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La trampa de Blockbuster: la cadena que hoy simboliza la nostalgia por el videoclub fue también la que lo destruyó

El estreno en Netflix de una comedia ambientada en el último franquiciado de la compañía alimenta la renovada fascinación ‘retro’ por los locales de alquiler de películas como lugar de encuentro entre apasionados del cine

Un encargado de un videoclub estadounidense posaba en su establecimiento en 1989.
Un encargado de un videoclub estadounidense posaba en su establecimiento en 1989.Barry Iverson (Getty Images)

La cruel ironía se manifiesta solo con formularla: Netflix está rentabilizando la nostalgia por los videoclubs Blockbuster. La plataforma de streaming, considerada por algunas teorías la asesina del modelo de negocio de alquiler de películas, acaba de estrenar una sitcom ambientada en el último local de Blockbuster que resiste en el mundo. Con el simple título de Blockbuster, la serie se inspira en el caso real del local en Bend (Oregón) que, en 2019, se convirtió en el último franquiciado operativo de la compañía sobre el planeta. Su historia inspiró el documental El último Blockbuster (2020), que, de hecho, fue el cuarto programa más visto de Netflix durante la primavera del pasado año en Estados Unidos.

Protagonizada por Randall Park y Melissa Fumero, en el primer capítulo, Blockbuster ya comienza explorando con humor su propia naturaleza contradictoria, con un cliente que acude al videoclub para quejarse del algoritmo de Netflix por recomendarle los programas que le gustaban a su exnovia, que lo acaba de dejar y con quien compartía la cuenta. Acto seguido, gerente y empleados se ponen manos a la obra a buscar y recomendarle las películas más adecuadas para superar una ruptura, como ¡Olvídate de mí! o Midsommar.

Más allá de puntuales guiños, sin embargo, las tramas de la serie no son, ni por asomo, incisivas con respecto a las nuevas formas de consumo ni tienen prácticamente nada que ver con el cine. Aunque, en ese sentido, Blockbuster es fiel a las conclusiones que extrae el documental, en boca de uno de los vicepresidentes de la compañía: que la nostalgia por la franquicia se corresponde con la experiencia que rodeaba el ritual de acudir allí o el fetiche que conservan los que entonces eran niños con la marca, los establecimientos y los colores, tan representativos como los de McDonald’s o Burger King.

Con bastante más malicia, el documental, de hecho, cuestiona el papel jugado por la compañía en la cultura cinematográfica de su tiempo y sobre el propio sector del que, actualmente, es recordada como símbolo. Blockbuster llegó a tener más de 9.000 locales (5.000 de ellos solo en Estados Unidos) y, en su punto álgido, a inaugurar uno cada 17 horas. La compañía desarrolló prácticas monopolísticas frente a videoclubs que, por volumen de almacén, difícilmente podían considerarse a sí mismos competencia, y a cuyos dueños invitaba a convertirse en franquiciados de Blockbuster o a afrontar las consecuencias de que abrieran un local en la acera de enfrente.

“Blockbuster fue el enemigo, arrasó con los videoclubs de barrio”, recuerda a ICON José Fernández Riveiro, autor de Rebobinando: El libro de la generación del videoclub, editado este año por Applehead. “Soy de Gijón y aquí tardó en llegar, pero sí que hizo daño. Aparte, ahí no encontrabas nada, solo los grandes estrenos. Eso era lo mejor que tenían, que había muchísimas copias de las películas grandes y no se les acababan. Por lo demás, su catálogo estaba muy descuidado”.

H. Wayne Huizenga, directivo de la cadena Blockbuster, posaba en uno de sus establecimientos en 1986.
H. Wayne Huizenga, directivo de la cadena Blockbuster, posaba en uno de sus establecimientos en 1986.Bettmann (Bettmann Archive)

En su libro, Fernández Riveiro explora todo lo que rodeó al fenómeno de los videoclubs en los años ochenta y noventa, los ambientes que generó y su impacto sobre la industria cinematográfica; por ejemplo, con la proliferación de las falsas secuelas o imitaciones (como las italianas Alien 2: Sobre la Tierra, de 1980, o Star Crash, choque de galaxias, de 1978), así como, en nuestro país, el auge de las llamadas españoladas. “También directores como Sam Raimi, con la trilogía de Posesión infernal, o Peter Jackson, con Mal gusto y Braindead, tuvieron una carrera gracias a esa cultura, porque, debido a los videoclubs, el recorrido de sus películas en formato doméstico fue mucho más largo”, opina el autor.

Una cultura que chocaba de lleno con las políticas de un gigante como Blockbuster: su decisión de no alojar títulos para mayores de 17 años tuvo una enorme influencia en los estudios, más cautos a la hora de producir películas que pudieran no estar en la principal superficie de alquiler del mundo. En El último Blockbuster, Lloyd Kaufman, cofundador de Troma Entertainment (empresa insignia del terror de serie Z) y director de El vengador tóxico (1984), producto 100% carne de videoclub, asegura que solicitó una reunión con los ejecutivos de Blockbuster para que alojasen sus películas, pero solo recibió burlas: “Fueron muy maleducados conmigo, irrespetuosos, escoria. El logo de Blockbuster es el más grande símbolo del monopolio en Estados Unidos”.

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El videoclub nació en 1975 cuando un tipo alemán (Eckhard Baum, en la ciudad de Kassel), empezó a prestar a sus vecinos las películas en formato Super 8 que coleccionaba. Aquellos que tenían un reproductor para ver sus grabaciones familiares podían, ahora, ver también películas de Hollywood en su propio salón. Tras comprobar el interés que suscitaba la idea, decidió hacer un negocio de ello y empezar a alquilarlas. Nacía del videoclub como tal, que no llegaría hasta Estados Unidos en 1977 (abrió en Los Ángeles) y a España hasta 1980 (abrió en Barcelona) y se haría enormemente popular en los ochenta gracias a la facilidad del formato Betamax, primero, y después al VHS, que se impondría durante lustros hasta la llegada del DVD.

Pero una parte del legado de educación sentimental y cinematográfica que los videoclubs dejaron a su paso se concentran, aparte de en las propias películas, en la figura del encargado. Directores como Kevin Smith, con Clerks, o Quentin Tarantino, que ha hablado en muchas ocasiones de cómo su trabajo en un videoclub y las conversaciones con los clientes a lo largo del tiempo fueron fundamentales en su desarrollo como cineasta, han alimentado la idea mítica de ese personaje locuaz y apasionado del séptimo arte que, tras el mostrador, ejercía una combativa labor de prescriptor, casi de curador de una incongruente y abultada muestra de películas.

Foto de un cartel de la cadena Blockbuster en Texas en 2013. En aquel año la cadena ya cerraba sus últimos establecimientos.
Foto de un cartel de la cadena Blockbuster en Texas en 2013. En aquel año la cadena ya cerraba sus últimos establecimientos.MCT/SIPAUSA/SIPA (MCT/SIPAUSA/SIPA / Cordon Press)

El arquetipo acabaría trascendiendo del todo al imaginario colectivo con Randy Meeks, el personaje de Scream (1996) despedido y recontratado varias veces del videoclub local, cuyo conocimiento profundo de los clichés del terror sirve a él y sus amigos para tratar de anticiparse a los movimientos del asesino que les acecha. El actor que lo interpretó, Jamie Kennedy, fue trabajador de Blockbuster.

“Esa figura existió, por supuesto”, dice Fernández Riveiro. “Los videocluberos eran personajes peculiares y, en torno a ellos y al cine, se formaban muchos grupos de amigos. ¡También muchas discusiones acaloradas! Y funcionaban mejor que los algoritmos según iban conociendo tus gustos, porque eran más personales y no tendían a que vieras siempre el mismo tipo de película, como hacen las plataformas”. En Talavera de la Reina, antiguos clientes del desaparecido Videoclub Magic afirman que descubrieron el cine de John Carpenter —director de clásicos como La noche de Halloween, 1997: Rescate en Nueva York o La cosa (el enigma de otro mundo)— gracias a su gerente, Tomás Luchoro. “Siempre digo que, si el cine es mi religión, entonces John Carpenter es mi Dios”, confirma a ICON Luchoro, de 48 años.

“Era un videoclub donde destacaba la parte de club, porque era muy social. El cliente habitual no era un cliente pasivo, que se limitase a alquilar la película, llevársela y devolverla, sino alguien con quien conversabas. Nos escuchábamos, hablábamos de lo que nos emocionaba. Y yo siempre animaba a la gente a descubrir, claro, porque a mí siempre me ha gustado mucho descubrir”, rememora. Luchoro no vivió la edad de oro del videoclub desde detrás del mostrador, puesto que Magic existió entre 2005 y 2010, y se enfocaba más en clásicos que en novedades. Se trató de un proyecto romántico que, según cuenta, emprendió como cinéfilo y para “romper con el mundo de la hostelería”, donde se sentía “infeliz”. Aunque ahora ha vuelto a ese mundo, Luchoro es un prolífico director de cine local, que sube los cortos que graba a su canal de YouTube (con más de un centenar de vídeos), y que incluso ha rodado un largometraje de terror, TaLaLand, la respuesta talaverana a La La Land.

Videoclub en la calle Filippou, en Tesalónica, la segunda ciudad más grande de Grecia tras la capital, Atenas.
Videoclub en la calle Filippou, en Tesalónica, la segunda ciudad más grande de Grecia tras la capital, Atenas.Georgios Makkas

En la serie Blockbuster, un giro narrativo casi de ciencia ficción hace que se ponga el foco en un elemento de consumo en retroceso e íntimamente ligado a los videoclubs: el formato físico de las películas. Unas películas cuya disponibilidad en la red genera una falsa sensación de perdurabilidad. Un ejemplo claro que lo pone en cuestión es el de las producciones originales realizadas específicamente para la plataforma HBO que, por razones de fiscalidad, su propietaria, Warner, decidió borrar este verano: entre otras, Las brujas, Encurtido en el tiempo o la aplaudida serie de animación El tren infinito.

Otra película representativa del mundo del videoclub, la comedia Rebobine, por favor (2008), planteaba algo más trascendental respecto a estos establecimientos: que ni siquiera lo que contenían esas películas en formato físico era lo importante (en su argumento, un accidente en una planta de electricidad hace que todos los VHS de un videoclub se borren y que sus encargados tengan que regrabar ellos mismos las películas para salvar el negocio), sino la experiencia vecinal de reunión y participación en torno al cine.

Es una idea similar a la que apunta el periodista Matt Goldberg en el artículo ‘El mal necesario y la nostalgia innecesaria por Blockbuster’, publicado en Collider: “Añoramos el aspecto comunal que había en ir con los amigos a la tienda y charlar sobre lo que queríamos ver. Estaría bien que hubiera un resurgimiento del videoclub independiente porque lo que buscamos no es Blockbuster, sino un lugar donde reunirse y compartir el amor por las películas, rodeados de cine, no de contenido”. Germán, de 40 años, usuario intensivo de videoclubs en su adolescencia, comparte unas vivencias similares: “El ambiente en el videoclub tenía algo de ceremonioso, con su propio olor muy característico, los parroquianos apostados en el mostrador como si fuese un bar comentando películas y un montón de gente en silencio dando vueltas a las estanterías, haciendo el equivalente a lo que hoy sería el scrolling infinito en la pantalla de inicio de Filmin”.

“En mi pubertad, el viernes y el sábado eran días de alquilar películas”, explica. “Si iba a verla con mi madre, elegía algo intenso y solemne para todos los públicos. Con mi abuela, una de Cantinflas o Tomates verdes fritos. Si eran para mí porque podía tomar el salón en soledad, una de terror o algún thriller erótico”. Criado en Pontevedra, Germán, otro “hijo de John Carpenter” alumbrado en el videoclub, recuerda incluso que, para poder ver todas las entregas de la saga Halloween, tuvo que emprender expediciones a locales de Vigo y Santiago de Compostela. “Tener curiosidad por películas concretas en los noventa era agotador, pero la búsqueda también lo hacía entretenido y apasionante. Hoy se puede ver casi cualquier película en casi cualquier momento y eso es mejor por miles de motivos, pero siempre echaré de menos aquel triunfal momento en que, en otra provincia y sabiendo que te costaría el importe del recargo por no poder ir a devolverla al día siguiente, pensabas: ¡la he conseguido!”.

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