40 años de la salvaje boda de Lolita: 5.000 invitados, una novia en volandas y una frase inmortal
El enlace de la artista con Guillermo Furiase acabó celebrándose en la sacristía después de que una multitud tomara la iglesia de la Encarnación de Marbella. Cuatro décadas después, hablamos con testigos del día en el que Lola Flores pronunció el icónico “Si me queréis algo, irse”
Con la cara desencajada, los galones arrancados, la camisa rota y la gorra desaparecida, un cabo de la Policía Local de Marbella se presentó la tarde del 25 de agosto de 1983 en la casa del entonces regidor de la ciudad, José Luis Rodríguez. “Señor alcalde, tenemos un problema”, le dijo, descompuesto, el agente. “Hay un lío en la iglesia por la boda de la hija de Lola Flores. Están allí todas nuestras unidades y las de Policía Nacional, pero es imposible controlar a la gente”, le explicó. El enlace de Lolita se desbordó después de que ella misma invitase a todo el pueblo desde la televisión. Miles de personas se agolparon en el interior del templo, la plaza exterior y las calles aledañas. El tumulto fue tal que la boda acabó celebrándose con una hora de retraso en la sacristía y solo con la presencia de El Cordobés, que ejercía de padrino —la primera opción fue Maradona, pero no pudo ir— y la propia Faraona, en el papel de madrina, además de dos monaguillos. Minutos antes, agobiada, irritada y nerviosa, Lola Flores soltó una frase que ya forma parte de la cultura popular española: “Si me queréis algo, irse”.
En 1983 Lolita se casó en Marbella. En el año 1985 la empresaria Olivia Valère abrió aquí su primera discoteca. En 1986 Queen dio el penúltimo concierto de su historia en el estado municipal de la localidad malagueña. Aquel era aún el epicentro turístico de la jet set y las casas reales y aún coleaban las visitas de grandes estrellas de Hollywood y los petrodólares de los jeques árabes. Era una Marbella aún libre de Jesús Gil, un paraíso donde se había criado Lolita —pasaba cada verano en la mítica finca familiar Los Gitanillos— y ella misma eligió la parroquia de Nuestra Señora de la Encarnación, en el casco histórico, para casarse con el empresario argentino Guillermo Furiase. Nunca sospechó las consecuencias de las palabras que pronunció en el programa de José María Íñigo. Feliz por su boda, se lanzó: “Toda la gente que realmente quiera a Lolita puede entrar a la iglesia. Estáis todos invitados”. “Esa es una invitación como muy amplia”, le avisaba el presentador, que acto seguido daba paso a una llamada telefónica en directo. La pregunta no puede representar más esa época: “¿Quién tiene más virginidad, tú o la Pantoja?”, cuestionaba un hombre desde un bar.
Lolita y Furiase se habían casado por lo civil cuatro meses antes, exclusiva por la que cobraron seis millones de pesetas. Lo hicieron también en Marbella, una semana antes que Paquirri e Isabel Pantoja en una venganza orquestada por La Faraona. No pudieron asistir los padres del argentino, así que para la ceremonia religiosa la novia pidió que no faltase nadie. Su madre le organizó la boda que a ella le hubiera gustado tener. Reunió a familia, amigos y muchas caras conocidas. De Carmen Sevilla a Rocío Jurado o Tita Cervera, todo el artisteo folclórico estaba allí. Luego Lolita se animó e invitó al pueblo entero, que ya rondaba los 100.000 habitantes. Y su madre repitió convocatoria con un viejo Renault que recorrió el paseo marítimo con altavoces. Llegaron autobuses de Torremolinos, Fuengirola y Jerez. En el templo no cabía un alfiler entre fotógrafos, agentes policiales y la presencia de miles de curiosos, que también llenaban los alrededores. Algunas tiendas cerraron ante la masificación. “Llegué con tiempo, pero era imposible dar un paso y, mucho menos, llegar a la iglesia”, recuerda el periodista José Manuel Bermudo, que entonces trabajaba en Radio Cadena Española y que pudo emitir boletines en directo porque la línea microfónica que la emisora tenía con la parroquia aún funcionaba. Grabaron todas las conversaciones que se sucedían en el altar. “Era como una película de los Hermanos Marx”, subraya.
Hoy, los cientos de turistas que hacen fotos al torreón blanco y albero de la iglesia o visitan su interior arquean las cejas cuando se les pregunta si saben algo de la boda de Lolita. “¿De quién?”, responden a la gallega. “Silencio, el templo es casa de oración”, señalan unos carteles en la parroquia, que luce brillante para unos visitantes que la recorren con calma y entre ventiladores. La imagen es opuesta al caluroso barullo de hace 40 años, con 5.000 personas dentro de un recinto con aforo para poco más de 1.200. Era imposible celebrar nada. La ceremonia estaba prevista a las siete y media de la tarde, pero una hora después la marabunta no se había disuelto y el ruido no cesaba. El sacerdote, Francisco Echamendi, conocido por su mal humor, dijo a la familia que si la situación no se apaciguaba, no había boda.
La novia, con la cara descompuesta, mantenía silencio y dejaba hacer a su madre. Lola Flores pedía al público, con educación, que se fuera. A las buenas no lo consiguió, así que contraatacó, muy irritada. “Mi hija no se puede casar porque ustedes tienen la culpa. Habéis ocupado todo y mi hija no se puede casar. Así que si me queréis aquí, marcharse”, dijo Lola Flores. Luego añadió lo que ya es un clásico nacional, un icono pop intergeneracional, una gloriosa frase ya inmortal: “Si me queréis algo, irse”. Estaba de los nervios. Y aunque los agentes policiales le invitaban a la calma, ya no podía parar. “Hay que sacar a la gente o no se casa. ¡Iros! Esto es una vergüenza. ¡Qué asco de pueblo!”, gritaba rabiando una y otra vez. “Vamos a tener que suspender la corrida”, dijo bromeando El Cordobés, según recoge la revista Vanity Fair. “[El torero] Ya se había puesto a gustito en mi casa con mi padre”, recordaba la propia novia en el libro Lolita Flores y alguna espina, de Javier Menéndez Flores, donde la protagonista cuenta que apenas recuerda nada de aquel día salvo algunas imágenes sueltas.
La solución se encontró cerca: alguien propuso realizar el enlace en la intimidad de la sacristía, la única habitación que tenía puerta con llave. Lo aceptaron, aunque transitar aquellos pocos metros de distancia fue una odisea. Solo pudieron entrar el propio sacerdote, los novios y los padrinos, además de dos monaguillos. El paparazi Diego Arrabal era uno de ellos, al que los fotógrafos pidieron que dejara la ventana abierta por si podían conseguir alguna imagen. “Luego la cerramos”, sostiene el segundo monaguillo, Juan de Arce, que entonces tenía 13 años. “En poco más de 20 minutos la pareja ya estaba casada”, rememora hoy. Para el entonces ayudante del cura, aquella fue una jornada inolvidable, como la imagen del altar “abarrotado de gente” o los desperfectos causados en la parroquia. “Se rompió una cerradura, se cayeron piezas antiguas… pasó de todo”, subraya. “También hubo que llevar un vehículo policial al chapista porque la gente se había subido encima”, recuerda el entonces alcalde, José Luis Rodríguez. Repararlo costó 80.000 pesetas.
La novia —con vestido beige regalado por el modisto Tomás García y cargada de joyas familiares que los reportajes de la época valoraron en 72 millones de pesetas— salió del templo en volandas con la ayuda de la policía. “Los pocos invitados que habían conseguido entrar, descompuestos, despeinados y sudorosos, salieron junto a los novios por una puerta trasera para huir de semejante marabunta”, relataba el locutor de Televisión Española. No hubo lluvia de arroz. Sí de lágrimas, que la recién casada se secaba con un pañuelo dentro del coche nupcial. Allí esperó y esperó porque nadie encontraba las llaves del vehículo. Su hermano Antonio, ya descamisado por el calor, la consolaba. Finalmente, la llevaron al banquete en otro vehículo. “¿Yo divertirme en mi boda? No, yo no me divertí”, reconocía años después en la biografía escrita por Menéndez Flores.
El banquete de bodas se celebró en el restaurante libanés Montazah Al Salemiah —entonces uno de los establecimientos de moda de la Costa del Sol— y, aunque había unos 450 invitados, allí aparecieron 900 personas. El bullicio era tal que no dejaban entrar a los hermanos de Lolita ni a su padre, Antonio González El Pescaílla. Como recoge la crónica firmada por José Antonio Frías en EL PAÍS, el menú consistió en “un buffet frío, parrillada argentina y especialidades libanesas”. Hubo tarta nupcial y corte con un largo sable. También vigilancia policial a la novia para evitar nuevos problemas en una fiesta que duró hasta el amanecer y de la que desaparecieron hasta los cubiertos. Digno final de una jornada rocambolesca.
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