La larga (y a veces complicada) sombra de los padres en el mundo del tenis
Stefano Capriati puso a su hija, futura número uno, a hacer abdominales desde bebé. El de Mary Pierce forzó la creación de una norma que vetaba de los partidos a los familiares mal comportados. Damir Dokic prohibía a su hija dormir en el hotel si perdía. Los podios de este deporte suman varias historias de terror de progenitores difíciles
Esta semana se ha vuelto a hablar de la presión que sufren los deportistas de élite. Naomi Osaka abandonó el lunes el torneo Roland Garros alegando motivos de salud mental, y de ello se ha culpado tanto a medios como a patrocinadores. Incontables artículos han respasado esta semana los peligros de acceder al deporte de élite demasiado joven. Y, de paso, sobre el papel que juegan las presiones familiares en estas historias, un terreno sobre el que se encuentra con frecuencia la sombra del padre del atleta.
Hace apenas un mes, durante el Master de Roma, la española Sara Sorribes se enfrentaba a la italiana Camila Giorgi cuando la juez de silla se vio obligada a pedir ayuda tras sentirse amenazada por el padre de esta última, Sergio Giorgi. “¿Es posible que venga alguien? El padre de Giorgi está muy enfadado y me gustaría tener a alguien aquí”, comunicó por walkie-talkie ante la mirada impertérrita del progenitor.
Giorgi es conocido en el circuito por su comportamiento extravagante. Este argentino, veterano de la guerra de las Malvinas, es uno de esos padres que sin ningún conocimiento previo sobre tenis se convierten en entrenadores y representantes de unas hijas cuyas carreras diseñan desde la cuna. Esta figura, la del padre-entrenador que puede resultar muy controvertida. “Desde el punto de vista de la teoría del apego, la relación sana o más saludable entre progenitores e hijos es la del apego seguro, ser fuente de protección, ofrecer cuidado adaptativo”, explica la psicóloga del deporte Diana Sánchez. “En cambio la del entrenador es una figura más directiva, con objetivos y quizá en ocasiones más enfocada en ellos, que luego además no compartirá situaciones de ocio, etcétera... No se puede funcionar en ambos niveles con la misma intensidad con la misma persona”.
“¡Mary, mata a esa zorra”: Los gritos de Jim Pierce
Nadie sabe más de intensidad que el padre de Mary Pierce, la elegante francesa que con su casi metro ochenta irrumpió en el circuito a finales de los ochenta con apenas 14 años. Es la de Mary del famoso grito, “¡Mary, mata a esa zorra!”, que gritó su progenitor, Jim Pierce, desde la grada durante un partido de juveniles entre su hija y la búlgara Magalena Maleeva, el exabrupto ineludible en toda crónica sobre la jugadora. Su mal comportamiento llevó a la WTA (Asociación de Tenis Femenino por sus siglas en inglés) a promulgar la ley Jim Pearce, que impide la conducta abusiva de jugadores, familiares o entrenadores durante el transcurso de un partido. Quien la quiebre, estará vetado de las pistas durante cinco años.
Las barbaridades de Pierce que llevaron a la creación de esta ley pasaron por insultar a las rivales a agredir a su propia hija –llegó a lanzarle una bolsa a la cabeza tras un partido–. En el Roland Garros de 1993 hicieron falta diez agentes de seguridad para echarle de la pista. La violencia paterna llegó hasta tal punto que Mary se vio obligada a contratar guardaespaldas para protegerse de aquel hombre que la había sacado del colegio en sexto curso con la idea de convertirla en la mejor tenista del mundo. Según declaró Mary a Behind the Racquet, un día Jim le enseñó unos billetes y le dijo: “Esto es todo lo que tenemos. Será mejor que empieces a ganar partidos porque necesitamos más dinero”.
“Sufrí mucha presión desde pequeña con este tema porque yo quería ser pediatra. Durante esa etapa jugué al tenis porque no tenía otra opción. Tenía que ganar porque, si no lo hacía, mi padre se volvería agresivo y tenía miedo de que eso sucediera. El miedo era mi emoción motriz”. Desde los 18 a los 25 años apenas vio a Jim una vez pero en el año 2000 se convirtió al cristianismo y perdonó a ese padre que la había perseguido por todo el mundo incapaz de entender por qué su hija se había alejado de él. “Estoy seguro de que es culpa de su madre. Porque Mary es mi chica” declaró a USA Today.
Poner al bebé a hacer abdominales: la ambición de Stefano Capriati
“Es mi chica” era también el mantra de Stefano Capriati, padre de la jugadora que arrebató a Pierce todos los récords de precocidad, también protagonista de una serie de escándalos que encantaron a los tabloides. Jennifer Capriati irrumpió en el mundo del tenis a principios de los noventa como un ciclón. Tenía talento, era insultantemente joven y ofrecía una imagen fresca y carismática. Era una adolescente común con talento descomunal. Cuando se alzó con el oro olímpico en Barcelona tras deshacerse consecutivamente de Arantxa Sánchez-Vicario y Steffi Graf el mundo del tenis sintió que había encontrado a su nueva gran estrella y las marcas a una reina Midas con pecas. Pero un año después se retiró de las pistas, inmersa en una espiral de autodestrucción que incluyó detenciones por robo y posesión de marihuana, más unas cuantas visitas a clínicas de desintoxicación.
Su espantada no sorprendió a los que habían seguido de cerca su carrera y conocían el control al que era sometida por un padre, quien según el periodista de USA Today Ian O’Connor usaba a su hija como “un cajero automático con coleta”. “Stefano sabía que Jennifer sería jugadora de tenis cuando todavía estaba en el útero”, declaró su mujer. Añadía un detalle espeluznante: cuando Jennifer era un bebé, Stefano colocó una almohada bajo su espalda y la ayudó a hacer abdominales.
A los tres años le puso una raqueta en la mano y a los cuatro la inscribió en una escuela de tenis de élite. El marcaje al que era sometida era tal que Billie Jean King la expulsó del equipo que disputó la Copa Federación en 2002, a pesar de ser su gran estrella, porque Stefano se negó a acatar las órdenes que le impedían rondar por las instalaciones.
Tras un parón, Jennifer reapareció más madura y centrada. Aunque son muchos los que señalan a su padre como el responsable de la falta de continuidad de una progresión que la habría podido convertir en leyenda, ella siempre lo ha considerado “su ángel”.
Maltratar a la hija y amenazar a los rivales: la violencia Damir Dokic
Esa palabra jamás saldrá de la boca de Jelena Dokic. La australiana, más célebre por el infierno que le hizo sufrir su padre que por su revés, detalla en su autobiografía Indestructible los abusos físicos y psicológicos a los que este la sometió durante más de 16 años. “Siempre lograba que sintiera no servir para nada”, revela en las mismas memorias en las que confiesa que su padre le escupía, le pegaba hasta dejarla inconsciente e incluso le prohibió la entrada en un hotel tras una derrota y la obligó a dormir en el vestuario.
Al igual que sucedió con Jim Pearce, el exboxeador Damir Dokic sufrió el deshonor de que la WTA le prohibiese el acceso a sus actos. El serbio no sólo se presentaba ebrio en muchos partidos, también amenazó con secuestrar a su hija, matar a un australiano y tirar una bomba nuclear sobre la ciudad de Sydney e incluso llegó a ingresar en prisión por amenazar de muerte al embajador australiano en Serbia. “Viví durante 30 años rodeada de dolor, así que es el momento de mirar solo hacia el futuro” escribió Dokic. Cuenta que llegó a plantearse el suicidio. Ahora se pregunta por qué nadie a su alrededor hizo nada.
La impunidad de los padres (y alguna madre)
Esa misma pregunta se la han hecho más deportistas maltratadas cuando han llegado a la vida adulta. ¿Por qué nadie paró a unos padres que actuaban con total impunidad ante los ojos del mundo? ¿Qué puede hacer alguien del entorno cuando detecta este tipo de comportamiento abusivo? “Si el entorno cercano detectase estas conductas, debería ser quién clara y asertivamente le dijese a esos progenitores que están superando ciertos límites que no tienen que ver , ni con el deporte, ni con la figura de apego que deberían ser”, afirma Sánchez. “Si se tornan las conductas en abusos físicos y/o psicológicos, tenemos que tener en cuenta las personas de alrededor que es algo que no se puede consentir. Lo mismo que no se toleran estas conductas de un hombre hacia una mujer, tampoco son lícitas (y además es ilegal) de una madre/padre hacia sus hijos”.
Aunque este tipo de relación malsana es más frecuente entre padres e hijas, a veces son las madres las que trazan el futuro de su prole desde la pila bautismal. Y entre ellas destaca la figura de Melanie Molitor, la sombra de Martina Hingis -cuando le pones a tu hija el nombre de la mejor tenista de todos los tiempos ya sabes que aunque esa hija sueñe con ser odontóloga, o trapecista, lo más fácil es que se pase buena parte de su infancia con una raqueta en las manos–. “Cuando ocurren casos como estos el mismo acto de buscar un embarazo y la maternidad tienen más que ver con la realización de un deseo propio no cumplido, de una expectativa de lograr aquello que ellos mismos no lograron que con el deseo de traer al mundo un ser humano libre e independiente y que para nada nos pertenece”, afirma la psicóloga Diana Sánchez. Cuando Melanie y su marido, ambos tenistas, se dieron cuenta de que ellos nunca llegarían a alcanzar la gloria con la que soñaban invirtieron toda su energía en su única hija.
Consciente de que el régimen comunista checoslovaco era un freno para el futuro que había soñado, Molitor se separó de su marido y se fugó a Suiza con Martina. Ambas compartieron vuelos, hoteles, entrenamientos y competiciones. Era su madre, pero sobre todo era su preparadora física y entrenadora. Lo era todo. “Se movía solo por mí, volcó todo lo que sabía en mí. Intentaba conseguirnos una vida mejor”, declaró Martina a The Guardian en 2001, en una entrevista en la que dejó traslucir el carácter perfeccionista de esa madre de la que empezó a distanciarse profesionalmente a los 20 años. “Siempre tuve que hacerlo todo de la manera correcta y siempre tuve gente profesional a mi alrededor que me enseñaba a que siempre fuese perfecto”.
Mike Agassi: Lanzarle al niño 2.500 pelotas al día
Dice Sánchez que esa actitud convierte a esos hijos en una extensión de la vidas de sus padres y cuyo mayor referente lo representa la única figura masculina de la lista: André Agassi. Su padre, Mike Agassi, un exboxeador iraní que ante su combate más importante huyó por una ventana, intentó convertir en estrellas del deporte a todos sus hijos y lo consiguió con el cuarto, André, al que mientras todavía era un bebé ató a su manita una pala de ping pong para que pudiese golpear un móvil hecho con pelotas de tenis que le había instalado encima de la cuna.
“Tenía siete años cuando predije que sería el número uno del tenis” declaró orgulloso al periódico italiano La Repubblica Y para que su predicción se hiciese realidad le fabricó El Dragón, una máquina que lanzaba 2.500 pelotas al día porque “un niño que devuelve un millón de pelotas al año será invencible”. Este afán por llevar a su hijo a lo más alto le llevó incluso a proporcionarle anfetaminas según el propio tenista reveló en su autobiografía Open.
Tras una vida sin infancia, Agassi encontró la paz gracias a su matrimonio con la alemana Steffi Graf. En Open (Duomo) el de Las Vegas narra cómo fue el encuentro entre los progenitores de ambos. Mike y Peter Graf se quitaron las camisas y cruzaron insultos en sirio y alemán para dirimir quién de sus vástagos tenía un golpe más definitivo. Sólo la intervención de Andre impidió que acabasen a golpes.
El padre de Graf no tuvo una presencia tan ominosa en la vida de su hija como el de Agassi, pero también se aprovechó de ella en su propio beneficio, lo que le llevó a acabar en la cárcel por evasión de impuestos en 1995. Mientras la tenista creía haber ganado 1500 millones de pesetasF la realidad es que su fortuna ascendía a ocho mil millones. El señor Graf había hecho desaparecer miles de millones falsificando la firma de su hija.
El dinero también fue el leit motiv de otro padre de campeonas, Richard Williams. Williams vio un día en la televisión como la rumana Virginia Ruzici recibía un cheque de 40.000 dólares por ganar un torneo y en ese mismo instante decidió que tendría dos hijas más y que serían tenistas. Sin ningún conocimiento sobre aquel deporte aprendió todo de manera autodidacta y cuando Venus y Serena apenas empezaban a caminar escribió un plan de 78 páginas para convertirlas en campeonas, llenó un carrito de la compra de pelotas y les enseñó a jugar. 30 años después Serena es la persona más laureada de la historia del tenis y Venus, aunque opacada por las cifras de su hermana, tiene en sus vitrinas siete títulos del Grand Slam, los mismos que John MacEnroe.
La historia de cómo un hombre de Compton, una de las ciudades con mayor índice de criminalidad y pobreza del país, convirtió a dos de sus hijas en estrellas del tenis es digna de una película y la tendrá: Will Smith tiene previsto adaptarla. También aquí hay sospechas de sombras. Cuando las Williams comenzaron a deslumbrar con la raqueta, el rumor de que su padre amañaba los partidos entre ambas se convirtió en el gran runrún del circuito y la rusa Elena Dementieva llegó a declarar públicamente que era Richard Williams quien trazaba de antemano la trayectoria de sus hijas en cada torneo, que sacrificó la progresión de Venus para favorecer a Serena. Al contrario que en otras historias sobre padres controladores, los Williams han sabido mantenerse unidos frente al mundo y si alguna vez ha habido desavenencias entre ellos han sido tras los muros de sus mansiones y no en las gradas de la Philippe Chatrier.
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