¿Por qué nos encanta hacer listas de las mejores películas del año?
Para encontrar el origen de la tendencia a jerarquizar y escandalizar con clasificaciones hay que remontarse a los inicios del cine
La primera crítica cinematográfica de que tenemos constancia se publicó en The New York Times en mayo de 1896. Era un texto anónimo, austero y conciso, apenas cien palabras dedicadas a saludar la llegada a los Estados Unidos (en concreto, al Keith Music Hall de Nueva York) de las películas de los hermanos Lumière y a constatar que el cine era “una curiosidad científica de incierto futuro”.
En opinión del académico estadounidense James Battaglia, el pecado original de la crítica fue “la falta de perspicacia” y de olfato: “la gente común se enamoró de las películas al menos cinco años antes de que los intelectuales de Londres, París, Berlín o Nueva York empezasen a percibir el inmenso potencial del nuevo medio”. En torno a 1904, gracias a publicaciones como The Optical Lantern and Cinematopraph Journal, empezó a proliferar el comentario cinematográfico, un nuevo género periodístico centrado en apoyar, “más con publicidad que con argumentos sólidos”, los esfuerzos de una industria incipiente y desprovisto aún, en palabras de Battaglia “de nervio, personalidad y ambición literaria”.
Un arsenal de palabras para hablar de cine
En su ensayo Everyone’s a Critic: Film Criticism Through History and Into the Digital Age, (Todo el mundo es un crítico: la crítica cinematográfica a través del tiempo y en la era digital) Battaglia describe los esfuerzos del poeta Vachel Lindsay por dotar a los pioneros de la profesión de una serie de herramientas conceptuales y lingüísticas: en opinión de Lindsay, el cine era “música espacial” y “escultura en movimiento”.
Entre sus herederos cabe destacar a Frank E. Woods, guionista y “cronista cinematográfico”, el primer ser humano, en opinión del historiador Richard Schikel, “que escribió de cine con sustancia y fundamento”. Woods saludó en 1908 la irrupción en Los Ángeles de un intrépido cineasta de poco más de 30 años, un tal David W. Griffith, autor de dramas, películas sociales y melodramas incipientes. Y a Woods habría que atribuir también la ocurrencia, varios años posterior, de elaborar listas con las mejores películas del año.
El estadunidense sistematizó así la tendencia de los críticos británicos a introducir criterios jerárquicos que permitiesen comparar unas películas con otras. The Times saludaba en 1916 el estreno de El nacimiento de una nación, de Griffith, afirmando que se trataba de una obra “superior a The Miracle o Cabiria”, lo que la convertía, en última instancia en el más depurado ejemplo de lo que “la máquina cinematográfica” es capaz de hacer si cae en manos de profesionales “con ambición y talento”. Y concluía con una frase lapidaria: “Se trata de la mejor película de nuestra era”.
Luego, puestos a resumir la historia de la crítica cinematográfica en apenas una frase, le llegaría el turno a brillantes jerarquizadores como James Agee, Andrew Sarris, la escuela francesa impulsada por el imprescindible André Bazin, Pauline Kael o ese espíritu libre que fue Manny Farber, apóstol de las “películas termita”, voraces y corrosivas, capaces de comerse crudas a la mayoría de pomposas y previsibles películas “elefante blanco” de Hollywood. También proliferaron, claro está, los críticos adocenados o directamente nefastos, como un tal Sydney Carroll, comentarista del Sunday Times entre 1925 y 1939, descrito por su sucesor en el cargo como un pobre mastuerzo inepto y miope “incapaz de distinguir una película de una esponja de mar”.
Carreras de caballos
El caso es que la mayoría de estos críticos, excelsos o mediocres, incurrieron en alguna ocasión en el placer culpable de elaborar listas de lo mejor del año. El impulso jerarquizador, en opinión de la crítica estadounidense Alison Wilkinson, existe “desde que el cine es cine”. Puede que para la gente común siga resultando suficiente enamorarse de las películas, sin más, pero los críticos, los integrantes de esa peculiar tribu humana que, en descripción de Wilkinson, “dedica la vida a preservar, explorar y divulgar la tradición cinematográfica cobrando por ello sueldos con frecuencia irrisorios”, sucumben con frecuencia a la necesidad de poner a unas películas a competir con otras, como si se tratase de una carrera de caballos, obviando algo tan elemental como que las de Steven Spielberg y las de Andrei Tarkovsky, por poner un ejemplo intuitivo, corren en hipódromos diferentes.
De ahí las dichosas listas, un artefacto pop de consumo instantáneo que, tal y como explica el crítico y director de cine Daniel Vázquez Villamediana, habría que tomarse tal vez con “espíritu lúdico”, como el juego de complicidades cinéfilas que en el fondo son. Las de este año han empezado a proliferar ya hace un par de semanas.
La de Variety apuesta por Tár, de Todd Field, Los Fabelman, de Steven Spielberg o The Batman, de Matt Reeves. La de Time Out, por Licorice Pizza, de Paul Thomas Anderson, Top Gun: Maverick, de Joseph Kosinski, o The Northman, de Robert Eggers. La de la sección de cultura de la BBC, por Todo a la vez en todas partes, de Daniel Kwan y Daniel Scheinert, Top Gun: Maverick o Red, de Domee Shi. La de The New York Times, por Nope, de Jordan Peele, Neptune Frost, de Saul Williams y Anisia Uzeyman o Mr. Bachman and His Class, de Maria Speth. Huffington Post, por The Woman King, de Gina Prince-Bythewood, Entergalactic, de Fletcher Moules o Tár.
Luego están las publicaciones más sesudas y comprometidas con el (presunto al menos) cine de autor. La decana Cahiers du Cinema se queda este año con Pacifiction, de Albert Serra, Licorice Pizza y Nope, además de con La ruleta de la fortuna y la fantasía, de Ryûsuke Hamaguchi, EO, de Jerzy Skolimowski, Introduction, de Hong Sang-soo, o Quién lo impide, de Jonás Trueba. Sight & Sound, por Aftersun, de Charlotte Wells, Saint Omer, de Alice Diop, o Decision to Leave, de Park Chan-wook. Y por último cabría mencionar también las listas de vocación democrática, es decir, las que elaboran agregadores como Rotten Tomatoes (No Bears, de Jafar Panahi, Happening, de Aubrey Diwan y Marcel the Shell with Shoes On, de Dean Flescher-Camp, son las mejor valoradas) o portales multitudinarios como International Movie Database (IMDB), cuyas métricas han determinado que las películas del año son The Batman, Doctor Strange en el multiverso de la locura, de Sam Raimi, y Thor: Love and Thunder, de Taika Waititi.
¿De qué estamos hablando?
Como ven, un panorama muy variopinto. Cada lista es, como no podría ser de otra manera, hija de su padre y de su madre. Luego vendrán premios como los Oscar para introducir en este retrato robot de la excelencia cinematográfica de los últimos 12 meses el criterio que falta, el corporativo.
Lo cierto es que cada año, según estimaciones de IMDB, se estrenan en todo el mundo alrededor de un millar de películas. Los críticos elaboran sus listas después de haber visto una parte sustancial de esa producción, pongamos que al menos un centenar de estrenos. Luego seleccionan, contrastan y jerarquizan en función de sus propios criterios.
Decía James Agee que cualquier valoración cinematográfica, por banal que resulte, “debe llevar implícita una idea de cine”. Es decir, un criterio de valor, una noción más o menos precisa de cuál es la esencia de esta forma de arte y qué cualidades elevan una película a la categoría de excepcional o, al menos, la sitúan por encima del resto. Los mejores críticos serían, en consecuencia, los más capaces de explicitar esta idea de cine de una manera elocuente e intuitiva.
En el fondo, diría Agee, afirmar que Licorice Pizza es mejor que No Bears o Nope preferible a Happening resulta del todo trivial. No lo es tanto explicar por qué películas como La ruleta de la fortuna y la fantasía o Quién lo impide tienen una relevancia y un valor que no todo el mundo percibe o cuál es el tipo de cine por el que se apuesta cuando se afirma que Introduction o Saint Omer no deberían pasar desapercibidas, porque entran en el selecto grupo de las películas recientes que de verdad valen la pena.
Una operación de rescate
Tal y como explica Alison Wilkinson en un artículo en la revista Vox, una de las funciones de la crítica es hacerle justicia al buen cine y contribuir a rescatarlo del olvido. Es lo que ha hecho Sight & Sound con Jeanne Dielman, 23 Quai de Commerce, 1080 Bruxelles, de Chantal Akerman, la que Wilkinson describe como “una película belga ignota e introspectiva que dirigió una mujer en 1975, dura casi tres horas y medias y tiene un título poco menos que irreproducible”.
El panel de 1.600 críticos reunido por la revista británica acaba de considerar que se trata de algo así como la mejor película de la historia del cine. Mejor aún que Vértigo o Ciudadano Kane, el par de clásicos que venían liderando desde 1962 esta lista, que se actualiza cada diez años. Para leyendas del cine como el director y guionista estadounidense Paul Schrader, apostar por Jeanne Dielman como el más depurado producto de la tradición cinematográfica resulta tan ridículo que ni siquiera puede ser tomado en serio. La votación no ha sido más que “un reajuste políticamente correcto”, una puesta al día para acercarse a los valores y la agenda política de una nueva generación que “ha roto la continuidad histórica”. En opinión de Schrader, la lista de Sight & Sound resultó una herramienta valiosa durante 70 años, mientras apostaba por películas canónicas y plenamente establecidas como las de Hitchcock, Welles, Ozu, Kubrick o Robert Bresson. La extravagante irrupción de Akerman en la cumbre hace que haya perdido todo su valor.
Para Vázquez Villamediana, la lista en sí no tiene mucho sentido como intento de consolidar “algo parecido a un canon cinematográfico”, porque, a pesar de que este año han participado en el panel más críticos que nunca, “sigue conservando un carácter muy eurocéntrico, y siempre habría que cuestionarse a qué críticos en concreto se ha elegido, por qué a unos sí y a otros no”.
Sí resulta valiosa, en cambio, en su apuesta por desbrozar el terreno y redescubrir películas como la de Akerman, una obra “que ha mostrado como ninguna otra la alienación del ama de casa, símbolo del hogar y del orden para la clase media”. Villamediana añade que se trata de cine único en su capacidad de “hacer visible lo invisible”, de captar la vida interior de una mujer anodina y hacerlo “a través de una puesta en escena distante y fría, que no busca la complicidad”.
Llegados a ese punto, ni siquiera tiene sentido plantearse si una obra así de insular, de rica y de exigente es o no la mejor película de la historia. Es extraordinaria, y resulta esperanzador que una nueva generación de cinéfilos se esté asomando a ella precisamente ahora, 47 años después de que fuese estrenada, porque una (dichosa) lista ha conseguido despertar su curiosidad. En definitiva, concluye Villamediana, el resultado de la encuesta al panel de críticos de Sight & Sound ha escandalizado porque “a los cinéfilos les encanta que les escandalicen”. Para eso sí que sirven los críticos y sus listas.
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