día, el siguiente al desfile del diseñador cordobés en la semana de la moda de Nueva York. 24 horas lleva despierto, si es que se puede contar como dormir las noches de insomnio previas a la presentación de The Closet, la colección con la que Palomo, de 31 años, regresa a su infancia, a cuando revolvía en el armario de casa para jugar a vestirse sin límites, y así es como viste al resto. Pura espontaneidad y diversión, como en cualquier juego, solo que este es muy serio: concluye cerca de las 12 del mediodía de ese lunes con el desfile de 40 modelos ataviados con un abrigo con forma de edredón, una camisa extragrande abrochada en la espalda y mucho pelo y muchas plumas en la pasarela de Studio 525, un cubículo blanco en Chelsea en el que se imponen los colores de sus diseños.
200 invitados asisten al show, 200 asistentes que aceptan la invitación de la agencia de comunicación de Palomo, que cuenta con cuatro enviados especiales en Nueva York. Águeda, la jefa: “¿Viene al final Julia Fox?”. Su compañero Ángel: “No, tiene al niño malo”. Pedro, el que más cerca está de Palomo: “¡Pero ha confirmado Candace Bushnell [la autora de Sexo en Nueva York]!”. Todos: “¡¡¡Vamos!!!”. Operan desde el penthouse de un hotel en Midtown; desde la planta 18, con vistas al Empire State Building, convertida durante seis días en un palomar, por donde circulan amigos de Palomo a probarse looks para llevar a la fiesta y al desfile. Sale el primer modelo en Studio 525 y suenan los acordes del himno de España, interpretados por tres instrumentistas.
Palomo, nada más terminar el show: “Nos apropiamos del himno para que deje de ser rancio y patriótico y pase a representar a la España en la que creemos, donde un hombre lleva un vestido de plumas y botas de tacón”. Su equipo de comunicación le discute los días previos si resulta procedente arrancar el desfile con la marcha real. Él está convencido, lo siente, siente que es el momento —Palomo lleva Spain por bandera en su etiqueta, moda española explícita— y además es el jefe.
Alejandro es muy jefe, es decir, muy guay. No rehúye la intendencia. Se asegura de que haya agua y café en la planta dos del hotel, donde el sábado 11 y el domingo 12 de febrero se organiza el fitting, el proceso en el que se decide cómo se combinan las prendas y los accesorios que llevan los modelos el día del desfile. Toda la colección cuelga de burros y se conforman los looks uno a uno con los modelos presentes. También hay joyas y gafas de una colección, la cuarta ya, que Alejandro diseña para Multiópticas y que se llama PaloMó. El diseñador, al inicio de la segunda jornada del fitting, con un café en un vaso de cartón: “Es mi producto que más me encuentro por la calle, el más cercano y democrático. Voy al Rastro y veo a un grupo de chicos modernísimos que llevan mis gafas”. Continúa: “Completan un look, es para tener bastantes y jugar con ellas, me divierte”. Remata: “Me implico mucho, no se trata solo de hacer una cosa que venda, son gafas que tienen una historia, un diseño complicado”.
Por entre la mesa en la que se disponen las lentes de sol y de ver, que llevan nombres de amantes de Palomo, y los bolsos, y los pantalones cargo brillantes y los vestidos —ordenados pero sin manías, todo en su sitio pero sin obsesiones— hay una veintena de personas trabajando. Alicia, la estilista que decide junto con Palomo la composición de los 40 looks: “Esas mangas no son lo suficientemente grandes para causar impacto y la camisa parece de un niño pijo”. Se habla claro en la familia, todo el mundo escucha. La decisión última es de Palomo pero no existe esa jerarquía mal entendida donde se dice lo que quiere oír el que manda. Acto seguido, Santiago, el costurero, descose las mangas. Palomo: “Menudo lookazo, es el que más me gusta [este comentario se repite varias veces a lo largo del sábado y el domingo, cuando todo se decide]”. Aplausos de todos los presentes al modelo, que desfila por la habitación y parte del pasillo.
Es la hora de comer: llegan 10 cajas de pizza. Familiares. Las pide Ana, que lleva las cuentas en la corporación Palomo. Proceden de una pizzería local, en Midtown, donde se ubica el NH que aloja a todo el equipo. Un par de pizzas son de Buffalo chicken, que Tim, nuestro fotógrafo neoyorquino, se apresura a reivindicar como una receta popular y local. Llevan mucho pollo y muchísimas salsas, la porción pesa mucho. Todos están invitados a comer, también dos fotógrafas jóvenes instaladas en la city que han pedido documentar el proceso y un videógrafo que porta una cámara noventera como la que aparece en la película Aftersun.
Palomo —vestido con una americana cruzada negra y un vaquero enorme que casi cubre unas botas de dedos separados— y su equipo vuelven a la habitación del fitting, donde esperan Mark, el encargado del casting de modelos, y Jesse, su asistente. Ven en una tablet la Puppy Bowl, una Super Bowl jugada por perros previa al gran evento deportivo del año en ese país donde la cara buena es muy buena y en el que Rihanna baila contenida porque está embarazada.
Fuera, en una sala de espera, aguardan uno, dos, tres y hasta cuatro modelos. Algunos se conocen entre sí de otros shows. Tienen alrededor de 20 años, son altos, guapos, modernos, diversos y ya visten bien antes de llevar uno de los diseños de Palomo. Perth, uno de los más chulos y expansivos: “Este look me lo pondría en una cafetería por la mañana”. Camina con un traje azul de tela de toalla cuyo acampanado pantalón arrastra tanto como una bufanda confeccionada por un grupo de señoras mayores de Posadas —el pueblo de Palomo y donde se ubica su taller—. Perth transmite lo que el diseñador quiere y que manifiesta en inglés con acento británico: que sea huggable, o sea que te dan ganas de abrazar al que se ponga una prenda de su colección. Que pase el siguiente. Jesús María es de origen dominicano y conoce la firma, le emociona desfilar para Palomo. Su look se completa con las gafas Ryta Palomó. Jesús María, en el backstage antes de que comience el show: “Me gustan mucho estos detalles circulares de las patillas, me suben la autoestima, me dan ganas de salir, de platicar”.
Algunos modelos llevan auriculares en el ensayo como los futbolistas al bajar del autobús, otros hablan mucho y deprisa porque están nerviosos. Los hay que ni parpadean. Los propios modelos terminan de aplicarse el maquillaje para que parezca genuino y divertido y los peluqueros terminan de despeinar a los chicos. Alicia: “No queremos rock and roll, sino chavales que se acaban de levantar”. Eso es lo que transmite la colección The Closet. La bata que cuelga en el baño se transforma en un traje de fiesta —bajo a comprar el pan y la barra acaba llegando al after—. El cojín se convierte en un sombrero. La toalla anudada a la cintura es una falda, porque hace unos años Palomo contó que el hombre podía llevarla y ahora le sugiere cómo hacerlo; al principio le ayudó a abrir una puerta más del armario, ahora quiere que revuelva y lo saque todo. Entra el último modelo y sale el diseñador a saludar al público. Mano al corazón y antes de que se pierda detrás del biombo que precede al backstage levanta los brazos con los puños cerrados en señal de victoria.
Liberación. Comienza la fiesta. Primero en un bar italiano de Chelsea en el que un grupo pequeño brinda con margaritas. Más tarde en un restaurante de hamburguesa y langosta, donde se levantan copas de prosecco. Se unen a la celebración los padres de Alejandro y otros amigos de la familia, todos tan cariñosos y cercanos, más la expedición de Pelonio, la agencia de comunicación; Pablo, su novio, y Toccororo, la DJ criada en Galicia y afincada en Madrid que pincha de 11 a 1.30 en el rooftop del hotel Public, otro palomar. Se baila voguing, se canta un remix de Jennifer Lopez y la sesión se embarra con sonidos latinos deconstruidos para terminar con electrónica clubera. Mientras los camareros anuncian que no sirven más bebidas y se cierra la terraza desde la que se ve el skyline de Nueva York, se piden los taxis de camino al Club Cumming.
En el coche de Pelonio, de tres filas de asientos, va montada Toccororo, que convence al conductor para poner música. Suena Bad Gyal a todo lo que da. El chófer se echa la mano a la cabeza. Son solo 10 minutos. Esperan un entregado pianista y un micro abierto, un lugar cabaretero. Los hay que cantan muy bien, como si estuvieran en una audición. Y los hay que lo hacen muy mal, es decir, muy bien, porque el público premia su atrevimiento y corean la canción elegida, en este caso Man in the mirror. Palomo se une a un mexicano que canta Corazón partío. Ya es martes desde hace cuatro horas. Camiones enormes de cabina con morro cruzan la ciudad. Todos los que caminan, pocos, lo hacen sin compañía. Los fruteros todavía solo hablan entre ellos. La fiesta termina. Otra vida empieza.
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