Copias goyescas y un misterioso transformista: dentro del Botón de Oro, la mercería más enigmática de Madrid
Ubicado en el barrio de Chamberí, este histórico local fue decorado con materiales modestos, sensibilidad barroca y paciencia de miniaturista después de la Guerra Civil. La pregunta es quién lo hizo
En el interior de este local de la calle Juan de Austria, en el madrileñísimo barrio de Chamberí, hay tantos interrogantes como ornamentos. En algún momento de la primera mitad del siglo XX, alguien dedicó horas a decorar, con precisión de miniaturista, cajones (hay cientos de ellos), varios mostradores, pilares, puertas, techos, dinteles y vitrinas en un exuberante ejercicio de artesanía autodidacta. Pintó angelotes y nubes en el techo, reprodujo cartones de Goya en los altillos y replicó en tablillas otras pinturas del aragonés, que casi pasan desapercibidas en las vitrinas que flanquean el paso entre las dos estancias principales del local. También ejecutó bodegones de ascendencia barroca y romántica, fantasías florales e incluso un paisaje boca abajo que solo se puede contemplar desde el interior del mostrador. Pintó sobre lienzos y tableros, y esmaltó flores en los vidrios que protegen los expositores del mostrador. Y, en medio de esta apoteosis decorativa, escondió un secreto: el de su propia historia.
En este rompecabezas hay pocos datos claros. Uno es su nombre, Botón de Oro, que data al menos de 1947, cuando su primer propietario, Alfonso Molina, pidió licencia oficial para instalar el rótulo de la fachada, tal y como recoge un ejemplar del Boletín de la Propiedad Industrial que hemos localizado. Otra certeza es el uso del local, que fue una tienda de botones y fornituras hasta que, en los años sesenta, la familia Gil lo adquirió e incorporó productos de mercería y bisutería. Y, por último, la alucinante y alucinógena decoración, protegida desde hace décadas por el Ayuntamiento de Madrid, y que es uno de los motivos por los que hoy Gonzalo Muñoz Delgado de Robles, impulsor de un innovador proyecto de agricultura sostenible, ha decidido adquirir esta joya excéntrica para restaurarla, devolverle su tono verde original y recomponer los detalles dañados por el tiempo.
Es él quien nos abre las puertas del Botón de Oro una tarde de mayo para examinarlo con calma. Las obras de restauración aún no han comenzado, pero prometen ser arduas. Hay pinturas desconchadas y una multitud de apliques y adornos en cajas. En los noventa, cuando el Ayuntamiento protegió sus interiores, los dataron en el primer tercio del siglo XX. Pero una conversación con el hijo de los antiguos dueños del local despeja algunas dudas. Javier Gil cuenta que su padre compró el Botón de Oro en los años sesenta a Alfonso Molina, que había fundado el negocio y decorado a mano sus interiores. En aquel entonces, cuenta, era un hombre con fama de excéntrico, que seguía regentando el local en el que parecía vivir: en los cajones, los botones estaban ordenados con voluntad obsesiva —”allí se vendían botones que no se encontraban en ningún otro sitio”, cuenta Gil—, pero el resto del espacio estaba atestado de objetos, desechos y suciedad, como si el carácter obsesivo que le había impulsado a decorar cada rincón hubiese derivado en un abandono personal y social patológico. Gil recuerda que su familia tuvo que vaciar completamente el local, limpiarlo y reparar los detalles decorativos, muy deteriorados.
Pero, una vez limpio, lo que quedó a la vista fue esta decoración imposible, llevada a cabo durante años con materiales modestos y sensibilidad barroca. Salvo las pinturas, todo en el Botón de Oro responde a un uso creativo de elementos decorativos que, a mediados del siglo XX, cualquiera podía encontrar en ferreterías, mercerías y tiendas de bellas artes: hay molduras, embellecedores, escayolas, pomos, piedras de bisutería y ornamentos de ferretería yuxtapuestos hasta conformar abigarradas composiciones. Durante meses, o quizá años, este aficionado clavó tachuelas en forma de diamante en la madera. Bordó cuentas y cristalitos en tiras de gasa que, después, colocó entre dos láminas de vidrio, como flores prensadas. En un remedo de la moda pastoril dieciochesca, transfirió calcomanías florales en los frontales de los cajones más pequeños. Revistió las vitrinas con telas adamascadas y colgó cientos de borlas de pasamanería en los tiradores. Camufló las lámparas bajo molduras, colgó espejos, instaló estatuillas de deidades mitológicas y lo pintó todo de dorado y verde veneciano.
¿Quién fue el artífice de esta decoración? Hay quien asegura que Molina, el fundador del negocio, fue un transformista de éxito que, tras la Guerra Civil, se vio obligado a abandonar los escenarios y plasmó toda su maña en esta especie de Capilla Sixtina sicalíptica. Así lo declaró la propietaria de la tienda a EL PAÍS en 1997. Su hijo dice que en su casa siempre circuló esa teoría, que no resulta descabellada. Primero, porque el transformismo antes de la guerra se desarrollaba en la precariedad de los cafés-cantante, donde compartía espectáculos de variedades con números de cuplé, ventriloquía, magia y humor. De día, los transformistas se dedicaban a otros oficios, y muchos de ellos destacaron como modistas y figurinistas. De hecho, la moda fue el oficio diurno de Asensio Marsal, conocido como Egmont de Bries, el transformista más célebre de su tiempo, que llenó teatros en toda España y llegó a tener entre su público a Alfonso XIII. Hasta ahí llega su historia, que se bifurca en leyenda en el momento en que varios libros y artículos aseguran que fue Bries el fundador (y decorador) del Botón de Oro.
La cosa se complica porque los nombres no coinciden. Pero se ignora casi todo sobre la vida de Marsal tras la guerra; apenas unas líneas en que su amigo, el novelista Álvaro Retana, cronista de aquel género frívolo y letrista de éxitos como Las tardes del Ritz, asegura que la estrella del transformismo había muerto en Barcelona a mediados de siglo, empobrecido y soñando con regresar a los escenarios. La biografía más reciente de Marsal, Orgullo travestido, de Juan Carlos Usó, que recoge abundante documentación sobre su trayectoria artística, subraya el misterio que rodea su muerte, sobre la que no hay más datos, da por fiable la versión de Retana.
Ahí concluyen los datos objetivos, que indican que la vinculación entre Marsal y el Botón de Oro podría ser una leyenda urbana. Así lo califican, por ejemplo, Enrique Ibáñéz y Gumersindo Fernández en Comercios históricos de Madrid (Ediciones La Librería), donde subrayan el posible origen de esa confusión. Sin embargo, nada impide que parte de la historia sea cierta. Por ejemplo, que Alfonso Molina fuese, tal y como declaraban los antiguos dueños de la tienda, un transformista retirado, un compañero de oficio del legendario Marsal que, en la tenebrosa posguerra madrileña, convirtiera este rincón de Chamberí en un monumento clandestino a aquella frivolidad transgresora que había quedado proscrita por el franquismo. Sin embargo, en el transformismo todo cambia, hasta los nombres: dada la oscuridad que rodea el final de Marsal, resulta irresistible fantasear con que aquella estrella decadente planeara una última transformación, un fastuoso número final cuyo escenario no fueran los teatros de variedades, sino una pequeña tienda de botones convertida en refugio personal y obsesión decorativa que, por una extraña pirueta temporal, ha llegado casi intacta a nuestros días.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.