“Personifica el poder de los indefensos”: la difícil misión de llevar al cine a Super Mario Bros
El emblemático héroe de Nintendo llega a las salas con la voz de Chris Pratt y el riesgo de perder la esencia que le hizo atractivo, basada en que todos nos identificamos con los héroes por accidente
Hubo un momento, hace tres décadas, en el que Sonic y Mario tenían el mismo nivel de popularidad. El puercoespín era mascota de la empresa de videoconsolas Sega, el fontanero italiano lo era de su competidora Nintendo y ambos vendían videojuegos por millones. Pero es Mario, que estrena su primera película de animación en cines el 5 de abril, quien con el tiempo ha trascendido más allá de los videojuegos: puede competir en fama con el mismísimo Mickey Mouse. ¿Cómo lo ha conseguido? Para empezar, ha renunciado a algo de lo que Sonic iba sobrado: personalidad.
Sonic pertenecía a la ola de mascotas canallas que lideró Bart Simpson a principios de los noventa. Le seguían Fido Dido (el chaval grunge con pelo pincho creado por Joanna Ferrone y Sue Rose para Seven Up, el cual llegó a tener su propio videojuego, snack y gomina), Chester Cheetos (el guepardo con gafas de sol que Brad Morgan creó para Matutano) y otros olvidados héroes de videojuegos como Spyro The Dragon o Cool Spot (literalmente, una chapa con gafas de sol): todos transmitían una actitud ante la vida rebelde, chulesca e individualista acorde con la Generación X. Esta moda, como todas, estaba condenada a pasarse. En este contexto de chuletas con gafas de sol, la expresión de listillo de Sonic contrastaba con las cejas siempre arqueadas de Mario, un fontanero alegre con tendencia a toparse con aventuras extraordinarias por accidente.
Mario apenas ha evolucionado desde su debut en 1981, donde era ayudante de la entonces estrella de Nintendo, el gorila Donkey Kong. Su creador, Shigeru Miyamoto, quería usar a Popeye, pero como no le concedieron la licencia versionó sus emblemas (la damisela en apuros secuestrada por un bruto, la indefensión transformada en vigor gracias a una planta mágica; en este caso, unas setas) y le hizo fontanero por un escenario circunstancial: el escenario del primer videojuego eran unas alcantarillas. Su aspecto también respondía a una necesidad visual, porque las limitaciones de los píxeles de la época requerían un diseño sencillo: la gorra les libraba de diseñar el pelo, el bigote les ahorraba ponerle boca y el peto azul sobre una camiseta roja facilitaba localizarlo sobre el fondo negro. Y su única función consistía en dar saltos.
Todos esos rasgos visuales adquirirían un significado. El bigote ocultaba cualquier expresión facial, de manera que el jugador podía proyectarse a sí mismo en Mario enseguida. La energía con la que saltaba sin parar (extendiendo los brazos con una actitud infantil) le daba entidad como héroe: Mario era tenaz, implacable e incansable en su objetivo de rescatar a la princesa, un concepto infalible desde las leyendas artúricas. Y su profesión de fontanero le otorgaba una destreza especial y lo distinguía del resto de mascotas: a diferencia de Mickey, Bugs Bunny o Sonic, Mario era un inmigrante de clase obrera que, en una metáfora nada sutil, se partía la cabeza para conseguir monedas (y en otra más salaz, se ponía a mil cuando comía una seta). Mario es un tipo normal sin más superpoder que la determinación de no rendirse jamás.
El filósofo Simon May, autor del ensayo El poder de lo cuqui (Alpha Decay), señala esta resiliencia como principal valor del legado de Mario, un personaje sin personalidad pero con carácter, aunque solo sea como reacción. “Su poder proviene de su vulnerabilidad. Su violencia intrépida ocurre como reacción y no da puñetazos, solo salta”, analiza. “Su poder no proviene de las políticas de poder clásicas. Y todos necesitamos resiliencia en nuestra vida. Siempre admiramos a las personas que siguen adelante, a pesar de tener experiencias horribles, y que lo hacen de manera no rencorosa ni violenta. Supone un gran alivio dada la tendencia de la naturaleza humana al resentimiento. Así es como los personajes cuquis nos representan. Nosotros tampoco planeamos nada, solo vamos tirando por la vida. Y Mario nunca se rinde. Siempre está dispuesto a volverlo a intentar. Hoy es más vigente que nunca porque personifica el poder de los tradicionalmente indefensos”.
Los intentos de otorgarle una cierta mitología en imagen real han fracasado. A principios de los noventa hubo una serie de televisión y una película (protagonizadas por la estrella de lucha libre Lou Albano y el actor Bob Hoskins, respectivamente) que exploraban la vida cotidiana de Mario y lo presentaban como un perdedor que compartía un precario apartamento lleno de trastos con su hermano Luigi. En el fondo, Mario no necesitaba tanto desarrollo narrativo. Para conquistar a millones de personas (ha aparecido en más de 430 videojuegos, 120 como protagonista, y la saga Super Mario ha vendido más de 500 millones de videojuegos que la convierten en la franquicia más exitosa de la historia) solo le han hecho falta sus rasgos de siempre: un oficio, una cara siempre alegre y una energía entusiasta para saltar hasta el rescate de la princesa.
Esta misión romántica no quiere decir que Mario tenga anhelos físicos. Nintendo ha aclarado en varias ocasiones que, según el canon, Mario y Peach, la princesa, son solo amigos, lo cual coloca a la heredera en un ideal romántico de eterna posibilidad. ¿Quién no podría identificarse con Mario? Del mismo modo, mientras que el villano de Sonic es un científico loco con estética steampunk, el antagonista de Mario, Bowser, evoca a todos los compañeros del colegio que te hicieron bullying. En los últimos 40 años, el bigote ha pasado de moda y ha vuelto, pero Mario ha mantenido su vigencia sin tener que afeitárselo: solo le ha hecho falta carecer de personalidad, lo cual, cuando se trata de mascotas, resulta más rentable que tener demasiada.
Esta fue de una de las lecciones más subrayadas de los noventa. Fue entonces cuando, por ejemplo, Warner Bros se propuso convertir a Bugs Bunny, el Pato Lucas y sus amigos en sus propios Mickey y Donald a través de campañas publicitarias, merchandising y parques temáticos. En un videoensayo reciente, el creador Patrick Willems señalaba que el buque insignia de este rebranding fue la película con Michael Jordan Space Jam (1996), en la que los Looney Tunes (tan conocidos por el humor socarrón, la inteligencia disparatada, la violencia absurdista, la actitud vacilona, el individualismo rabioso, la ausencia de moral, los párpados caídos, la media sonrisa condescendiente y el travestismo como maniobra de distracción) aparecían despojados de la personalidad y el carácter que los habían hecho emblemáticos durante décadas. Dejaron de ser anárquicos para volverse lucrativos.
Se trata de un proceso de neutralización similar al que Disney ha aplicado sobre Mickey, que dejó de protagonizar aventuras (en cientos de cortometrajes anteriores a la Segunda Guerra Mundial exhibía un carácter torpe e inconsciente y una personalidad ingenua, cobarde y dependiente) y se ha ido diluyendo hasta quedarse en un símbolo comercial vacío que evoca, sencillamente, buenos sentimientos. O Donald, que ha dejado de ser un pato con muy malas pulgas para no ser nada más (y nada menos) que un disfraz de Disneylandia. O el canario Piolín, que pasó de ser un personaje complejo (era víctima y era sádico) para ilustrar camisetas sexies. “Para que un personaje funcione como marca”, señala Willems, “hay que eliminar todo lo que le convierte en personaje, desde el conflicto hasta la evolución dramática”. La operación resultó un triunfo económico: Space Jam recaudó 245 millones de euros y generó más de mil en productos de merchandising (hace dos años su secuela recaudó 150 millones, pero había costado 140).
Simon May indica que el culto a lo cuqui explota después de la Segunda Guerra Mundial: Japón necesitaba presentarse ante el mundo como una nación inofensiva y de ahí surgieron artefactos culturales cuquis como Hello Kitty o Mario. Según May, estos personajes triunfan en un mundo ansioso por abandonar las etiquetas extremas, porque se presentan como criaturas que diluyen las dicotomías niño/adulto, humano/animal y masculino/femenino. “Super Mario conecta con el zeitgeist actual de la fluidez”, explica el filósofo. “Estamos presenciando el colapso de las dicotomías rígidas. La más obvia ahora mismo es la del género”.
Mario también diluye las fronteras entre países porque carece de patriotismo, y eso que es claramente italiano. Apareció en la clausura de los Juegos Olímpicos de Río 2016 para tomar el relevo de la antorcha olímpica en representación de Tokio y tiene hasta una calle en Zaragoza, la avenida Super Mario Bros. Los valores universales que Mario representa, a diferencia de los de Sonic, no responden a las tendencias juveniles de una época concreta, sino que tienen una textura universal y atemporal: la justicia, la generosidad, el sacrificio, la humildad, la persistencia y la excelente forma física. Es un no-personaje al que, sin embargo, millones de personas creen conocer a fondo.
Mario no necesita apelar a la nostalgia porque mientras existan la bondad y las tuberías siempre estará vigente. Puede que su falta de personalidad lo convirtiese en una mascota blanda comparada con los demás chulitos de los noventa, pero a largo plazo ha sido su mejor baza. No ha tenido que adaptarse a la cultura porque la cultura se ha adaptado a él. A diferencia de Mickey o Bugs, él no tuvo que volverse menos provocador porque nunca lo fue. Es una mascota perfecta para nuestros tiempos. “Mario se divierte superando los obstáculos que se va encontrando”, apunta Simon May. “Es seguro de sí mismo, pero no cínico. Puede que no tenga personalidad en el sentido tradicional del término, porque es fluido, pero no es un lienzo en blanco. Tiene un significado. La vulnerabilidad, la indefensión y el victimismo son conceptos cada vez más protagonistas en el discurso cultural y, por supuesto, ningún país entiende eso de manera más visceral que Japón”.
El día que se publicó el tráiler de Super Mario Bros: La película, muchos fans protestaron porque su doblador fuese Chris Pratt, algunos por sus presuntas tendencias conservadoras y las acusaciones de homofobia derivadas de su filiación a una iglesia evangélica, y otros porque su voz no se parecía en nada a la que Mario tenía en la serie de animación con la que crecieron. En aquella, el doblador Charles Martinet parodiaba todos los estereotipos de los italianos tanto en el acento como en los fetiches (pizza, pasta, lasaña), un recurso inevitable en los noventa pero inviable en 2023. Martinet lleva tres décadas doblando a Mario y es la voz con la que todo el mundo identifica a un personaje que apenas habla. Lo que quizá teman los fans, por tanto, es conocer en profundidad a su fontanero favorito y que no les guste lo que descubran. La película está obligada a desarrollar cierta identidad para alguien que durante cuatro décadas ha triunfado sin necesidad de ella. A ver si ahora abre la boca y lo estropea.
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