La vieja coctelería no muere: cómo Madrid mantiene y recupera sus bares más legendarios
El Mazarino es el último clásico madrileño que se ha lavado la cara para seguir como siempre y completar una oferta cada vez más amplia para los nostálgicos del bar de antes y nuevos noctámbulos exigentes
Es la una del mediodía y Richelieu, en el corazón del barrio madrileño de Chamberí, funciona tan bien engrasado como los Rolex, Patek Philippe y Cartier que se pueden ver en las muñecas de sus asiduos y asiduas. Los cardados de las señoras alternan con trajes príncipe de gales, polos Lacoste y pantalones de color menta, chicle y caramelo; mientras las nuevas generaciones también disfrutan del aperitivo como si no hubiera un mañana.
El baile de camareros, delante y detrás de la barra, indica que el que fuera antiguo puntal de la llamada Costa de los Cardenales sigue como si no hubieran pasado los años por él. El sonido de los platos y los cubiertos se entremezcla con el de los hielos, que se remueven en un vaso mezclador al son de un buen chorretón de Gordon’s y una pizca de vermut seco francés. La coctelera aguarda, hasta que en un momento alguien pide un margarita. “Aquí lo que más se sirven son margaritas y dry martinis”, corrobora Juan José Cuenca, camarero desde hace 19 años de esta institución del buen beber, apostada en el número once del Paseo de Eduardo Dato.
A su lado, en el trece, Mazarino tampoco pierde comba. “Queremos que la gente se sienta como en casa. Para ello debemos seguir como antes, pero con una leve renovación”, comenta, sentado en uno de sus retapizados sofás, Pablo Caruncho, que acaba de reabrir el bar. El aspecto actual de Mazarino, obra del joven estudio de arquitectura Sierra + De la Higuera, es fabuloso.
“Nos encontramos con un local oscuro: la carpintería negra, la moqueta negra y el suelo de granito original tapado con un vinilo negro. Y el panelado de madera que decoraba todo el local estaba pintado en un tono gris”, explican desde el estudio. “Al arrancar todo aquello aparecieron los restos de lo que Mazarino fue un día. Recuperamos las carpinterías originales, el suelo de granito, el panelado de madera se hizo nuevo inspirándonos en la única foto que pudimos recuperar de entonces y calcamos el neón de la entrada a mano alzada y lo reproducimos a escala”. El local, que se inauguró en 1971, había pasado de mano en mano y se encontraba en un momento de decadencia. Parece que ahora recupera el brillo de antaño. Sus camareros, todos con historia y un bagaje de muchos años, así lo constatan recomendando whisky sours, dry martinis y negronis con personalidad.
Siguiendo Eduardo Dato, cruzando la Castellana y subiendo Juan Bravo, se termina en Milford, que en origen tenía el nombre de otro ilustre cardenal: Fleury. “Pero nunca nadie lo ha llamado así. Siempre hemos sido el Milford, que era como se llamaba al edificio de apartamentos que había arriba”, señala Joaquín Megía, que recuerda con memoria prodigiosa el día que entró a trabajar en este moderno cocktail bar de aire setentero, con amplios ventanales al exterior, dos plantas bien diferenciadas, barra forrada con capitoné y decoración náutica: fue un 15 de marzo de 1995.
Megía forma parte de una estirpe de camareros que basan su trabajo en el servicio y los modos de antaño, ajustando y perfeccionando todo lo que se conocía de antes. “Nosotros no hemos inventado nada. Formamos parte de una tradición que ha heredado y mejorado lo que ya otros compañeros hacían”, comenta con suma modestia, mientras enumera muchos de los logros en los casi treinta años que lleva sirviendo frente a la clientela del barrio de Salamanca. De los gintonics infusionados a los manhattans con whisky canadiense o los gin fizz con clara de huevo.
El dry martini que sirven, helado, con ginebra barcelonesa, dos golpes de Noilly Prat, twist de limón y dos aceitunas, es uno de los mejores de Madrid. ¿Medidas? “Todos los camareros tienen una fórmula”, confiesa Megía. “Yo suelo contar, pero siempre depende de la botella. Con una de Giró, que guardamos en el frigorífico y está fría, hago una cuenta mental de 22 deprisa, que suelen ser unos 12 segundos. Y, por ejemplo, antiguamente cuando usábamos Bacardi, que salía muchísimo, no podíamos contar más de catorce”.
La historia y memoria en los modos y formas de servir es algo que Joaquín ha querido reconocer en la carta que tienen hoy. La cita que puede encontrarse según se abre dice así: “Dedicado a todos los que nos mostraron el camino y dejaron, con su huella, su sabiduría y su buen hacer”. Para el periodista Jesús Terrés, autor de Guia Hedonista y Nada importa, un conjunto de relatos alrededor de la buena vida, Milford es “mi casa en Madrid. Faro moral y estético del Madrid más decadente. Gente de bien, pijerío con solera y zapatos con borlas. Old school hasta decir basta. Milford es lo más”.
Son estos lugares los que también apasionan a Alberto Gómez Font, coctelero en los ochenta en La Mala Fama, lingüista y responsable, junto a Juan Luis Recio, de Madrid en 20 tragos. “Me atrae la decoración atemporal, imperecedera, elegante, confortable y amable. El hecho en sí de entrar en ellos hace que uno se encuentre en un bar de los de toda la vida”, apunta este castizo bon vivant nacido en 1955, que entre sus favoritos cuenta con el bar inglés del Hotel Wellington, donde pide que le sirvan el dry martini con más vermut del habitual.
Gómez Font hace memoria de coctelerías que ya no están con nosotros. “Desafortunadamente hay demasiados bares desaparecidos en Madrid. Uno de los que recuerdo era la barra de la pastelería Embassy, en la Castellana, donde servían un delicioso cóctel de cava. Otra coctelería clásica, sin pretensiones, de las de siempre, era Eduardo’s. Un gran bar. También estaba Roma, en la esquina de Ayala con Serrano o con Ramón de la Cruz, ahora no recuerdo bien. Y uno buenísimo en Claudio Coello, a la altura de Hermosilla, que se llamaba Gitanillos”, rememora el también escritor de Cócteles tangerinos, en homenaje a su pasado como Director del Instituto Cervantes de Rabat.
En uno de los capítulos más divertidos y entregados de Comimos y bebimos, el compendio de notas sobre gastronomía, buenos destilados y amor por la cultura inglesa escrito por Ignacio Peyró, se puede disfrutar de su particular homenaje a otro ilustre bar que nos abandonó, Balmoral, la legendaria coctelería que desapareció del callejero madrileño en 2006.
Aquel lugar fue el refugio no solo de noctívagos y adictos al bullshot, sino también de los amantes a los regios bares del pasado. Aquellos de luces tenues, maderas nobles, sillones orejeros, barras con capitoné, taburetes de estilo inglés, camareros con pajarita y un servicio impecable, donde el dry martini no se discutía.
“Cuando la decisión más prudente es una copa, ahí está el Martini, amigo que nunca falla”, advierte Peyró desde el Londres que le acoge en la actualidad como Director del Instituto Cervantes. “Mi propia vida se ha visto muchas veces favorecida por esa felicidad a raudales que tiene el minutero del Martini. No creo, como cuando era joven, que haya que tomar más de uno: en todo hay que medirse, salvo, en este caso, en el elogio: con el Martini, no hay elogio que resulte exagerado”.
Cócteles a la antigua
En Castellana 113 el tiempo se detuvo en 1983. Ese fue el año que Miguel Ángel Blanco se hizo con este bar forrado de maderas nobles y espejos. Él, que venía de locales con “personalidad” contrastada como el D’Angelo de la Avenida del Brasil y Pigmalión, se hizo rápidamente con un hueco en la noche madrileña. “Son años en los que la gente alternaba mucho. Yo he visto atascos un lunes a las tres de la mañana. Era una época en que las Autonomías todavía no tenían competencias y todo el mundo tenía que venir a Madrid a hacer papeleos. Eso le daba una vida a Madrid tremenda”, aclara Blanco, que pronto cumplirá 67 años.
En aquellos tiempos se bebía mucho whisky: Johnny Walker, Cutty Sark, Old Parr. Pero también algunos de los cócteles que aún sigue teniendo en carta. Clasicos internacionales, “los que están en los libros”, como le gusta decir: rusty nail, whisky sour, tom collins, alexander, bloody mary, daiquiri y el old fashioned. “Yo lo hago a la manera antigua, con el terrón de azúcar, la angostura y majando la naranja para que suelte todos los aceites esenciales”, describe Blanco, también crítico con las generaciones actuales. “La gente antes sabía lo que te pedía y tú debías hacerlo bien. Había una sinergia entre el cliente y el barman. El problema de ahora es que muchos no saben lo que están pidiendo. Como está de moda, la gente pide cosas que no ha probado y que luego ve que no le gustan”.
El restaurante Paolo es otro espacio señero del callejero madrileño, abrió hace medio siglo, en 1972, en el barrio de Vallehermoso. Su responsable es Miguel Revuelta. Aquí, entre suelos enmoquetados, decoración taurina, cocteleras de alpaca y viejas botellas de Wild Turkey, se puede saborear un dry martini que permite viajar en el tiempo. “Tengo varias botellas de Gordons de los ochenta y siempre le pongo un poco a los cocteles que hago. Le dan una personalidad especial”, apunta Revuelta, que sirve este trago en una copa cónica mucho más pequeña que las habituales de martini. Helado y con el punto de dilución justo es otro de los grandes dry martinis que existen en la capital.
Y cócteles a la madrileña
“Estos bares han sido capaces de transformar la clientela que tenían, son sitios de toda la vida a los que afortunadamente cada vez va gente más joven. Están en un momento maravilloso”, resalta Luis Suarez de Lezo, presidente de la Academia Madrileña de Gastronomía y personaje referencial para entender el devenir del comer y beber capitalinos. Uno de sus básicos es el negroni que preparan en Richelieu, “además me recuerda a David Gistau, un tipo al que siempre he tenido mucho aprecio y cuya afición a ellos me parece fascinante”.
Para François Monti, que acaba de publicar Mueble Bar, una guía para preparar cócteles en casa a la manera antigua sin dejar de lado referencias actuales, Madrid ha sido capaz de mantener espacios donde beberse cócteles como se hacía hace treinta, cuarenta o cincuenta años. “Es algo único en Europa, quizás solo en Italia sea similar. Pero ellos tampoco es que sean iguales. España es muy particular en esto”, señala este historiador y consultor del beber a través de Amarguería. “En Madrid los bares de viejo están fuera del circuito de la coctelería y han quedado como un memento mori, siguen teniendo la misma función que tenían antiguamente. Además, guardan la misma decoración que podías encontrar en los años veinte, treinta, cuarenta o cincuenta. Puedes visitarlos y ver como eran en 1972, por ejemplo. Es algo que me resulta muy valioso”. Monti alude a la historia del urbanismo, del diseño de interiores y de la geografía del callejero madrileño para continuar destacando la importancia de estos espacios.
“Saber que puedes visitar Richelieu y tomar un dry martini de nivel mundial, aunque sea lo único que puedas pedir, es parte del encanto de estos sitios”, concluye Monti, que según la revista Drinks International es una de las 100 personas más influyentes de la industria del bar a nivel global.
Otros lugares que siguen funcionando como antes en Madrid, rescatando viejas recetas y poniendo en valor fórmulas que recuerdan a la década de los ochenta y noventas, son Cock y Del Diego. Dos referentes del cóctel, amarrados en la calle de La Reina, donde sus barmanes, Javier Rufo y los hermanos Del Diego, imparten cátedra. El primero ha sabido imprimir personalidad a elaboraciones de antes, perfeccionando y afinando clásicos como el cosmopolitan y el gin fizz.
Los segundos andan ordenando recetas viejas de su padre, apuntadas en antiguos posavasos, y que muestran la modernidad a la que Fernando del Diego pertenecía desde siempre. Hoy, en la carta que ofrecen sus hijos, se puede volar hasta aquellos años noventa madrileños, donde los colores flúor y los neones gobernaban paralelos a la Gran Vía. El danubio es una elaboración de fantasía hecha con Habana 3, curaçao azul, azúcar, limón y lima Roses. Un trago de antes que sigue espléndido y muy demandado. Madrid no ha perdido a un público que todavía tiene la costumbre de salir a beber como antes.
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