Nick Butler: “Vivir en un mundo de multimillonarios cuando tú no lo eres puede acabar destruyéndote”
Tras el éxito de ‘Canciones de amor a quemarropa’, el novelista regresa con una historia sobre la corrupción de un grupo de albañiles al que se les ofrece demasiado dinero por una tarea imposible
En algún lugar de Wisconsin, unos amigos cenan en casa de uno de ellos, un escritor famoso desde hace unos años por una novela en la que, precisamente, hablaba de un grupo de amigos, este grupo de amigos. En él, por cierto, había figurado nada menos que Justin Vernon, el tipo que firma sus discos como Bon Iver. La novela se tituló Canciones de amor a quemarropa (Libros del Asteroide). Su autor era Nickolas Butler (Pensilvania, 43 años), un exalumno de Dey House, el famoso taller de escritores de Iowa City, que a punto estuvo de no escribir un solo libro. “Cuando mi mujer se quedó embarazada, me dije: ¿Qué clase de padre es alguien que trabaja en una licorería, Nick? Por entonces era eso lo que hacía”, dice. Es un día gris en Barcelona. Butler, camisa de leñador, chaqueta tejana y un aire risueñamente taciturno, vuelve a aquella cena en su casa, años después.
“Estábamos hablando de construir casas. Uno de esos amigos se dedica a ello. Y nos contó que tenía entre manos un proyecto multimillonario que era imposible que acabaran a tiempo. Y que aquella semana la propietaria les había dicho que les daría un cheque de 15.000 dólares a cada uno si lo hacían. Y mi amigo soltó: ‘¡Pero es que ni con toda la metanfetamina del mundo podríamos conseguirlo!’. ‘Un momento’, le respondí, ‘¿eso quiere decir que te has planteado drogarte para trabajar?’. Fue así cómo empezó esta historia”. La historia a la que se refiere es la que cuenta en Buena suerte (editada por Libros del Asteroide en castellano y Edicions del Periscopi en catalán), su última novela, en la que tres amigos, Cole, Bart y Teddy, aceptan la oferta de Gretchen, la despiadada futura inquilina de la casa de ensueño que deben construir en algún lugar del frío Wyoming, en mitad del idílico, del “hermoso hasta decir basta” parque de Yellowstone.
En la versión novelada, Butler exageró todo. “Eso es lo que hacemos a veces los escritores, llevar las cosas al límite”, confiesa. Convirtió los 15.000 dólares en un millón, y complicó las condiciones e incluso dejó caer sobre el lugar una suerte de maldición, de manera que la novela transita, por momentos, un territorio que algo le debe a Patricia Highsmith –ese suspense devorador, inhumano– y que, en realidad, pretende acercarle por una vez al wéstern, género que Butler admira. “Pensaba sobre todo en El tesoro de Sierra Madre de B. Traven mientras escribía. Del wéstern me atrae su moralina. La idea de que los personajes saben en todo momento qué es lo que correcto, aunque estén rodeados de tentaciones que les impulsan a hacer todo tipo de cosas inmorales. Esa tensión, el no saber qué camino van a elegir, y dar por hecho, en casi todos los casos, que acabarán cayendo y que, cuando lo hagan, acabarán mal, me fascina”, admite.
La amistad entre hombres es aquí también distinta. Experto en retratarla –tiende a haber un grupo de amigos en el centro de todo lo que cuenta– y decidido a regresar, tarde o temprano, al universo de Canciones de amor a quemarropa –literalmente, a aquellos personajes–, en Buena suerte “los tres amigos no se conocen como se conocen aquellos, no tienen su sensibilidad, no lo saben todo de los demás”, dice. “Lo único que saben es que están juntos en eso y, de alguna forma, se reflejan el uno en el otro, y sólo advierten que están llegando demasiado lejos por lo que ven que les ocurre a los demás, no a sí mismos”, añade, y continúa: “También es un tipo de amistad entre hombres que me pareció que encajaba más con la clase de hombres que protagonizan esta historia”. Hombres a los que tuvo cerca cuando él mismo construyó su casa, hace años. “Me sentí culpable durante todo aquel tiempo, porque yo iba a tener una vida mejor, y ellos estaban perdidos”, recuerda.
Hay una América, dice, desesperada por tener algo de lo que tienen aquellos que “cada vez tienen más, los más ricos”, y que “serían capaces de dar su vida por conseguirlo”. “Como escritor me interesa descubrir la forma en que las cosas se derrumban. Es algo que recorre toda mi obra. Aquí, es la presión que ejerce el dinero lo que precipita las cosas. Vivir en un mundo de multimillonarios cuando tú no lo eres puede acabar destruyéndote”, asegura. Sabía, por cierto, que no podía contar una historia como esa en su Wisconsin natal. Tenía que irse lejos. Y se fue de vacaciones con su mujer y sus hijos al Parque Nacional de Yellowstone. “Aquilamos una caravana en Denver, subimos a la montaña y pasamos días de acampada en la zona donde transcurre la novela. Llevaba años con esa historia en mente sin encontrar la forma de contarla. Y aquel sitio me la dio”, dice. Aquel sitio y el que había sido el trabajo de su mujer en un exclusivo bufete de abogados.
“Esa gente trabajaba tanto que no podían gastarse el dinero que ganaban, que era muchísimo. Me dije que una de ellas podía despertar un día diciéndose que no había hecho nada de lo que quería, nunca,. y decidía construir una casa que de alguna forma le permitiese recuperar el tiempo perdido”, cuenta, refiriéndose a Gretchen, la jefa de tan peculiar y desesperado grupo de amigos. No piensa hablar de por qué tiene prisa, pero sí de la forma en que escribió la novela, a ritmo febril, en tan solo seis meses, con sesiones de hasta seis horas en una cafetería. “Llevaba a los niños al colegio por la mañana y me quedaba allí, escribiendo, hasta que tenía que ir a recogerlos por la tarde. Pero es lo que suelo hacer. Lo que solía hacer antes de la pandemia. La pandemia llegó y acabó con todo. Tuve que quedarme en casa cuidando de los niños, sin poder ir a ningún café y sin poder reconectar con la escritura”, confiesa. Poco a poco está volviendo a hacerlo.
Sobre los escritores que, de alguna forma, le han traído hasta aquí, dice que recuerda perfectamente lo que sintió la primera vez que leyó a Cormac McCarthy. “Me dije que aquello no se parecía a nada de lo que había leído antes, que era algo, en algún sentido, superior. Que iba mucho más lejos que todo lo demás”, dice. También recuerda haber sentido algo así cuando leyó a Toni Morrison. “No sé explicarlo, pero me dijeron que esto iba muy en serio”, añade. Butler creció en una casa llena de libros. “Mi madre leía muchísimo”. Y él también. “En el instituto, empecé a escribir en el periódico, y cuando los demás empezaron a decir que mis artículos eran divertidos, me di cuenta que ese reconocimiento era adictivo. Pero luego lo dejé. Lo abandoné durante años. Hasta que, como he dicho, mi mujer se quedó embarazada. Entonces supe que si quería que ese chaval se sintiese orgulloso de mí, algún día tenía que volver a escribir”, concluye. “Y aquí estoy”.
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