Feo, falso, sentimental, afectado... ¿y necesario? Cómo lo cursi se ha convertido en militante
‘Elogio de lo cursi’, en el espacio CentroCentro de Madrid, no solo explora la estética de este fenómeno insumergible, también sus cuestiones éticas y políticas
Feo, falso, sentimental, afectado, recargado, melindroso, artificioso, pretencioso, de mal gusto. Todo esto está contenido en el término “cursi”, uno de los más ricos de nuestro idioma. Tanto que es difícil encontrarle equivalentes en otros: ni corny ni cheesy en inglés, ni el francés ringard, ni los muy globales kitsch o camp designan exactamente lo mismo.
La cursilería implica a menudo una nostalgia del pasado o una querencia lisonjera por el poder, lo que la convierte en una fuerza conservadora. Pero también es cierto que muchas de las críticas de las que ha sido objeto procedían de ideologías nacionalistas, clasistas o machistas. Así que quizá haya llegado el momento de reivindicar lo cursi como una forma de romper con las reglas establecidas.
Esto es lo que parece sugerir el título de la exposición que se inaugura el próximo jueves en el espacio CentroCentro de Madrid, Elogio de lo cursi. En ella, utilizando más de un centenar de piezas entre mobiliario, objetos decorativos, obras artísticas, libros, carteles, fotos y otros documentos, se lleva a cabo una revisión histórica, crítica y visual de este fenómeno de orígenes inciertos.
Está documentado que la palabra cursi apareció por primera vez en un diccionario en 1869. En cuanto a su etimología, resulta algo más oscura. Una teoría alude a dos hermanas gaditanas de origen francés que se paseaban por la ciudad con unos trajes ya ajados que imitaban la moda de París, y a las que sus vecinos iban llamando a voz en grito: por repetición, el apellido de estas mujeres (“Sicur”, deformación de “Tessi-Court”) se habría convertido en “cursi”. Según otra explicación, defendida por Enrique Tierno Galván en un artículo de 1952, se trataría de una abreviación de “cursiva”, en referencia al tipo de letra que empezó a introducirse en la caligrafía española después de ponerse de moda en la Inglaterra de finales del XVIII.
Sergio Rubira, comisario de la muestra, da más crédito a esta última explicación: “La propuesta de la cursiva resulta bastante lógica, mientras que lo de las hermanas Sicur parece más bien una leyenda, que además reúne varios elementos muy convenientes, como que ellas sean de familia francesa”.
La imitación de lo extranjero, y en especial de lo francés, ocupa un estante privilegiado en el almacén de lo cursi. La idea de la copia es una de las que destaca la exposición de CentroCentro. “Hemos traído, por ejemplo, un mueble imitación de Luis XVI hecho en España en los años cuarenta”, explica Rubira. “Para sus propietarios era como tener un mueble de un palacio francés en casa. Muchas veces el siglo XIX español es una copia del francés pero con una seriedad impostada, y por lo que respecta al arte solo hay que dar paseo por salas del Prado para comprobarlo. Lo mismo ocurre en otros ámbitos como la decoración y la literatura”.
Francia poseía un valor aspiracional en la sociedad española del siglo XIX, y la cursilería era una manifestación más de ese complejo de inferioridad: las clases medias imitaban a las altas, y las altas imitaban a Francia. El periodo decimonónico aparece además indeleblemente unido a lo cursi, más allá de servir de origen al término. Pronto se convirtió en una preocupación típica de aquel tiempo, como reflejan los textos firmados por Francisco Silvela, Emilia Pardo Bazán o Benito Pérez Galdós que se citan en la exposición.
La literatura galdosiana es especialmente pródiga en personajes cursis, entre los que destaca la Rosalía Pipaón de La de Bringas y Tormento (a la que Concha Velasco interpretó en el cine), esposa de un funcionario con ínfulas de gran dama. Algo más tarde, y en la literatura francesa, Marcel Proust consiguió un modo sublime de cursilería con las Odette de Crécy y Madame Verdurin de En busca del tiempo perdido, tránsfugas de clase que alcanzaban un estatus aristocrático.
Pero la apoteosis de lo cursi posiblemente se obtenga cuando el siglo XX mira hacia el inmediatamente anterior, como ocurre con las edulcoradas adaptaciones al cine de la vida de Elisabeth de Austria, la Sissi interpretada por Romy Schneider en los años cincuenta, o con su trasunto español, ¿Dónde vas, Alfonso XII? (1958), que ya es la copia de la copia de la copia: lo cursi al cubo.
“En el XX hay cierta consciencia de lo cursi, y se recurre a ello de forma deliberada”, apunta Rubira. Durante el último tramo del siglo, la cursilería se emplea a conveniencia, como una herramienta expresiva más, desde una ambivalencia propia de las estrategias queer y posmodernas: es el caso de creadores como los fotógrafos Pierre et Gilles o la dupla de pintores Costus, estos últimos representados en CentroCentro con una obra en la que seis perritos alados sostienen una cinta de raso azul frente a un fondo de nubes rosadas como algodón de azúcar.
En el ensayo La Filocalia o el arte de distinguir a los cursis de los que no lo son, publicado en 1868 –no casualmente el mismo año de la Gloriosa, la revolución que envió al exilio a la reina Isabel II e inició el Sexenio Democrático–, el político conservador Francisco Silvela y el autor satírico Santiago de Liniers afirman que “el imperio de la cursilería es uno de los peligros de la revolución”, para después añadir: “Significa la invasión por las masas del terreno artístico, poético, monumental e indumentario”. Lo que introduce la idea de que en no pocas ocasiones tras la crítica a lo cursi subyace un intenso espíritu clasista.
Por otro lado, la denuncia de la imitación de lo extranjero denota cierto nacionalismo con tintes xenófobos. También puede considerarse misógina su asociación despectiva a lo femenino: “femenización (sic) de lo burgués”, lo define Tierno Galván. Por último, planea aquí la sombra de la homofobia, ya que, si desde las hermanas Sicur puede aceptarse la cursilería como algo propio de mujeres, su presencia en un hombre denota un afeminamiento considerado indeseable.
Sergio Rubira está de acuerdo con esta conjetura: “Que un hombre fuera cursi, desde luego, era algo bastante complicado”. Así, es posible ver en la cursilería un potencial revolucionario que rara vez era deliberado, pero que no por ello hay que despreciar. “Al fin y al cabo, los y las cursis querían romper con lo que supuestamente tenían que ser”, desarrolla el comisario. “Rosalía Pipaón [La de Bringas] era la mujer de un funcionario, pero lo que quería es montar un pequeño salón intelectual en casa a la manera francesa, algo que no se esperaba de ella. Eso es lo más interesante de lo cursi, esa ruptura de la norma, por mucho que se relacione con una mentalidad pequeñoburguesa”.
Cada momento tiene sus formas específicas de cursilería, pero hay modalidades que han sobrevivido a todas las épocas. Así lo demuestra la recurrencia de los gatitos en la exposición. “En especial, he seleccionado un pastillero y unas polveras del siglo XIX con motivos de gatitos, para que los visitantes se hagan una idea de que hay iconografías que han tenido continuidad, y que nos llevarían desde el romanticismo hasta los actuales memes de gatos”, cuenta Rubira.
Formas de cursilería propias del momento actual serían los mensajes de autoayuda impresos en tazas o camisetas, el recurso al sentimentalismo, a los clichés formales, culturales e ideológicos y a un activismo político vaciado de contenido como medio de legitimación personal, así como la vuelta a ciertos valores conservadores o la intelectualización o la sublimación de fenómenos infraculturales como la telebasura. Algunos de ellos son típicos de las redes sociales, pero han permeado hacia el periodismo, la literatura, el cine y las artes visuales.
También hay que mencionar el inabarcable universo de lo cuqui, modalidad infantilizada de la cursilería o, si se prefiere, cursilería domesticada con el fin de complacer a un público amplio. Poco potencial revolucionario puede encontrarse en todo esto, así que quizá sea el momento de proponer una regeneración de lo cursi. Una propuesta que ya planteaba Ramón Gómez de la Serna en su Ensayo sobre lo cursi de 1934: “No hay que tener esa vana repugnancia a lo cursi que tiene nuestro tiempo, y hay que crear la nueva cursilería para apretar los redaños a lo salvaje”.
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