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El caso de ‘la pirámide del fin de mundo’, el monumento de hormigón que pudo haber acabado con millones de vidas

La Pirámide de Nekoma formaba parte del Complejo Stanley R. Mickelsen de Salvaguardia Antimisiles y su objetivo era proteger los misiles nucleares balísticos norteamericanos a pesar de que ello supusiera la aniquilación total

La Pirámide de Nekoma era una monumental pirámide truncada de hormigón que se levantaba solitaria en la llanura de Dakota del Norte. Composición: Blanca López-Solórzano.
La Pirámide de Nekoma era una monumental pirámide truncada de hormigón que se levantaba solitaria en la llanura de Dakota del Norte. Composición: Blanca López-Solórzano. Survey HAER ND-9-B /LOC
Pedro Torrijos

La mejor manera de evitar una escalada armamentística no es dejar de fabricar armas; es dejar de fabricar defensas contra esas armas. Parece contraintuitivo, pero es la base sobre la que se redactó el Tratado de Misiles Antibalísticos de 1972: cuantas más defensas contra misiles nucleares balísticos haya, más misiles nucleares balísticos serán necesarios para mantener la teoría de la disuasión mutua.

Firmado por el presidente estadounidense Richard Nixon y el premier soviético Leonid Brézhnev, el ABMT limitaba a ambas superpotencias a la construcción de dos instalaciones de misiles antibalísticos con un máximo de cien en cada una. Teóricamente suficiente para contrarrestar los aproximadamente ochocientos proyectiles de trayectoria suborbital con los que se amenazaban los unos y los otros en una danza cuyas bailarinas eran capaces de causar la extinción de cualquier tipo de vida en el planeta Tierra.

De acuerdo con su doctrina nuclear, cuya única prerrogativa indicaba que el uso de tal tipo de armamento solo sería contemplado en el caso de riesgo existencial de la Madre Patria, la URSS desarrolló el complejo A-35M en las afueras de Moscú, para así proteger a la capital. Durante un tiempo, los norteamericanos también contemplaron la idea de construir sus instalaciones en terrenos de la base naval de Annapolis y que sirviesen de escudo a Washington D.C. El problema era que, para ellos, la Guerra Fría no fue solo un juego de espionaje, engaños y propaganda contra los soviéticos; también debían lidiar con las voces que se alzaban contra las armas nucleares dentro de los propios Estados Unidos de América.

Pese al robusto –y a veces un poco chabacano– patriotismo con el que habían inundado todos los medios desde el fin de la Segunda Guerra Mundial y la guerra de Corea, el gobierno norteamericano se encontró con una prensa y una opinión pública cada vez más antimilitaristas, algo lógico si se tiene en cuenta el desastre en el que se estaba convirtiendo la intervención en Vietnam. No parecía que la colocación de armas nucleares junto a una gran ciudad fuese a apaciguar al creciente pacifismo, así que, cuando llegó el momento del complejo de misiles antibalísticos, descartaron lo de Annapolis y se fueron en medio de la nada a construir una pirámide.

La pirámide mide unos sesenta metros de lado y unos treinta de alto, como un amenazador edificio de diez plantas sobre el horizonte de la pradera infinita.
La pirámide mide unos sesenta metros de lado y unos treinta de alto, como un amenazador edificio de diez plantas sobre el horizonte de la pradera infinita.Survey HAER ND-9-B /LOC

La Pirámide de Nekoma era una monumental pirámide truncada de hormigón que se levantaba solitaria en la llanura de Dakota del Norte. Formaba parte del Complejo Stanley R. Mickelsen de Salvaguardia Antimisiles y se llamaba así porque Nekoma era el pueblo más cercano. Con el tiempo, también se la conoció como Pirámide de Dakota, aunque en unos cuantos artículos periodísticos la llamaron la “Pirámide del Fin del Mundo”. Medía –y mide– unos sesenta metros de lado y unos treinta de alto, como un amenazador edificio de diez plantas sobre el horizonte de la pradera infinita. En cada uno de sus cuatro lados, un enorme círculo metálico mirando a todas partes, oteando más allá de la vista. Cada círculo, cada ojo, era un complejo sistema PAR, cuyas siglas corresponden tanto a Radar de Adquisición Perimetral, como a Radar de Matriz de Fase.

El trabajo de un radar PAR se basa en la delicadeza. Gracias precisamente a la matriz de fase, la Pirámide era capaz de detectar múltiples objetivos, tanto en posición como en velocidad. Pero, pese a la sofisticación del sistema y a la ominosa silueta con la que el artefacto dominaba el paisaje, algo que se diría extraído de un relato de ciencia ficción distópica, la Pirámide no era el componente más importante del Complejo Stanley R. Mickelsen; solo era la parte de detección. La otra parte, la de las contramedidas, y quizá la verdaderamente distópica, descansaba bajo tierra a apenas unos cientos de metros de los radares: treinta misiles antibalísticos LIM-49 Spartan de largo alcance y setenta proyectiles Sprint de corto alcance. En total, las cien armas que cumpliesen el Tratado ABM de 1972.

En el caso de que la Pirámide localizase algún misil soviético –los temibles R-16, R-26 y R-36– el complejo lanzaría uno de sus propios cohetes para interceptarlo, y como el sistema de radar estaba directamente conectado a los silos, la respuesta sería prácticamente instantánea. Si la detección era temprana, soltarían un Spartan; si los Spartan fallaban, era el momento de los Sprint, misiles tan veloces que ponían su fuselaje al rojo vivo apenas cinco segundos tras el despegue.

Un sistema teóricamente tan eficaz parecería destinado a proteger algo más que las llanuras deshabitadas de Dakota del Norte. Entonces, ¿por qué lo construyeron allí? Pues porque, una vez desechados los núcleos urbanos, los norteamericanos decidieron que, en la partida de ajedrez, ellos irían un movimiento por delante. Así, el Stanley R. Mickelsen se levantó en la pradera para escudar los silos de los Minutemen III, los propios misiles nucleares balísticos norteamericanos. Unas instalaciones de salvaguardia que no salvaguardaban vidas humanas sino las armas con las que represaliar a los soviéticos en caso de que estos atacasen a Occidente. A primera vista parece una locura belicista pero, en realidad, lo que la Pirámide hacía era cimentar la teoría de la Destrucción Mutua Asegurada y, por tanto, consolidaba la disuasión. Si aseguro la protección de las ciudades, la guerra se prolongará, aunque sea con medios convencionales; si garantizo la aniquilación total, nadie va a querer empezar esa guerra. Quizá no era una idea tan mala lo de colocar la Pirámide en medio de la nada.

En cada uno de sus cuatro lados hay un enorme círculo metálico mirando a todas partes.
En cada uno de sus cuatro lados hay un enorme círculo metálico mirando a todas partes. Library of Congress

Sin embargo, el Complejo Stanley R. Mickelsen estuvo en funcionamiento solo tres días de 1975. Comenzó a construirse a finales de los sesenta con una capacidad inicial de cuarenta y seis proyectiles, costó seis mil millones de dólares de la época una vez aumentó su cabida a los cien misiles que permitía el tratado de 1972 pero, pese a lo eficaz de la tecnología que desarrollaba y las relativas bondades de la idea sobre la que se sostenía, su funcionamiento sacrificaría millones de vidas. No se trataba de un error de diseño; era el propio diseño el que provocaría un gambito inaceptable, porque para asegurar la destrucción de los misiles nucleares que amenazasen el territorio norteamericano, las contramedidas también eran nucleares. Los Spartan portaban ojivas de cinco megatones mientras que los Sprint cargaban con un kilotón y, en el caso de que la explosión se produjese a altura atmosférica, las consecuencias serían devastadoras.

La explosión combinada de los misiles soviético y estadounidense desencadenaría una detonación de entre cinco y veinte megatones, la cual generaría una bola de fuego instantánea de cien millones de grados en un área de aniquilación total cuyo diámetro alcanzaría los tres kilómetros con facilidad. Todo esto podría despreciarse si el impacto se produjese a gran altura, pero después llegaría una onda de radiación ionizante de alta frecuencia, una onda de choque y un pulso térmico que provocaría quemaduras de segundo grado a cualquier ser humano en un radio de veinte kilómetros, además de la subsiguiente lluvia radiactiva y la nube invisible de radiación alfa y beta, que perdurarían durante millones de años en cientos de kilómetros a la redonda. Y, aunque Dakota del Norte sea un estado básicamente despoblado, al venir los misiles soviéticos desde el Ártico, las detonaciones afectarían a numerosos núcleos de población canadienses, entre ellos Winnipeg y su millón de habitantes.

Semejante catástrofe resultaba inconcebible para la opinión pública norteamericana, lo cual, unido al desmán presupuestario, trajo como consecuencia que, el 2 de octubre 1975, el Comité de Apropiaciones de la Cámara de Representantes votase por el desmantelamiento de la Pirámide, los silos y todo el Stanley R. Mickelsen. Exactamente seis meses tras su inauguración pero tan solo un día después de que estuviese completamente operativo y un día antes de reducir su rendimiento al 75%, capacidad con la que permaneció en funcionamiento hasta abril de 1976, cuando se abandonó por completo.

En 2012, la Fuerza Aérea de los Estados Unidos vendió las instalaciones a una colonia huterita –algo parecido a los amish– por 530.000 dólares, quienes a su vez vendieron la Pirámide al Centro de Desarrollo Laboral del Condado de Cavalier por 462.900 dólares, que volvió a venderla en 2022 a una empresa de criptomonedas por medio millón. La compañía, llamada Bitzero Blockchain Inc, afirma que va a convertir la Pirámide en un data center. De momento, solo es un artefacto imposible que otea el horizonte a ciegas, porque no es más que el resto de un pasado en el que el miedo dominaba a la especie humana. Las ruinas de cuando creíamos que mañana sería el fin del mundo. Esperemos que siga en ruinas.


‘La Pirámide del Fin del Mundo’ es el último libro de Pedro Torrijos. El autor estará firmando en la Feria del libro de Madrid el jueves 13 y el sábado 15 junio.

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Sobre la firma

Pedro Torrijos
Pedro Torrijos es escritor, arquitecto y crítico cultural. Es director del podcast del Museo ICO y colaborador habitual en medios. Sus últimos libros son 'Territorios improbables', 'Atlas de lugares extraordinarios' y 'La tormenta de cristal'.
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