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“De pobres o de pueblo”: por qué vuelve la eterna discusión sobre tender en la calle

Diversas normativas en el territorio restringen que la ropa se cuelgue visiblemente desde el exterior, por motivos estéticos y de seguridad. Sin embargo, muchas veces las prohibiciones chocan con la necesidad

“No hay nada de malo en la ropa limpia, secándose al aire libre, ni generalmente afean edificios que ya son feos o anodinos”, asevera la arquitecta Esther R.
“No hay nada de malo en la ropa limpia, secándose al aire libre, ni generalmente afean edificios que ya son feos o anodinos”, asevera la arquitecta Esther R.nacho piédrola (Getty Images)

La ropa húmeda secándose al viento es una estampa en remisión, ya apenas parte de los recuerdos infantiles de mucha gente. Diversas ordenanzas municipales a lo largo y ancho del territorio en España tratan de evitar que la colada se tienda de manera que resulte visible desde el exterior, por estética y seguridad. Aunque los criterios estéticos puedan ser subjetivos: en una capital europea como Lisboa, la ropa tendida es casi un símbolo nacional, una imagen asociada directamente a la identidad de la ciudad, que en 2019 incluso se utilizó como reclamo publicitario en una campaña contra la gentrificación. Entonces, ¿cuál es realmente el problema con que las fachadas se pueblen de nuestras prendas o sábanas y debamos esconderlas como una vergüenza?

“Más o menos sobre los años cincuenta o sesenta, con el desarrollismo, se empieza a considerar que eso es de pobres, como de pueblo o barrio marginal, y en ciudades como Barcelona se prohíbe. En catalán hay un dicho, “la roba bruta es renta a casa” [la ropa sucia se lava en casa], como si fuera una cosa fea de ver y que deba estar escondida. Pero la gente siempre ha tendido al aire libre, gracias al clima mediterráneo”, dice Esther R., arquitecta de Barcelona, que prefiere no ser citada por su nombre completo para evitarse “barullos con otros compañeros”. La profesional no duda en posicionarse en contra de la restricción, puesta en marcha en “un intento de embellecer una ciudad que era gris, sucia y sin glamur”, pero que, en su opinión, “resulta ser una norma clasista que obliga a las mujeres entonces y ahora a los vecinos a acarrear kilos de ropa arriba y abajo hasta las azoteas o, lo que es peor, tender en patios interiores malolientes”. “No hay nada de malo en la ropa limpia, secándose al aire libre, ni generalmente afean edificios que ya son feos o anodinos”, asevera.

Si bien las ordenanzas (normativas propias de cada población, no recogidas en el Código Técnico de la Edificación) suelen establecer, en paralelo a las prohibiciones, la obligación de reservar un espacio para tendedero fuera de la vista, la arquitecta advierte que no siempre se cumple. “Los promotores especulativos son una plaga y son la gran mayoría. Me he encontrado con muchos que consideran que ese espacio de tendedero no lo pueden vender bien, mientras que dos metros cuadrados más de piso sí. Así que prefieren quitarlo. Muchos compañeros, donde las ordenanzas metropolitanas decían que se necesitaban 3,5 metros de lavadero, interpretan que se referían a 3,5 metros de cordel. Así que valía cualquier porquería puesta en cualquier lado. O cuentan con que, existiendo un electrodoméstico que se llama secadora, no hacen falta tendederos”, lamenta Esther.

Manuel Urtiaga, fundador del estudio Urtiaga Gurumeta Arquitectos, de Talavera de la Reina, y decano entre 2001 y 2011 del Colegio Oficial de Arquitectos de Castilla-La Mancha, hace “una llamada a los arquitectos para que cuiden el medio ambiente de la calle, que si sacan exteriores traten convenientemente las celosías, que sean generosos en los espacios y, sobre todo, exigentes en la obra y que aprieten al promotor hasta donde puedan”. “Aquí está perfectamente regulado, a cualquier vivienda con dos o más dormitorios se le exige ese espacio cerrado y protegido de la vista. En el estudio lo llevamos a rajatabla. Tenemos algunas promociones donde el tendedero lo hemos cerrado con vidrios oscuros, ahora estamos también haciendo cuartos más completos, donde se pueda planchar la ropa, abiertos al exterior con una celosía”, explica Urtiaga, que insiste en la necesidad de generar el espacio y no fiarlo a una secadora. “Pensar en secadoras a nivel familiar es complejo, por temas de ahorro energético. Es un dineral, solo tenerla en marcha te cuesta una fortuna”.

El arquitecto recuerda que la función ideal de las terrazas es la de permitir un esparcimiento hogareño al aire libre, si bien la mayoría “al final acaban teniendo de todo menos una buena mesa y sillas con una familia tomando café”. Por eso tantos las echaron de menos durante el confinamiento de 2020. “Nosotros tuvimos una época de suprimirlas, porque veíamos que, con 20 metros cuadrados de salón y ocho de terraza, en todos nuestros edificios acababan acristalándolas, tendiendo ropa o colgando la bicicleta. En la pandemia se vio la necesidad de esos espacios, así que ahora estamos haciendo otros diseños, con terrazas muy violentas hacia fuera de 12 metros cuadrados. Invita a usarlas de otra manera. Aparte, las casas llevan ya los tendederos por dentro”. Urtiaga es consciente de que “hay un porcentaje de gente que tiende en la terraza del salón” porque no le queda otro remedio. “Si no da bien el sol o no se seca la ropa, hay casos donde tu vida no la vas a poder desarrollar bien. Si el niño va al colegio al día siguiente, tendrá que tener la ropa seca. Estará también el que tenga todo bien y conserve la manía de colgarlo fuera. Eso ya es más educacional. Hay familias que en los pueblos tienden en la acera. Ven que lo hacían sus madres y lo hacen ellos también”.

Las banderas de mi casa son la ropa tendida

En su artículo Ropa tendida: Gestos de la experiencia cotidiana de la ciudad (2020), publicado en la revista costarricense Rupturas, los investigadores Rebeca Silva Roquefort, Luis Campos Medina y Josefina Jaureguiberry Mondion reflexionaban sobre el valor simbólico de la colada expuesta al aire desde la idea de “lo infraordinario”, concepto del escritor francés Georges Perec basado en “la observación minuciosa y asombrada de lo cotidiano”. “La ropa tendida nos habla de una forma de habitar el espacio que está en constante tensión con los usos preestablecidos. Este gesto material, a su vez, es solo un botón de muestra de una realidad mayor relacionada con la manera en que las personas construyen ciudad por medio de las pequeñas prácticas cotidianas que disputan los usos del espacio cuando la planificación y la política urbana son incapaces de dar respuesta a sus necesidades”, escriben.

Consultada por ICON Design, la doctora Rebeca Silva, diseñadora, urbanista y académica del Instituto de la Vivienda de la Universidad de Chile, opina que “en esta tendencia a homogeneizar el mundo (y nuestros cuerpos), la ropa tendida representa un acto de resistencia contra la uniformidad, promoviendo la diversidad en el espacio público”. “Es parte de la producción de lo común, un acto político que emerge de las interacciones cotidianas y del derecho a la expresión y reivindicación de quienes habitamos el espacio”, reflexiona. “El espacio público se ha ido transformando en un escenario de consumo y turismo, lo que va dejando fuera prácticas cotidianas y priorizando una estética particular y regulada para los visitantes”. Además del caso de Lisboa, la doctora alude a Valparaíso, cuyas casas con la ropa al viento son un rasgo identitario local que aporta “color y vitalidad” al día a día.

Dicha percepción de la ropa visible no es exclusiva de observadores activos o filósofos de lo cotidiano como Perec. Hugo, de 53 años, vecino del distrito de Tetuán en Madrid, que vive en un edificio protegido con patios interiores, dice: “En mi patio hay un tendedero común que se habilitó cuando se reformó el edificio. Aun así, sigue habiendo vecinos que comparten tendedero entre ventanas enfrentadas y a mí me parece estupendo, porque da aspecto de hogar al edificio”. Un caso distinto es el de Rafa Morata, de 52 años, que vive en Ceuta y admite que tiende de cara a la entrada principal porque “la realidad manda” sobre cualquier ordenanza: “Mi edificio se compone de tres bloques. En la primera reunión mantenida con el administrador, uno de los vecinos intervino para afirmar que él, independientemente de que sabía que estaba prohibido, iba a poner tendederos en la entrada principal porque no tenía que aguantar que su ropa limpia, recién tendida, oliera a comida porque el único lugar disponible era el ojo-patio donde daban todas las cocinas de dos de los tres bloques”.

Morata cuenta que, pese a la negativa del administrador y muchos de los presentes, el vecino siguió adelante, nadie le dijo nada y, al cabo de los meses, “los tendederos en la fachada principal fueron aumentando en número”. Él mismo, aunque tiene en la terraza un tendedero de varas metálicas, anuncia que prevé anclar uno pronto en fachada, “harto de inutilizar” su único balcón y “hacer malabares para sortear las macetas” de su mujer. “Lo cierto es que quejas no ha habido, pese al rechazo inicial, ni el Ayuntamiento ha sido avisado. Pero, tal y como te comento, estaría justificado pasarse al administrador, al Ayuntamiento y a quien sea por el forro porque es indigno tender ropa limpia y que te huela a una mezcla insoportable de fritanga y tabaco”.

Los espacios comunitarios de tendedero, visibles o no de cara al exterior, también encapsulan narrativas de convivencia, solidaridad o drama. María Pérez (54 años) recuerda cómo, cuando se mudó en los ochenta a una Vallecas arrasada por las drogas y el sida, dos familias vivieron “una historia de amistad que devino en enemistad y duró unos 20 años”. Los respectivos hijos mayores eran conocidos por “dos apodos muy de cine quinqui”, El Toñeja y El Pedrules, y no tardaron en hacerse amigos. Hasta que el segundo murió de sida. “Su madre, que ya había perdido una hija hace tiempo, se volvió loca y culpaba al Toñeja de la deriva de su hijo. Una de las manifestaciones era tirar cosas para manchar la ropa que la madre del Toñeja [que vivía debajo] acababa de tender, lejía, agua de fregar y hasta aceite hirviendo. Yo vivía en el bajo y sufríamos estas cosas. Al final, la familia del Pedrules se mudó”. Otra persona que, por los malos recuerdos, prefiere no ser nombrada, dice que tuvo que acudir con diez años de testigo a un juicio con su madre, porque decía que “le ahumaban la ropa con olor a pescado frito o le echaban lejía”. “En Galicia, para quien creía en estas cosas, se decía que era un rito para maldecir a otros”, explica.

“Son increíbles las ganas que mucha gente tiene de entrar en conflicto”, reconoce Estanislao Moreno, abogado de Vecindia, despacho especializado en comunidades de vecinos. “Cuando hablas con personas que no son de la profesión, se sorprenden: ¿de verdad tantos se meten en pleitos por el tema de colgar la ropa? Siempre respondo que gracias a Dios, ¡porque vivo yo de ello!”. Moreno cita el artículo 396 del Código Civil, que es el que establece la forma de propiedad horizontal sobre los elementos comunes del inmueble, con su propia ley: “Al final, si tú anclas un tendedero, estás alterando la uniformidad estética del edificio y para hacer eso necesitas unanimidad. Es lo que pasa con los cerramientos de terraza, el artículo 17 de la ley de propiedad horizontal lo recoge. Si tú cuelgas un tendedero en fachada, estás haciendo uso de un elemento común para un beneficio exclusivamente privativo”.

La arquitecta Esther R. se muestra preocupada porque se priorice una determinada estética de los edificios sobre las necesidades prácticas y derechos de los ciudadanos: “A los promotores les da igual poner un tendedero, piensan que la gente ya se apañará. Es agotador intentar hacer ver que la comunidad, los usos normales de la vivienda, no son cosas de lujo. Si tú no puedes acceder a una vivienda en condiciones con buena luz y espacios porque no tienes dinero, deja de haber derecho a la vivienda. Nuestra obligación como arquitectos es garantizar ese derecho a los que tienen dinero y los que no”.

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